Papel Literario

Una conciencia de arte latinoamericano (1990)*

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Por JUAN CARLOS PALENZUELA

Cuando estudiamos la obra de Alejandro Otero lo primero que llama la atención es su capacidad de renovación, su constante invención de un lenguaje artístico y, segundo, la calidad plástica y conceptual con las cuales logró resolver cada una de las etapas que se había propuesto.

Por esa razón Alejandro Otero fue un ser singular en la pintura y la escultura venezolanas. La calidad, la seriedad, la tenacidad, la fecundidad y la apertura que promovió su obra ha sido de tal magnitud que le otorgaron justa proyección latinoamericana. Por su trabajo, podemos considerar a Alejandro Otero como uno de los ejemplos máximos de artista latinoamericano, capaz de entender este nuevo mundo, reinventarlo y proyectarlo.

Alejandro Otero provenía de un pequeño pueblo del estado Bolívar. En 1939 viajaba a Caracas y se inscribía en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas que dirigía el maestro Antonio Edmundo Monsanto. Allí se formó una generación que renovaría la plástica venezolana. Esta tenía como corrientes dominantes las siguientes: la Escuela de Caracas, que practicaba el paisajismo posimpresionista y cuyas personalidades eran profesores de la Escuela y además se turnaban en la dirección del museo; la pintura académica, con influencia del arte español y el decimonónico salón de artistas franceses y, por último, la tendencia figurativa inspirada en el ejemplo del muralismo mexicano y las expresiones modernistas latinoamericanas.

Entre esos campos se formó la generación de Otero. Cuando él egresó de la Escuela y tuvo oportunidad para viajar al exterior, no escogió ni México ni Madrid: se fue a París. Entre sus compañeros tuvo desde un principio don de líder. Cuando regresó de Francia traía una exposición, Las cafeteras, con la cual se iniciaba un nuevo capítulo de la pintura en Venezuela. A partir de ese preciso y precioso momento, Otero comenzaba a cambiar el curso de nuestra tradición artística y revelaba que, además de inteligencia y sensibilidad, el sentido del riesgo creador estaría en sus actos cotidianos de artífice de otras realidades.

Las cafeteras son el inicio de la madurez del artista. Estaban inspiradas en el ejemplo de Picasso. De la descomposición de la cacerola, surgía una serie de líneas, espacios de colores, vacíos y materias que pronto se reordenaron en una limpia caligrafía pictórica, en líneas inclinadas o verticales, en un color apenas sugerido, en Líneas coloreadas sobre fondo blanco.

Estas conducen a sus cadencias Collages ortogonales (de 1951), en las que definidas líneas de colores recrean la cuadrícula y rinden tributo a Mondrian, el otro genio por cuyos dictados debía pasar todo el que aspirase a confrontarse en un tiempo contemporáneo. Los colores primarios y líneas negras tomaron expresión en unos tablones alargados en los que variaba su composición y tono. La geometría y el color creaban nuevas formas y colores; oposiciones y armonías plásticas. Otero había formulado la serie de los Coloritmos y ya no quedaba duda del carácter original de su personalidad.

En los años cincuenta el arte geométrico tuvo singular importancia en Venezuela. Para la fecha Carlos Raúl Villanueva construía la Ciudad Universitaria de Caracas y decidió hacer de ella un museo al aire libre. En los jardines, plazas, fachadas y pasillos se dispusieron murales y esculturas de Léger, Arp, Calder, Vasarely, Pevsner y Laurens, entre otros convocados junto a los entusiastas jóvenes de la generación de Otero. Él y Jesús Soto, la otra gran personalidad artística del país, tendrán en la Ciudad Universitaria obras relevantes en su trayectoria de creadores.

A comienzos de los años sesenta, Otero replanteó su discurso artístico. La tradición de la pintura volvía a manifestarse en sus Monocromos, donde pincel y materia sugerían ritmos, expresividad y objetivos de la obra. La forma y el color concluyeron su ciclo ante la inmensidad de la nota blanca. Esto condujo a los objetos puros y las superficies blancas. La siguiente etapa, de mediados de los sesenta, constituida por relieves y collages, tuvo mayor cuota de influencia en los nuevos realistas franceses. Otero recogía humildes objetos para evidenciar entre mundos oníricos y tiempos de soledad su permanente don para hacer imágenes visuales.

