Por ALÍ REYES HERNÁNDEZ
Para Alí Rafael Reyes, mi padre
Pulsé la tecla play, del magnetófono Ferguson Electronic de bobina descubierta.
─Listo. Ahora sí. Iniciemos por vuestra infancia. ¿Quién de vosotros comienza?… Bien, adelante.
─Con respecto a nuestra infancia ¡Guauu!… Cuando te decimos que nuestra infancia fue feliz, ten por seguro que no hay nada de retórico en ello. Éramos unos indiecitos que tenían a su disposición la Naturaleza en pleno. Nuestro trabajo consistía en explorarla, estudiar la rutina de los animales, sus madrigueras, los senderos que recorrían, dedicar horas a nadar y a pescar o tratar de obtener la mejor verada para fabricar las flechas más precisas, y ayudar a construir la curiara o canoa familiar. Una infancia donde cada día traía algo nuevo. Por supuesto, la muerte para nosotros no era algo abstracto, y el mejor ejemplo eran esas eternas noches en que, atisbando la luz de las antorchas, entre la maya del chinchorro, llegábamos a escuchar los rugidos del jaguar. En algún momento llegué a orinarme. No obstante, y, en resumen, creo que vivimos la infancia que todo niño hubiese querido para sí.
Natalicio hizo una pausa. Su hablar era como del que sopesa cada palabra antes de expresarla. Al principio pensé que eso se debía al manejo de otro idioma, pero resulta que lo dominaba a la perfección, así que, sin duda, se debía a la proverbial taciturnidad de los indígenas. Prosiguió.
─Un recuerdo especial, eran esas noches cuando la claridad temblorosa de la hoguera se reflejaba en la cara de los ancianos que nos contaban historias. En alguna ocasión nos habían dicho que el mundo era más grande de lo que imaginábamos, pero como no podían darnos más detalles, siempre creíamos que se limitaba al horizonte azul de la selva. Hasta que una tarde, una partida de muchachos, estábamos de correrías muy lejos de nuestro nuevo vivaque –cada cierto tiempo recogíamos todo y nos mudábamos a otro sitio– cuando, entre la jungla, divisamos un claro con árboles frutales, matas de banano y arbustos de mandioca o yuca, y en el centro estaba una choza de bahareque. El conjunto se apreciaba en total abandono, maleza entre los árboles y una casita semiderruida. Nos acercamos sigilosos y a Antenor y a mí nos tocó verificar si había alguien en la casa.
─La puerta estaba hecha de varas amarradas con fibras vegetales y caída de sus goznes, lo que le daba un aspecto de cortina desmantelada. Al asomarnos oímos las alimañas que estremecían la hojarasca. Podía tratarse de iguanas o varanos. Gracias a unos rayos transversales que se filtraban por el techo de palma y entre los terrones y las varas se apreciaban minúsculas motas de polvo suspendidas en una suave penumbra, que hacía ver el interior de la casucha más triste aun que si estuviese invadida toda por las tinieblas.
─De inmediato avisamos que se podía entrar al conuco, pero nosotros no pudimos dejar de explorar la choza, pues tenía ese encanto misterioso de los paisajes en abandono. Algunas calabazas o totumas agujereadas, cascajos de antiguas tinajas, restos de viejas esteras. Nos acercamos al antiguo fogón; debajo de él estaba un amontonamiento de cenizas y al lado había un atajo de leña en desorden. No le hubiese hecho caso, pero la tenue luz, al filtrarse, hacía que brillaran unos destellos. Le pedí a Antenor que me ayudara a remover los leños en previsión de que una serpiente estuviera tomando abrigo entre los palos.
Natalicio volvió a hacer una pausa y me di cuenta que el movimiento del local era un rumor lejano. El silencio era tal que se podía captar el siseo de la cinta. Hasta que fue roto con una exclamación que le hizo brillar los ojos.
─¡Allí estaba! Nunca habíamos visto algo parecido. Era una guitarra. Estaba cubierta por la ceniza, pero al pasarle la mano y ser tocada por un rayito de atardecer se descubrieron los dos tonos de su madera, la tapa clara, las cuadernas y la parte de atrás rojiza. El dibujo alrededor del hueco lo hacía ver como el centro de una estrella de cinco puntas –tiempo después llegamos a ver una película de Gardel donde aparecía con una guitarra de un diseño similar–, el mástil estaba en buen estado, pero la caja tenía algunos quiebres, además del óxido del clavijero. Por fortuna, tenía sus cuerdas completas.
