Papel Literario

Una incesante otredad (1)

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Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA Y MIGUEL GOMES

En diversos ensayos, Eugenio Montejo prefirió llamar “escritura oblicua” a la heteronimia, quizá para no confinar sus propias prácticas al célebre drama em gente de Fernando Pessoa. El influjo pessoano sobre su propia obra es, con todo, impostergable. De hecho, una breve reflexión que tituló “El poeta enmascarado” (1985) no deja lugar a duda sobre el rango que confería al escritor portugués, cuyo arte conceptúa como “un paradigma inigualado” en la tradición de la oblicuidad. Y no demora en establecer comparaciones:

También Antonio Machado con su memorable Juan de Mairena y demás poetas apócrifos, como Paul Valéry con su Monsieur Teste, prestaron su voz a personalidades complementarias, a entidades psíquicas autónomas, capaces de sobrepasar la unidad a menudo tan conflictiva de la persona […]. T.S. Eliot y Ezra Pound, poetas contemporáneos de nuestro autor, fueron teóricos y practicantes de esa estética. El J. Alfred Prufrock de Eliot, por ejemplo, esa funny mask, ¿no reúne en plenitud, a su manera, el carácter de un heterónimo? Ocurre, no obstante, que el grado de autonomía conquistado por Pessoa en sus distintas voces logra una intensidad tan diferenciada, tan propia, que nos lleva a privilegiarlas entre todas las creadas hasta el presente (2).

Cavafy, Ungaretti, Machado, Gerbasi, así como Auden, Supervielle, Ramos Sucre y Drummond de Andrade son algunos de los nombres infaltables en una lista de poetas que dejaron honda huella en la sensibilidad de Montejo; todos ellos reaparecen en sus ensayos. Pero acaso ninguno haya tenido, al menos desde los años setenta, un ascendiente parangonable al de Pessoa. “La estatua de Pessoa nos pesa mucho, / hay que llevarla despacio”, afirma un poema de Alfabeto del mundo, y la sombra de esa estatua se intuye en el minucioso amor que declara Montejo por Lisboa como referente literario o como lugar donde pasó un período determinante de su vida, inscrito por igual en sus versos y sus prosas —ciudad “siempre oblicua” la llama en “Las piedras de Lisboa” (El taller blanco)—.

El ejercicio de la heteronimia en diversas ocasiones, particularmente en los primeros abordajes, fue interpretado por Montejo con un sesgo psicológico. En “Sobre la prosa de Machado” (La ventana oblicua), se afirma que “el heteronimista se vale de su alter ego para frecuentar su identidad desde una zona donde el yo es y no es el yo”. Los residuos de vocabulario psicoanalítico pronto irán cediendo paso a una perspectiva más compleja, por una parte metafísica, por la otra atenta al papel del lenguaje en la construcción de lo real. Si a primera vista podrían confundirse los desdoblamientos con adhesiones a la “muerte del autor” barthesiana, un crítico lúcido como Nicholas Roberts ha sostenido que se trata de un esfuerzo por reinventar la noción de autor

no como un salto atrás a una visión romántica, sino como una entidad problemática cuyo ser se halla en una pluralidad de voces, imbuidas todas de la historia, la cultura, lo social y lo literario [.] Para Montejo la escritura oblicua es […] cuestión de abrir el autor a un exceso de voz e identidad, y de definirlo como tal (3).

El parecer de Arturo Gutiérrez Plaza —quien detecta en obras ortónimas de Montejo vestigios de sus heterónimos— es compatible con el de Roberts:

lo oblicuo constituiría una cualidad implicada en una actividad dual, perceptiva y proyectiva, aquella que nos permitiría leer y escribir (a otros reales o imaginarios) para leernos y escribirnos (también a nosotros en nuestras múltiples facetas reales o virtuales). Lo oblicuo así asociado a un juego especular partiría de lo binario para conformar desde la multiplicidad una unidad siempre ambigua, ambivalente (4).

Nuestra subjetividad como laberinto: en ello consiste la heteronimia para Montejo; y en ello se asimila a los instantes escherianos de la última fase de su poesía ortónima: puestas en abismo de la voz, un “invento de un invento / que fue inventado también por otro invento” (5).