Y de pronto, a finales de los sesenta, Otero experimentaba con otros materiales y otros lenguajes; revisaba su ser y su potencialidad; diseñaba columnas y discos, medía vientos y tormentas, tomaba conocimientos de la ingeniería y otras ciencias, exigía la mirada del peatón y de todos los que transitaban por la calle. Surgían estructuras en hierro y aluminio, rotores, alas, verticales, algo inclinados, torres y vibrantes.

Entonces decía el propio artista: “Yo apenas me propuse explorar la ‘actividad’ en términos sustantivos: como quien levanta el dedo humedecido para tantear la presencia del aire. Y lo que tuve a mi alcance fueron unas torres de hierro, unas máquinas elementales portadoras del sueño que estaba soñando. Y las subí lo más alto que pude, y las desgrané en cascadas diminutas de empañados espejos para detectar estrellas. Y el metal respondió tornándose refulgente y amoroso a todas las luces. Y se quedaron así, vástagos de locura donde el espacio y la luz y el viento ‘suceden’ para nosotros. Pero esas torres, tejedoras del encaje sin fin de la noche y el día, tienen el defecto de solo ser para el momento de la transfiguración”.

El espacio, a entender de Otero, es uno de los temas propios de la época. Para el artista el espacio puede ser “palpable a los sentidos”. Así lo concretó con sus esculturas, especie de poesía visual, arte urbano y antenas para una comunicación aún no codificada.

Todos estos últimos años Alejandro Otero se dedicó a desarrollar sus esculturas, su monumental fragilidad y transparencia; sus nexos con alta tecnología que resolvería problemas específicos para poder ejecutar la obra.

Sus volúmenes fueron no tanto torres cilíndricas de quietas líneas o discretos giros internos, como estructuras en el espacio-real, cuerpos en movimiento vertiginoso, aspas espaciales, cuadrados interactivos; homenajes al sol, a Leonardo y a León Bapttista Alberti.

Para fortuna de Otero, su labor de investigación artística encontró un aliado decisivo en la computadora. Su experiencia de arte con los equipos y personal de la IBM culminó un capítulo de su trayectoria y enriqueció un patrimonio cultural. La relación con los técnicos y científicos fue natural y totalmente comprensible. Es como si ambos elementos estuviesen esperando la cita para hacer la unión más oportuna.

El mismo artista explicaría: “Solo he usado la computadora como un instrumento, como una mano sabia y exacta capaz de convertir los esquemas dimensionados de algunas de mis esculturas en las obras mismas, mostrándola por todos sus ángulos y distancias, con todo detalle, como si existieran realmente. La verdad es que las realiza, pero en términos distintos a los que estamos habituados a percibirlas, es decir, como objetos tangibles, funcionando en conjunción con el sol, el viento, la intemperie”.

Y sobre el valor de esas obras “en pantalla” (sobre las que, además, existe un libro que las rescata y les da permanencia), dijo Otero: “Pero la máquina no se limita a mostrar ‘imágenes’ o aspectos de ellas, sino que al diseñarlas dimensionadas propone el proyecto completo de las obras. Siguiéndolo, es posible construirlas, aunque su autor no estuviese presente. Lo que aparece en el monitor es la escultura y no admite alteración alguna”.

En consecuencia, esas palabras más que un testamento son una declaración de fe en el futuro, su saludo al porvenir, la convicción de poder estar presente en los próximos siglos, la creencia en los poderes comunicativos del arte y la certeza de que la ciencia también puede permitir la formulación de un lenguaje y una sensibilidad de arte.

Los títulos para cuando la ocasión sea el momento serán Abra solar, Semilla circular, Tea, Áurea, Delta solar, Orión, Torre solar, De dos en dos, Molino o Aro, entre otros. Por eso, también, la obra de Alejandro Otero siempre existirá, aunque ni él ni nosotros veamos esos soles.


*Publicado originalmente en el diario El Nacional el 14 de agosto de 1990.