─Los muchachos nos llamaron para que les ayudáramos a cargar los bananos y las mandiocas. Ninguno de ellos supo explicar qué cosa era la que habíamos hallado. Lo que sí me dijeron era que dejara ese cachivache allí y que los ayudara a cargar la comida. Casi nos vamos a los puños al manifestarles que me llevaba el cachivache así no transportara más nada. Al fin desistieron –yo tenía fama de ser un buen luchador– y la guitarra duró un buen tiempo guindada en el techo de la troja. Unos sospechaban que era una herramienta de los chamanes para llamar a los espíritus. Yo llegué a pensar que se trataba de una maraca gigante en vista de que, al introducirle semillas y agitarla, estas duplicaban su sonido. Aunque Antenor estaba seguro que se trataba de un tambor de madera debido a los sonidos tan variados según se golpeara a la orilla o al centro de la caja. Pero quedaban muchas incógnitas, por ejemplo, el material tan extraño de las cuerdas.
Hizo una nueva pausa para tomar un sorbo de vino y aproveché para ver el reflejo que los espejos devolvían de nosotros tres en medio de un ambiente tan aristocrático. Sin duda, había sido acertada la elección de este sitio. El local más famoso de la carrera de San Jerónimo y, quizás, el de todo Madrid. La comida había sido excelente y el vino, ni se diga. ¡Con una cuenta tan abultada no faltaba más! Pero había valido la pena, pues yo trabajaba para la revista de farándula más famosa de habla hispana y mis entrevistados me estaban proporcionando detalles no descritos en ninguna de las entrevistas que había revisado.
─¿Cómo fue entonces que descubristeis que esa cosa era una guitarra?
─Eso lo supimos después de descubrir también al hombre blanco. Disculpa si la expresión suena un poco a novelita western, pero es la mejor forma de describir la diferencia entre el criollo y nosotros. Se trataba de un grupo del ejército brasileño que estaba haciendo unas mediciones limítrofes de la zona. Nunca habíamos visto hombres tan blancos ni tampoco hombres tan negros, trasladaban sus enseres sobre mulas (primera vez que veíamos esos animales) y por algún tiempo llegamos a pensar que para reunir la condición de blanco o criollo había que vestirse con el uniforme de kaky que por ese tiempo usaba el ejército del Brazil.
─El grupo, por medio de un intérprete, entabló comunicación con mi padre y los ancianos de la tribu, y a nosotros se nos permitió ir al “campamento de los blancos”, y fue así como conocimos a Fabiano, un topógrafo que tenía una guitarra. Nos sorprendimos al verla, pero más aún cuando la tocó. Cantaba y se acompañaba. No teníamos ni idea de lo que decía. Debo recordarte que las frases en portugués que manejábamos eran cosas como bon dia o que é isso y Muito obrigado, no obstante, sentíamos que los sonidos que salían del instrumento eran un lenguaje que solo podía ser captado por el alma humana y que si bien habíamos estado errados acerca de lo que era el instrumento, no nos habíamos equivocado al sospechar que se trataba de una caja sonora para llamar a los espíritus. ¡Eso era Magia!
─Al día siguiente nos presentamos en el campamento con nuestra guitarra. Trabajábamos ayudando a los que hacían las picas para las señalizaciones y a las partidas de caza. A cambio nos enseñaban el idioma y nos daban muchos alimentos para nuestra familia pero, sobre todo, pasábamos la noche golpeando la encordadura de la guitarra para aprendernos los tonos. Cuando terminaron su trabajo, insistimos ante nuestro padre para que nos dejara ir con ellos. Creo que papá, con la sabiduría que dan los años, comprendió que la música nos había hechizado y que no la íbamos a abandonar hasta hacerla parte de nuestro ser. Por eso tomó la salomónica decisión de que la familia acompañaría a los criollos hasta donde pudiésemos aprender más con la guitarra o hasta que se nos pasara esa “fiebre de temporada” además, por principio éramos nómadas. ¿Por qué no dar un viaje “al pueblo del hombre blanco”?