Dirige la troupe Blas Coll, cuyo papel es el de maestro, eje ficticio alrededor del cual se organiza la labor de los “colígrafos”: Sergio Sandoval, Tomás Linden, Eduardo Polo, Lino Cervantes, Lucian Vacaresco y Jorge Silvestre. Pero un aspecto destacado de la centralidad lúdica de Coll es que en el género al que se dedica con preferencia difiere de sus discípulos. Estos son primordialmente poetas —si bien Sandoval glose sus propias coplas; Linden escriba un cuento de talante lírico, “Las velas”; y a Vacaresco lo conozcamos como dramaturgo—; don Blas, en cambio, elucubra a tiempo completo: es un ensayista o tratadista ficticio del cual se recuperan fragmentos acerca de su gran obsesión, el lenguaje. El cuaderno de Blas Coll (libro que acompañó a Montejo durante gran parte de su carrera, con una primera aparición en 1981 y varias reediciones ampliadas o retocadas hasta 2007) pertenece a esa familia de textos donde las discontinuidades y el hibridismo usuales del ensayo —“centauro de los géneros”, según Alfonso Reyes (6)— se extrema y el pensador engendra, sin rodeos, personajes: entre muchos, pueden mencionarse An Essay of Dramatick Poesie (1668) de John Dryden, los Essays of Elia (1823) de Charles Lamb, el Also sprach Zarathustra (1883) de Friedrich Nietzsche o el Ariel (1900) de José Enrique Rodó. No debemos soslayar que los heterónimos pessoanos cultivaron el ensayo o géneros afines: he allí las “Notas para a Recordação do meu Mestre Caeiro” de Álvaro de Campos, el “Prefácio” de Ricardo Reis a los Poemas de Alberto Caeiro, todo lo que se atribuye al filósofo António Mora y, por supuesto, los múltiples pasajes netamente ensayísticos que ofrece el inconcluso e inclasificable Livro do Desassossego de Bernardo Soares. En un orden de ideas similar, de ninguna manera habría de ignorarse que Machado concibió sus complementarios como autores, no menos, de prosa de reflexión y que algunos renglones de El cuaderno de Blas Coll claramente, por tratarse de una amplia colección de fragmentos breves e independientes unos de otros, supuestas transcripciones o paráfrasis de los dichos y las enseñanzas de un “maestro”, homenajean el Juan de Mairena: sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936).

Si en El cuaderno de Blas Coll convergen el Montejo poeta y el Montejo ensayista, despliegan sus pasiones más allá de los moldes genéricos usuales, las obras de los colígrafos tantearán las posibilidades que el estricto equilibrio del ortónimo suele evitar. La misión fundamental de la heteronimia parece ser la de dar rienda suelta a tentaciones estilísticas o tonales que el comedimiento y la templanza de libros como Algunas palabras o Terredad hallarían inadmisibles. Tanto Coll como cada uno de sus discípulos suponen instantes de liberación, expediciones hacia territorios estéticos con el propósito de cartografiar opciones expresivas no adoptadas por Montejo cuando desempeña el papel de sí mismo en el teatro de la escritura.

Entre los colígrafos tendremos el neovanguardismo extático de Lino Cervantes, de quien el editor de El cuaderno de Blas Coll nos había dado las primeras noticias: el aprendiz de tipógrafo “que más tiempo permaneció en el taller de don Blas”, “poeta inclinado a las innovaciones” que “solía padecer frecuentes períodos de melancolía”. Su estética, compendiada sobre todo en los treinta “coligramas” que componen La caza del relámpago (2006), mucho tiene del anhelo mallarmeano de pureza, pero la impronta en ella de Apollinaire es, asimismo, innegable. Ha de repararse, con todo, en que los experimentos de Cervantes, como alega Montejo en la nota introductoria, se empeñan en favorecer lo auditivo en detrimento de lo visual. Jorge Silvestre refuerza el argumento en uno de los comentarios apócrifos con que se cierra La caza del relámpago, contando que alguna vez escuchó una grabación donde Cervantes recitaba sus poemas y lo impresionó “la vibración autónoma de cada sílaba”. Esa autonomía es la del supremo hermetismo de quien somete el enunciado poético a una progresiva reducción en busca de su matriz sonora, despojada ya de referencialidad o provista de una referencialidad dirigida exclusivamente al significante: lenguaje desnudo de mundo.

