Por SERGIO RAMÍREZ
Hay biografías de hombres de Estado que se escriben desde la cocina del poder, como esta de Antonio Ledezma sobre la vida de Carlos Andrés Pérez, y entonces el lector puede acompañar al autor en una exploración íntima que va más allá de los documentos oficiales y de los periódicos de la época buceados en las hemerotecas.
Como lectores buscamos siempre un retrato del ser humano, de su intimidad, de sus debilidades y sus fortalezas, de sus cualidades y de sus defectos. Y qué mejor si ese retrato lo hace alguien que, como en este caso, estuvo siempre tan cerca del personaje; tanto que, cuando tras su muerte en el exilio en Miami en 2010, al fin su cadáver, sometido a litigio judicial, pudo ser repatriado a Venezuela un año después, fue Antonio Ledezma quien lo acompañó en el vuelo de regreso desde el aeropuerto de Atlanta.
He terminado de leer este libro, exhaustivo y detallado, que se ampara en múltiples fuentes, pero sobre todo en las propias percepciones del colaborador y del amigo, y en su propia memoria, y tengo ante mí a Carlos Andrés Pérez, tal como yo lo conocí o logré entreverlo.
Me cuesta creer que se vaya a cumplir este año un siglo de su nacimiento, y no hay otra fecha más propicia para rendirle este homenaje, que es también una rendición de cuentas de su vida, juzgado por distintos testigos que el autor trae a estas páginas y que dan cuenta de su larga trayectoria en la vida pública, pero que también enseñan mucho de su vida privada; y, como pensaba Balzac, la historia privada es la historia de las naciones.
Antonio Ledezma me devuelve la imagen de Carlos Andrés Pérez, sobre todo, como la de un hombre de pensamiento y de acción, dedicado su vida entera a la política, casi desde niño; entrenado, desde abajo, escalando posiciones dentro de la maquinaria del partido Acción Democrática; encumbrado desde muy joven en posiciones de poder, al lado de dos presidentes, Rómulo Gallegos y Rómulo Betancourt; conspirador nato en favor del restablecimiento de la democracia y perseguido por la dictadura de Pérez Jiménez; exiliado largos años y periodista en el exilio; ministro de Estado en diferentes carteras, hasta alcanzar la presidencia de la república por dos veces.
Un hombre enérgico, incansable tanto en el trabajo en su despacho presidencial como en sus recorridos por todo el territorio de Venezuela, cuyo lema de campaña electoral fue una vez «El hombre que camina»; y, como Antonio Ledezma lo cuenta bien, siempre fiel a su idea de que, para descansar, mejor esperar al descanso eterno; mientras tanto, había demasiadas cosas que hacer.
Ese optimismo que raras veces lo abandona está resumido en la frase suya que está desarrollada en este libro: «Llueve y escampa». Para él, la política era eso: si te cae encima la lluvia del infortunio y de la derrota, un día escampará, y vendría el triunfo. Pero al final de su vida, ya no le escampó, a pesar de todo su optimismo, de sus agallas y su disposición a la pelea.
Y no podemos dejar de verlo sino como una figura trágica, porque al final de esa carrera fulgurante lo que le aguarda es el abismo. La caída, la pérdida del poder, la condena judicial, la cárcel, la expulsión de las filas de su propio partido, el abandono de parte de muchos de sus viejos colaboradores, las decepciones más amargas, la pobreza y el exilio final, en el que muere, en la cama de un hospital en Miami.
Su figura recuerda en mucho a la del rey Lear, derrotado por sus propios juicios equivocados, por su exceso de confianza en la lealtad de otros, descuidado de las traiciones palaciegas.
Las tragedias políticas se sellan con errores de juicio que sólo se advierten ya tarde, cuando son agua pasada. Y él llegó a reconocer como una equivocación capital el haberse vuelto a presentar como candidato a la presidencia en 1988, en vez de dar paso a otra figura de relevo que encarnara el cambio generacional dentro de las filas de Acción Democrática, un viejo partido fundacional que llegó a tener una estructura sólida, pero que nunca dejó de ser dominado por los viejos patriarcas, reverenciados, escuchados y temidos; él mismo, al final, uno de ellos.