─Estuvimos a la zaga del destacamento, hasta que salimos a los asentamientos rurales, de allí en adelante nos separamos de ellos y comenzamos a trabajar en la recolección de las cosechas. Así fue como comprendimos el valor del “dinero”. Entre mis hermanos y mi padre éramos más de una docena así que, cuando aprendíamos bien la técnica, le caíamos a las parcelas como hormigas selváticas, en especial nosotros, que no veíamos la hora de salir para volver a aporrear por turno la guitarra. El trabajo era arduo y mal pagado, no obstante, además de la música había tantas cosas por descubrir que de forma permanente estábamos deslumbrados, la primera visión del mar, canciones que salían de un cajón (el tocadiscos), casas con la luz del sol trasladada a la noche (la energía eléctrica), casitas rodantes (los camiones). ¡En fin!
─¿De qué año estáis hablando?
─Eso fue en 1932 y, como te digo, fue una temporada donde deambulamos mucho y en algunos momentos no había suficiente trabajo. Pero en Rio Grande do Norte nos topamos con unos guitarristas callejeros y quedamos extasiados. En consecuencia, nuestro padre sacrificó parte de los recursos familiares para procurarnos otra guitarra usada. Luego nos vimos en la necesidad de separarnos del grupo, pues nuestra rutina de trabajo cambió cuando nos convertimos en guitarristas callejeros. Entonces, echando mano de una economía monástica, fuimos reuniendo valor para tocar en los cafetines, los bares, ferias y circos. Creo que la gente nos daba una que otra moneda, más por lástima que por admiración.
Su risa silenciosa era discreta en sus labios, pero ¡cómo brillaba en sus ojos!
─Cuando fuimos a Río de Janeiro, era porque ya habíamos mejorado la técnica y nuestro repertorio era más variado. Así que latinizamos nuestros nombres (los anteriores eran Mussapere y Herundy), confeccionamos unos avíos con plumajes coloridos y nos denominamos como nuestra tribu, Los Indios Tabajaras.
─El caso fue que para nuestra propia sorpresa el largo esfuerzo comenzó a dar su fruto pues, aun estábamos aprendiendo a leer ─por cierto, todavía devoramos los libros como si se fuesen a acabar pues es la forma directa de alimentar la memoria personal, a partir de las experiencias ajenas─ cuando empezamos a ver nuestros nombres en el periódico. ¡Llegamos a tener esos recortes en nuestro equipaje, hasta que se deshicieron!
Ahora intervino Antenor.
─Creo que lo que más nos ayudó al principio ─y todavía es así─ fue el sentido del humor de Natalicio, del que echaba mano para que la gente no reparara en nuestras faltas como músicos y se riera con las bromas que intercalaba entre pieza y pieza.
─Dadme un ejemplo por favor.
─Estando en Estados Unidos llegó a comentar algo como “Dicen que mi inglés no es muy bueno pero… ¡A los japoneses les encanta!”. O la vez que estábamos en Italia… ¿Te acuerdas, Natalicio?
─¿Recuerdo qué?
─¡Lo del embajador!
─Ah… era en Roma
─Bueno. El asunto fue que nos enteramos de que el Embajador de la República de la India estaba en uno de los balcones presidenciales y al terminar un set latinoamericano Natalicio dijo algo como “Tenemos el honor de la visita del embajador de la India con su familia. ¡Un aplauso para ellos! Por cierto, le voy a pedir el favor de que al final de la presentación me espere porque, en vista de que Cristóbal Colón estaba equivocado, estamos interesados en ver a un verdadero indio con certificado de origen”.
─Precisamente, antes de que me habléis de sus giras internacionales, quisiera volver a la parte histórica. Entendiendo que en vosotros se desarrolla la historia de la civilización occidental en pequeño.
A lo que Natalicio replicó con su amplia sonrisa.
─A propósito. No sé quiénes se interesan más en nosotros, si los músicos o los antropólogos.