Tomás Linden representa una actitud diametralmente opuesta a la de Cervantes. También mencionado en El cuaderno, fue un venezolano de ascendencia sueca, activo literariamente durante la primera mitad del siglo XX tanto en su país natal como en el de su padre. Estos datos, y el hecho de que en su libro El hacha de seda (1995) eligiese el añejo molde del soneto, o que su restante producción se mantuviera igualmente fiel a formas tradicionales —con resonancias renacentistas, manieristas y barrocas— mientras los entusiasmos rupturistas de la vanguardia no se habían aún olvidado, nos devuelven a las cuestiones traídas a colación por Montejo en el citado prólogo a la reedición de Algunas palabras. De hecho, en su papel de editor de El hacha de seda no se abstendrá de observar que el recurso al “inmortal invento del siciliano Giacomo da Lentini” constituye un regreso “a la gracia verbal de Lope o Medrano, con la natural falta de prejuicio de quien en sus poemarios publicados en Suecia ya había pagado su tributo a la vanguardia”. ¿Es “clasicista” Linden? Sin duda, aun si adivinásemos de vez en cuando en sus evidentemente incómodos esfuerzos por remontarse al siglo XVI o XVII el toque camp —lo que no es descartable en los escarceos carnavalescos del Montejo heteronímico—.

Esa risa se trasluce en las creaciones de Eduardo Polo, el heterónimo que en Chamario (2004) y en el póstumo e inacabado Rimario desarrolló su pasión musical concentrándose en la poesía infantil, lo único rescatado de su labor luego de que decidió, al parecer, destruirla arrojándola al mar. La deslumbrante inventiva con que manipula la jitanjáfora mientras explota todos los recursos de la métrica, con preferencia por el arte menor, en deuda con el folclor mismo —tal como el “primitivismo” experimental latinoamericano: piénsese en la poesía afroantillana o las prédicas de Amauta y la Revista de Antropofagia—, redimensiona la solapada fascinación vanguardista del Montejo oblicuo resaltando la devoción de los ismos por los impulsos arquetípicos del puer æternus, es decir, el fervor por una niñez genesíaca manifestada en quienes pretendieron volver a comenzar desde cero una vez abolido el racionalismo occidental. Uno de los mejores conocedores de la vanguardia, Renato Poggioli, habló del culto avanguardistico della giovinezza (7) y este se materializó tanto en los balbuceos de Dadá como en el ludismo generalizado: el juego artístico como manifestación de una infancia ontológica.

Afínes a la atracción que por la oralidad muestra Polo son los designios creadores de Sergio Sandoval, autor de Guitarra del horizonte (1991), sólo que en este libro los estímulos de José Martí y Antonio Machado son más visibles —sin que ello nos obligue a obviar que Pessoa, en sus Quadras ao Gosto Popular, imitó con éxito la sencillez folclórica—. El cuaderno de Blas Coll alude menos a Sandoval que a Cervantes, Linden o Polo, pero su Guitarra fue el primer título publicado que se atribuye a un colígrafo y no abandonó a Montejo en la etapa final de su carrera: las cincuenta coplas con sus glosas de la edición inicial posteriormente se duplican con póstumos destinados a la imprenta. Hay una alta dosis de pastiche en los procederes del volumen, que por igual exhibe rastros del folclor y de la mística española, así como de la filosofía o la poesía orientales. Las glosas pueden mencionar tanto a Keats como a Simón Rodríguez o al Cid; tanto a Andrés Bello como a Manuel Bandeira o a Angelus Silesius; Rumi convive con Basho y el escritor venezolano José Vicente Abreu. Y, si bien predominan los momentos de calidez, de íntimo regocijo por la sabia ingenuidad de la poesía popular o las posibilidades expresivas que pone a nuestro alcance, no deja de ser cierto que el desparpajo del maestro Coll y del condiscípulo Eduardo Polo se homologa en estas páginas, que rinden tributo a las distonías. Por ello, luego de haber incluso evocado el “misterioso infinito del yin y el yang” en sus elucidaciones sobre unos versos amorosos, Sandoval no escatima ironizarse a sí mismo: “Leí esta copla”, la XL, “a mi viejo maestro coplista, que la aprobó sin más comentarios, con un gesto benévolo. Si le leyera la perorata con que ahora la gloso, creo que por toda respuesta sacudiría su guitarra sobre mi cabeza”. Hay detrás de Sergio Sandoval como un deseo de maniobrar elocutiva, conceptualmente fuera de la modernolatría del siglo XX o de su condena; ni la exaltación de lo nuevo ni el posterior escepticismo dispensado a tales ideales parecen afectar a Guitarra del horizonte, libro “culto” en muchos sentidos que no carece de inocencia y acaba siendo indiferente a los parámetros usuales con que la sociedad literaria, para estructurarse, distribuye prestigio cultural. La poética de Sandoval abre muchas ventanas de par en par y trata de extender su visión a los cuatro puntos cardinales, haciéndolo a veces simultáneamente. El solapado cubismo en que se origina toda la empresa heteronímica de Montejo llega de este modo a una de sus cristalizaciones más completas luego de la de Coll; por algo, Sandoval se permite una síntesis no verificable en su maestro: es poeta y ensayista que, en sus glosas, hace de sí mismo la materia de sus reflexiones.

