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Una experiencia invalorable/inolvidable

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“Luego de un par de semanas con los nervios de punta por la intriga de si había quedado o no, me llegó la buena noticia de que había sido admitido”

Por FRANK BRICEÑO PARADA

Estudié en el conservatorio Juan José Landaeta por dos años. Empecé en el 2006. El conservatorio quedaba en una casa, de ésas típicas que visten la avenida Río de Janeiro en Chuao, Caracas. Tenía dos pisos, en cada habitación se estudiaba una de las secciones que compone una orquesta (entiéndase, vientos, metales, percusión, etc.). También tenía una cantina donde todos los estudiantes nos reuníamos después de clases a compartir música nueva y nuestras experiencias estudiando ahí, y una sala donde hacían los recitales y conciertos. Para mí, el hecho de que la sede del conservatorio haya sido en una casa me resulta muy curioso y simbólico, pues el Juan José Landaeta fue para mí más que una escuela durante esos dos cortos años que estudié ahí —fue un hogar.

Más allá de los conocimientos musicales tan valiosos que adquirí, hice unas increíbles amistades con personas en unas trayectorias de vida muy altas. Por ejemplo, Kike, quien en esa época tocaba batería con Cirrus, con la cual habían recientemente ganado el festival Alma Mater de la Fundación Nuevas Bandas. O Melanie, quien curiosamente fue candidata al Miss Venezuela unos años después de haber estudiado ahí. Estudiar en el conservatorio Juan José Landaeta se sentía como que eras parte de algo grande y que, indiferentemente del rumbo que agarrara tu vida una vez que salieras de ahí, el haber pasado por sus pasillos te preparaba para hacer algo muy significativo con tu vida. La energía ahí era simplemente increíble.

De hecho, desde mi primer acercamiento al Juan José Landaeta durante el proceso de admisión, sabía que iba a ser una gran experiencia de vida. El proceso de admisión consistía básicamente de una audición. Había tanta gente esperando para hacer su audición, que la fila se desbordaba de la casa. Mientras todos esperábamos impacientemente nuestro turno y, a pesar de todos estar conscientes de que estábamos compitiendo unos contra otros para quedar ahí, había un sentido bien claro de comunidad, unidos por la pasión que todos sentíamos por la música. La audición en sí fue bastante aterradora, pues te sentabas en vivo frente a uno de los profesores del conservatorio, quien te planteaba melodías y patrones rítmicos en voz alta y que tenías que repetirle para que pudiera medir tu entendimiento y capacidad musical y ver en qué nivel posicionarte, o no. Luego de un par de semanas con los nervios de punta por la intriga de si había quedado o no, me llegó la buena noticia de que había sido admitido.

Mi primer año estuvo completamente enfocado en las temidas clases de Teoría y Solfeo, que eran en un sentido una extensión de los ejercicios que hicimos durante la audición —patrones rítmicos y melódicos que buscaban generarnos comprensión lectora musical e independencia. Por más pavor que estas clases generaban en mí y mis compañeros, en retrospectiva fueron muy valiosas, pues me dieron una base muy robusta que a lo largo de mi experiencia como músico —y como persona— me fueron muy útiles. No hubiera comenzado mi educación musical formal de ninguna otra manera.

Mi segundo año seguí con las clases de Teoría y Solfeo, pero a un nivel más avanzado (si mal no recuerdo, por cada uno de los once años que constituían el pensum del conservatorio, estas clases teóricas eran una constante de alguna u otra manera). Adicionalmente, comencé con clases de percusión, que era lo que realmente me interesaba, pues para ese entonces tocaba batería con una banda y mi sueño era vivir de la música, hacer giras, grabar discos, etc. Ahí conocí a Mauricio, mi profesor de percusión.

Mauricio era percusionista de la Sinfónica Nacional, por lo cual sobra decir que tiene un talento musical fuera de este mundo. Para mí, sin embargo, su mayor talento era como profesor. Sus métodos de enseñanza eran, por decir lo menos, poco convencionales y estaban enfocados casi exclusivamente en lectures. Lo menos que hacíamos durante clases era tocar alguna percusión y prefería delegarnos la parte práctica de la enseñanza como tarea. En vez, se enfocaba en ilustrar toda una cantidad de analogías, metáforas y conceptos —en storytelling— para transmitir sus enseñanzas. Este enfoque, a la larga y sin lugar a dudas, me ha dado una forma de ver la música —y la vida— de una manera particular que, de lo contrario, no la hubiera podido tener.

Por ejemplo, él hablaba del concepto de la pasta que, en pocas palabras, era tocar percusión de una manera tal que optimizáramos esa mezcla de sonidos y silencios que componen la música, maximizando así el peso de nuestra interpretación, enfocados especialmente en la consistencia entre las transiciones de los ritmos, patrones y secciones de una pieza musical. A lo mejor esta descripción puede no significar mucho para una persona que no es músico, pero para un músico probablemente sí. Ciertamente, para sus alumnos ese concepto nos resultó muy valioso.

También hablaba mucho de Venezuela y su composición cultural —blancos, indios y negros— y cómo incorporar la lógica de los blancos, representado por el redoblante; la espiritualidad de los indios, representado por los platillos, maracas, shakers y otros efectos percutivos; y la pasión de los negros, representado por las congas, bongós o toms (en el caso de la batería), es fundamental para ser un percusionista integral. Esta misma metáfora la extrapolaba al país en general, enseñándonos que esa integración cultural es fundamental para el éxito de Venezuela, infundiéndonos así también un profundo sentido cívico y patriótico.

Incluso, nos inculcaba a tomar clases de teatro y yoga, como una manera de expandir nuestro rango expresivo y nuestra mente, haciéndonos así mejores artistas.

Los otros compañeros de clase jugaban también un papel crucial en la clase, pues percusión era la especialidad más demandada en el conservatorio, de tal manera que quienes terminaban tomando la clase con Mauricio eran los mejores de los mejores y, en ese sentido, enriquecían muchísimo las discusiones. Recuerdo especialmente a Manuel, que era el baterista de la legendaria banda de rock venezolano, Tabako, y que también tenía una manera muy especial y única de ver la música.

Mauricio es verdaderamente un prodigio musical y educativo y, como dicho anteriormente, las lecciones que me dio trascendieron el ámbito musical, pues aun cuando hoy en día no veo la música más allá de como un hobby, sus lecciones me han quedado.

Por otra parte, probablemente no hubiera tenido la oportunidad de estudiar con una persona como él y en un sitio como el conservatorio Juan José Landaeta en primer lugar, si no hubiera sido por una persona como el maestro Abreu y El Sistema, lo cual para mí es el gran impacto que tuvo sobre la cultura venezolana.

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