─En efecto, Natalicio, esa es mi inquietud, pues todo lo que me habéis contado no explica todavía lo que los grandes académicos han comentado acerca de vosotros, cuando afirman que infunde respeto la disciplina requerida para hacer la versión de “El vuelo de la Mosca” de Jacob Bittencourt o la adaptación a guitarra que hicisteis del Nocturno Opus 9 para piano de Chopin o la Ronde des Lutins para violín de Bazzini, y qué decir de los contrapuntos que han hecho de las complicadísimas fugas de Bach. Incluso, aquí en Madrid, donde los críticos suelen hacer añicos a guitarristas notables, vosotros habéis tenido un éxito que se resume en ese titular de primera plana “La Historia se invirtió. Ahora son unos indios los que conquistan España”.
Esta vez fue Antenor quien me atajó.
─Por supuesto, esto es algo que nos da mucha alegría, pero, en toda nuestra carrera la mayor satisfacción profesional que hemos tenido fue en 1958, cuando estábamos en Nueva York y logramos contactar una cita que estaba concebida como un breve compartir con una sola persona; pero el compartir se fue convirtiendo en una presentación, al punto que el anfitrión decidió hacer unas llamadas y cancelar los compromisos que tenía esa noche para dedicarse a oírnos. Se trataba, nada más y nada menos, que de Andrés Segovia, el artista que elevó la guitarra a la categoría de instrumento de concierto. El caso es que tocamos para él por más de dos horas.
La sonrisa de satisfacción de Antenor era tan radiante y a la vez tan discreta como lo puede ser una huidiza luciérnaga. En ese momento, se apersonó el sommelier para escanciar una botella y aproveché para aclarar más lo que les había planteado.
─Contadme de ese salto a la música académica.
Antenor volvió a responder.
─Nuestro período de aprendizaje ha sido largo, de hecho. ¡Todavía estamos aprendiendo! Por mucho tiempo trabajamos en cervecerías, pero en las tardes íbamos al cine, pues las películas eran una forma de conocer más de ese mundo que de continuo estábamos explorando. Fue precisamente allí donde vimos un film acerca de Frédéric Chopin. El hechizo fue tan grande que al día siguiente compramos un primer disco de clásicos y no hemos dejado de coleccionarlos. Pero también comprendimos que abordar esta música no era como hacerlo con la popular. Estaba claro que si queríamos emprenderla con la clásica, teníamos no solo que doblar las horas de ensayo, sino también estudiar música en serio. Lo cierto es que el costo era inmenso. Por un tiempo lo discutimos, pues teníamos en cuenta que tendríamos que desaprender para aprender de nuevo.
─Si hay algo que uno comprende con los años es que los atajos tienden a hacer más largo el sendero. No sé hasta qué punto la falta de música de nuestra niñez fue también un aliciente para emprender la tarea con tanta disciplina y pasión. Aunque debo reconocer que hubo un incidente que nos convenció. Pero pasaron años antes de colocar piezas clásicas en el repertorio.
─Me consta que es un sonido excelente. Pero decidme: ¿cuál fue ese “incidente” que os decidió a estudiar la música de manera formal?
Esta vez fue Natalicio quien respondió.
─Precisamente cuando nos debatíamos en el dilema de volcarnos o no a la música clásica. Nos presentamos en un local de Sao Paulo donde el maestro de ceremonia nos presentó con algo que, ahora que lo veo en frío y a la distancia, reconozco que era totalmente cierto, pero en ese momento me cayó como un balde de agua fría en medio de un profundo sueño. Sin embargo, gracias a eso –todo hay que decirlo– fue que nos dedicamos a aprender. Pues bien, la presentación, fue algo así: “He aquí unos indios ignorantes de la teoría de la música pero que, a pesar de eso, la hacen sonar de maravilla”.
*Antenor y Natalicio Moreyra Lima, “Los Indios Tabajaras”, tuvieron una trayectoria artística de más de cuarenta años que los llevó a hacer giras en Suramérica, Norteamérica, Europa y Japón. Además de su obra clásica, se les recuerda por sus versiones para guitarra del cancionero popular y folklórico internacional, algunas grabadas en los idiomas originales ─dominaron seis lenguas, además de la materna─. De ellos, La RCA Víctor publicó diecinueve Larga duración, de los cuales los más reconocidos son “María Elena”, “Amapola”, “Always in my heart” “¿Por qué eres así?” y “Casually Classic”.