Lucian Vacaresco, heterónimo de aparición póstuma, suma ingredientes novedosos a la cohorte de los colígrafos, y no sólo por su nacionalidad rumana. Compartiendo nombre con Blaga —a quien Montejo tanto admiró— y, como su compatriota, acosado por el régimen comunista, Vacaresco se exilia en el sur de Francia, donde probablemente escribe El Ángel, pieza de teatro en un acto que Tomás Linden ha traducido al español para La Piedra, revista de Puerto Malo. En su papel de editor, Montejo nos advierte que el rumano impartió clases privadas de latín a Felipe Terrán, magnate amigo de Coll y generoso con sus discípulos, a quienes solía invitar a viajar en su yate —como adicionalmente se desprende de un apéndice a La caza del relámpago—. Terrán llevó a Vacaresco, de hecho, a visitar a don Blas. Los vínculos del exiliado con Puerto Malo, no obstante, son más sutiles y misteriosos: no podemos ignorar que, según testimonios también ofrecidos en el apéndice a La caza…, Lino Cervantes murió en el transcurso de El Porteñazo, frustrada pero caótica y violenta insurrección contra la naciente democracia venezolana que protagonizó en 1962 un sector filocomunista del ejército. Eso significaría que entre los colígrafos contaríamos ya a dos víctimas de las pugnas globales entre libertad y autoritarismo. Tales indicios dan pie a que sospechemos que Montejo introducía con Vacaresco una franca dimensión política en su cultivo de la heteronimia, y que las coincidencias podrían haber estado preparando eventos en la ficción posterior. El fallecimiento del escritor en pleno desarrollo de su proyecto nos impide estar seguros; pese a ello, El Ángel constituye una lectura fascinante, reveladora de los rumbos por los que se encaminaba la imaginación de su autor. Dos hermanas, junto con una sobrina, se ocultan en una buhardilla cuya única salida al exterior es una claraboya. Afuera, hay una sociedad que ha colapsado, presa de una vaga catástrofe inconmensurable. Las mujeres ponen toda su esperanza en un sobrino a quien no ven; los mensajes, las provisiones que este les trae descienden por la claraboya; lo llaman el ángel, adquiriendo para ellas, en más de una ocasión, visos auténticamente redentores, míticos. Si bien los trazos del Pessoa dramaturgo resultan innegables —piénsese en O Marinheiro—, debemos reparar en que la alegoría de El Ángel, sin dejar, como en el caso pessoano, de ser metafísica, se las arregla para cargarse de otros referentes ineludibles. La elección de un perseguido político de mediados del siglo XX proveniente de la Europa oriental como autor traducido por un venezolano sólo refuerza la suposición: Montejo, después de todo, escribía durante el apogeo del chavismo.

Para culminar nuestro repaso de los colígrafos, debería apuntarse que la posición de Jorge Silvestre en este círculo de escritores es por una parte marginal y, por otra, catalizadora de transformaciones en nuestra interpretación de la oblicuidad. Con respecto a él, carecemos de suficientes complementos biográficos; no lo mencionan ni los textos de Coll ni los de sus discípulos. Sólo el editor de Lino Cervantes incluye una contribución suya en los desopilantes comentarios sobre La caza del relámpago. Otro frágil vínculo con los colígrafos es la indicación parentética que acompaña a uno de los poemas de Silvestre, escrito “al modo de Tomás Linden”. Si la escasez de datos contextuales legitima que lo acabemos considerando, más bien, un semiheterónimo, mayor peso tiene el hecho de que únicamente aparezca como huésped en tres poemarios firmados por Montejo, Partitura de la cigarra, Papiros amorosos y Fábula del escriba, a lo que se añade que sus temas, su imaginería y su estilo se asemejan demasiado a los del ortónimo, más allá de las esporádicas coincidencias que puedan encontrarse entre este y sus otras criaturas.