Hay una brecha que se abre, ominosa, entre los dos periodos presidenciales de Carlos Andrés Pérez, el primero, que comienza en 1974, y el segundo, interrumpido por su destitución en 1993. Su presidencia inicial es la del reformador, que aprovecha los cuantiosos recursos naturales del país para impulsar programas de gran envergadura, social y cultural; nacionaliza los recursos petroleros, expande la producción petroquímica y la generación hidroeléctrica y coloca a Venezuela en el plano internacional como un actor de primera línea, no solo en la política latinoamericana, en la cual adquiere un importante liderazgo, sino también mundial.
Para su segunda presidencia, aunque vuelve a ganarla en base al capital político de su enorme popularidad, los tiempos habían cambiado, y el concepto del papel del Estado en la economía también. Las realidades son otras ahora, y poco a poco irán emergiendo a la superficie: la caída de los precios del petróleo y el crecido endeudamiento externo del país imponen ajustes, severos e impopulares, ante los fantasmas de la inflación y la devaluación. Y ahora se trata de privatizaciones, como antes de nacionalizaciones.
El Fondo Monetario Internacional aparece de por medio, y hay que pagar un alto costo de profundas repercusiones políticas por el programa de ajustes. Entre otras cosas, congelar los salarios y subir el impuesto de la gasolina, más barata siempre en Venezuela que el agua embotellada, rompían con la inveterada creencia, toda una mitología social, de que el petróleo era de los venezolanos y por tanto debía ser prácticamente gratuito.
En 1989 llega lo impensable para un hombre que basaba su poder en el respaldo popular, cuando se da el Caracazo, un estallido social que lleva a miles a las calles en demostraciones populares que terminan en saqueos. Al ser reprimidas violentamente por el ejército, que recibe el mandato presidencial de salir de los cuarteles a restablecer el orden, al haber sido avasallada la policía, ya el discurso oficial se vuelve ineficaz para contener el descontento, y la voz presidencial resulta debilitada.
Pero aquella no era solo una rebelión contra políticas económicas impopulares, sino contra un sistema que se había agotado, y el establecimiento político no terminaba de advertirlo. Era el anuncio de que el Pacto de Puntofijo, el acuerdo de gobernabilidad firmado en 1958 tras el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez por las dos fuerzas fundamentales, los socialdemócratas de AD y los socialcristianos de Copei, había llegado a su fin.
Como consecuencia vendrán en 1992 dos intentos de golpe de Estado, el primero protagonizado por el teniente coronel Hugo Chávez, y aunque ninguno de ellos resulta exitoso, y Carlos Andrés los enfrentó con energía y decisión, demostraron las fisuras del sistema, que ya hacía agua. Por mal que lo quisiera, él se convierte en el enterrador de aquel pacto, que había funcionado a lo largo de más de cuatro décadas. Y este papel es parte también de la composición de su figura trágica.
En 1993, tras su inhabilitación para seguir ejerciendo la presidencia, acusado de malversación y peculado, eje de la trama para sacarlo del poder, Octavio Lepage lo sucedió como presidente interino por muy breve tiempo; y cuando dejaba el cargo se despidió con un discurso que aparece citado en este libro, en el cual advertía que el Pacto de Puntofijo había llegado a su fin, y era la hora de la renovación y el cambio:
“Esa verdad es verificable y quien pretenda ignorarla nada tiene que buscar y debería ser puesto a un lado por la marcha incontenible del país hacia adelante que se plantea un cambio político, económico y social”.
Ya era tarde. El líder socialcristiano Rafael Caldera, en cuya casa se había firmado el pacto en 1958, gana las siguientes elecciones de 1993, pero lo hace desde fuera del sistema, apoyado por una abigarrada alianza política bautizada como «el Chiripero», y lejos de las tiendas de su propio partido que lo expulsa de sus filas. Y es él quien concede indulto a Hugo Chávez, preso por sedición, abriéndole así las puertas del poder.