Dicho aspecto, notablemente distinto del de las demás voces oblicuas, justifica que nos hagamos la pregunta de qué le esperaba a Silvestre si la labor de su creador no se hubiese interrumpido en 2008. Con los exiguos elementos a nuestra disposición, cabe pensar en una nueva vuelta de tuerca en el engranaje de la heteronimia, maquinaria productora de subjetividades. Silvestre constituye un embajador del otro en el yo, un umbral donde dos espacios en principio distinguidos se comunican o acaban invalidados como planteamiento binario. Los roces semánticos entre los apellidos del heterónimo y el ortónimo, Silvestre y Montejo, ‘selva’ y ‘monte’, podrían insinuar un parentesco, una emancipación incompleta. Ese furtivo juego de palabras suscita uno similar, ahora retrospectivo, que se remonta al origen de la cofradía de Puerto Malo: el catalán coll es un cruce azaroso de dos vocablos latinos muy distintos: collum y collis; por eso, puede significar ‘cuello’ —dentro de él se aloja la parte del aparato fonador humano directamente responsable de generar la voz, lo que se ajusta a las obsesiones de don Blas— y también puede significar ‘paso entre montes’ —collado en castellano—, así como ‘colina’, ‘montecillo’ o, más arcaicamente, montejo. La identidad como diferencia a la larga revela sus vaporosos andamios, y estos son lingüísticos. No ha de soslayarse que Eugenio Montejo fue un nom de plume asumido por Eugenio Hernández Álvarez como nombre legal en su madurez.

Nicholas Roberts sostiene que la escritura oblicua no establece “privilegios jerárquicos” entre los distintos personajes, y el ortónimo no hace sino insertarse en tal sistema (8). Pese a que los colígrafos parezcan organizados estrictamente como satélites que orbitan en torno a un cuerpo celeste mayor, tómese en cuenta que el maestro ha fallecido; es una entidad desintegrada, incapaz de respaldar las totalizaciones de un Logos trascendente, pues está hecho de fragmentos; se revela como voz entre otras, como centro que irónica y perpetuamente se deconstruye. Apunta a ello el astuto y risueño Montejo editor, quien, en el prefacio de 1983 a la segunda edición, insinúa tampoco reclamar para sí la posición de sol en su cosmología privada: “Antes que una biografía inútil, acaso El cuaderno de Blas Coll constituya la ilusoria tentativa de un arte poética. Pero no me atrevo a negar su existencia, como no osaría afirmar rotundamente la mía”.

Dicho sin oblicuidades, una vez más: si algún ser poseemos, este depende del lenguaje, donde los signos siempre posponen su significado definitivo bajo el efecto de los signos que los rodean o bajo el de otros signos que se ausentan de los enunciados para que editemos, con fantasmagórica exactitud, los perfiles del universo. Somos el significado que aún nos aguarda en todo lo que expresamos. Somos la promesa incumplida de nuestros discursos. Somos una incesante otredad.

Notas

1 Fragmentos selectos de la “Introducción” a la Obra completa de Eugenio Montejo, A. López Ortega, M. Gomes y Graciela Yáñez Vicentini, eds., vol. I, Valencia, Esp.: Pre-textos, 2021.

2 Montejo, OC, vol. II, pp. 495-503.

3  Nicholas Roberts, “¿Quién es el autor?: Eugenio Montejo y las voces nodales de la escritura oblicua”, Revista Aleph, núm. 182, 2017, p. 25.

4 Arturo Gutiérrez Plaza, “Ecos de voces montejianas en una caja de resonancia triangular”, Revista Aleph, núm. 182, 2017, p. 60.

5 “Al fin de todo”, OC, vol I., pp. 322.

6 Alfonso Reyes, El deslinde, México: F.C.E., 1983, p. 50.

7 Renato Poggioli, Teoria dell’arte d’avanguardia, Il Mulino, 1962, p. 51.

8 Nicholas Roberts, op. cit., p. 31.