Copei, igual que su viejo adversario AD, ya entraba en crisis final, cuando en la campaña de 1998, ante la desesperación de poder derrotar la candidatura de Chávez, que de golpista se había convertido en héroe popular, dio su apoyo a una antigua reina de belleza, Irene Sáez, alcaldesa de Chacao, ya sin capacidad de presentar candidato propio.
Carlos Andrés Pérez no se rindió nunca ante las adversidades que lo abrumaban, y en medio de su fin trágico no dejó de dar la pelea; y gracias a ese tesón de resistencia le escampó por última vez, cuando metiéndose entre los escollos de las causas judiciales en su contra, se presentó en 1998 a candidato como senador por su estado natal de Táchira, en la casilla de su nuevo partido, Apertura, y resultó electo. Pero tras el triunfo presidencial de Chávez en diciembre de 1999 vino casi enseguida la convocatoria a la Asamblea Constituyente, volvió a presentarse a la diputación, y ya no obtuvo el escaño, a pesar de su gran caudal de votos, porque las nuevas reglas del juego electoral lo dejaron en desventaja.
En una entrevista de 1997 para el programa de televisión Primer Plano, conducido por el periodista Marcel Granier, Carlos Andrés, quien juzgaba ya inevitable el triunfo de Chávez, dijo de manera profética:
«Si gana Chávez, se avizora una dictadura y nosotros sabemos lo que es una dictadura. Aquí no habrá ley, derechos de expresión, las cárceles se abrirán para quienes no estén de acuerdo con ese gobierno, no se le permitirá a nadie disentir y todos los problemas se harán más graves aún».
La crisis de credibilidad del sistema político, el rechazo del electorado a ese viejo sistema lastrado por la corrupción y los desaciertos y el fracaso en lograr una justa distribución de la riqueza cimentada en los recursos petroleros daban paso a una figura mesiánica que llenaba el aire de promesas que, aunque demagógicas, generaban ilusiones. Y era tal esa crisis que haber encabezado un golpe de Estado fracasado, en lugar de un estigma, era frente a los electores un factor de prestigio, tanto como para que Chávez recibiera el 56% de los votos en las elecciones de diciembre de 1998.
Para Antonio Ledezma, el biógrafo de Carlos Andrés Pérez, hay un antes y un después en la lucha por la democracia en Venezuela Dirigente estudiantil y militante de Acción Democrática desde muy joven, fue electo diputado al Congreso Nacional por dos períodos, en 1984 y en 1989, y cuando Carlos Andrés llegó a la presidencia por segunda vez lo designó en 1992 gobernador del Distrito Federal, que comprendía la capital.
En 1994 es electo senador y ocupa la vicepresidencia de la cámara. En 1996 es electo por cuatro años alcalde del municipio Libertador de Caracas, y en 2000, tras aspirar a la presidencia de AD, abandona sus filas y funda el nuevo partido Alianza Bravo Pueblo.
En 2008 gana las elecciones de alcalde Metropolitano de Caracas, como candidato de la oposición unida, derrotando al candidato oficialista, y debe abrir una intensa lucha para que su triunfo sea reconocido por el régimen de Chávez, al punto de declararse en huelga de hambre.
Es electo de nuevo en 2013, hasta que en 2015 es apresado por el Sebin, la policía secreta, acusado de sedición por el gobierno de Nicolás Maduro, sucesor de Chávez en la presidencia. Tras su reclusión en la cárcel de Ramo Verde, recibe la casa por cárcel y logra fugarse del país en 2017.
Ahora en el exilio en España, donde ha escrito este libro, su propia vida y sus reflexiones nos recuerdan que la lluvia sigue cayendo sobre Venezuela, sin que aún escampe. Pero el sol termina siempre saliendo.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional