Por ADALBER SALAS HERNÁNDEZ
Todos lo hemos vivido alguna vez. Por momentos pareciera que hay un concierto entre las cosas, un acuerdo fugaz que las vinculara y anudara, otorgándoles el don del habla. Los objetos, los fenómenos dicen, entonces; se dicen, inclusive, pero no con independencia, sino como una suerte de efusión coral, espuma toda de una misma marea: por momentos pareciera que una misma voz hilara lo que nos rodea.
Un poco como sucede en estos versos de «La familia», poema de Luis Pérez Oramas incluido en el volumen Prisionero del aire:
El mundo se mueve por murmullos
no por fuerzas ni energías
no por cósmicas tragedias
ni por la voz de dios ni por celadas.
El mundo se mueve por murmullos: no solo lo que decimos y nos decimos en voz baja, no solo la historia que va de mano en mano y de boca en boca, sino también su adición neta. El mundo en rotación por obra y gracia de la suma de sus voces minúsculas. No la voz de dios, declara el último verso de este pasaje, sino una fila de incalculables hormigas susurrantes.
Para Pérez Oramas, la voz pareciera estar dotada de una existencia independiente de los hablantes. Recurren una y otra vez imágenes en las que la voz despunta como un alfiler, con la v y la z enganchándose a la piel cuando pasamos las manos por el verso. Voz desasida del hablante, con no poco de espectral, que avanza y recula, que recorre el mundo sin pertenencia. Tal y como la presenta la sirvienta anciana a Telémaco en unos versos de «El largo viaje»:
Deja entrar
la luz desde tu boca.
Ábrete entero,
que te anuncie
en el cuerpo su presencia
como miga de pan en la voz
dispersa de las voces
que te esperan.
Es un gesto del despertar: permitir que entre en la boca la luz que corta las amarras del día, dejarla ingresar en el cuerpo precisamente como miga traída por la voz, resplandor de la primera mañana traficado por ella, augurio fiel de todas las otras voces que aguardan a Telémaco.
Pero esta voz no tiene palabras. Es sonoridad en estado puro, resonancia sin vocablo. Exceso de lo indecible sobre lo decible, como declara Bonnefoy en L’autre langue à portée de voix: «La voix, c’est le surcroît de l’indicible sur le dicible. C’est le son des mots impliqué dans ce qui passe les mots» (1). Es el sonido de las palabras implicado en lo que está más allá de las palabras. Ese sonido siempre está por irrumpir, por rebasar las palabras que lo encarnan, que le dan forma. Es la primera materia acústica, aún sin tallar por el buril del aparato fonador, aún sin los tajos del alfabeto. Sonido que, en su empuje, supera lo dicho.
Una irrupción que se parece —por qué no— al despertar: claridad que deshace el abrazo de un dique que no vemos, pero que sabemos allí. Entrada súbita de una migaja que es destello y chispa, sin la cual nos resta un espesor como de bosque oscuro:
Oscuro es el día
y la voz inútil.
De nada servirán los animales sonoros
de la tierra
para escampar la fiebre
de tanto cuerpo desnudo:
la sombra de las cosas,
su interminable jauría
en las espaldas.
Me gusta frecuentar
la ligera fuerza de las voces jóvenes,
nombres cortos, puntuales, deseables
y el olor de ahumados panes.
Oscuro es el día de mi espera
y mi paciencia inútil.
Voy a quedarme solo, resoplando
como un caballo muerto.
Una risa franca quizás, de vez en cuando
la mano abierta
tratando de articular con el humo de mi aliento
ciertas preguntas.
Se trata del poema [descriptio], incluido por Pérez Oramas en La gana breve. No resulta ocioso notar cómo esta especie de autorretrato en solitario empieza justamente con la desesperación de la voz. Su inutilidad tan directamente declarada abre el poema y, con un mismo gesto, oscurece el día en un movimiento simétrico y opuesto al de la vieja sirvienta de «El largo viaje». La voz ya no inaugura la jornada, refractándose luego en las voces de los otros, como si se tratara de un río empeñado en la fabricación de deltas. Antes bien, las voces, en plural, son jóvenes y poseen una ligera fuerza, nada que las haga caudalosas.
Perdido su principio unificador, el paisaje sonoro del poema se disgrega y, con él, la existencia misma del yo que se enuncia en él. Las cosas ya no están organizadas en un orden, una sintaxis, sino que se han vuelto sombras apenas, acentuando la oscuridad del día. Y no solo eso: son interminable jauría, son indomeñables, salvajes, amenazantes. Los nombres ajenos son puntuales y cortos, contornos para una soledad que se anuncia como resoplido, como risa, como aliento inarticulado que deja en el aire un revuelo de pregunta. Nada de esto es la voz, inútil como la paciencia que la espera para que use nuestro pecho como caja de resonancia.
En sus justamente celebrados Cahiers, Paul Valéry anota: «Le point délicat de la poésie est l’obtention de la voix. La voix définit la poésie pure. C’est un mode également éloigné du discours et de l’éloquence, et du drame même, que de la netteté et de la rigueur, et que de l’encombrement ou bien de l’inhumanité de la description» (2). Al embarcarse en la insatisfactoria empresa de diferenciar la poesía de otras modalidades del lenguaje, Valéry termina por hallar ese punto de quiebre, esa frontera, en la voz. La obtención de la voz hace que la poesía se distinga de la alocución del personaje público y del parlamento del actor, así como de la descripción, del recuento, del inventario. Y este modo de concebir la voz ilumina en cierto modo la poética de Pérez Oramas. Es toda esta una trampa tendida para atrapar la voz. Como si la escritura se fuera haciendo poco a poco en la espera de que llegara esa fuerza acústica inhumana, auscultándola, lista para saltar y asirla.
Pero entonces, también, es una poética de la voz que ha huido. De la voz escurridiza, dolorosamente lejana, invariablemente aplazada. Una poética de la sed y del duelo, en cierto sentido, por la voz que no termina de derramarse en las palabras. Así, por ejemplo, el poema ecfrástico Claude Lorrain: «El sermón de la montaña», 1656, perteneciente a Gacelas y otros poemas:
Huera es la voz
en la montaña
con la espalda de luz
entre sus sombras.
Huera es la voz
tras el incendio
el viento, las tormentas.
Escasas son las manos
que te cubren
y huera la ceniza
tras la noche
que arropa la piel de tus rebaños.
La esperanza
de quien sube al filo del desierto
es huera
y la montaña un hueco sin fondo de muerte
limo de tarde para el sueño
de voz en Arcadia sin medida.
Huera es la luz
que de las ramas cuelga
como espiga
de silencio en la hondanada.
Vale la pena empezar por el óleo de Lorrain. En él contemplamos la escena bíblica desde lejos, a una distancia considerable. Numerosos pastores atienden a las palabras de Cristo, incluso hallándose al pie de la montaña o más remotos todavía. Como si la voz divina, la voz que hace cosmos, los pudiera alcanzar sin importar dónde se hallaran. Pero nosotros no escuchamos. Nosotros, al otro lado de la tela, estamos completamente sordos ante la palabra que revela, imbuida de sentido, desbordante de eso indecible que sobrepasa lo decible. Y esa distancia es insalvable.
Por eso «huera es la voz / en la montaña». La voz epifánica, capaz de ordenar el mundo, la que posee la calidad de un despertar, está vacía. Hueca por dentro. Perdida su potencia reveladora, también carece de poder para imponer concierto al mundo: es huera tras el incendio, el viento, las tormentas; ante el desierto, la montaña, la tarde que se desploma. Es huera la voz y, con ella, la esperanza y la luz. No es casual que la última palabra del poema sea hondanada, significativa variación sobre hondonada, tanto más eficaz hallándose justo al final del texto. La luz —a estos efectos, la voz— reducida a pender callada en la honda nada.
Ante la ausencia de la voz, ante su colgar en el silencio como ahorcado, con todo su peso áspero atraído por la gravedad, estos poemas solo saben responder dando cuenta de un movimiento de repliegue:
Han pasado unos días buenos
para toda la muerte, para todo el tiempo
amanecí diciendo nada me importa aquello que sea nuestro han pasado los días y me iré
me despediré de esta voz, de este candelero en la garganta.
Dedicaré mis cantos a la vida de adentro, la casa
la única ciudad que he conocido
a la escasa rinconada de mis amigos
al cercano golpe de playas de este cerro
plagado de otras vistas.
Este pasaje de un poema sin título, hallado en Salmos y boleros de la casa, dice de ese gesto apuntado hacia adentro. «Días buenos / para toda la muerte», aquellos en los que el habla es un fruto ingrato, cuando su candelero no enciende en la garganta, cuando el nosotros se quiebra porque no hay voz que lo hile e ilumine; días, en suma, que empujan a la interioridad. Y allí ocurre, cuando no hay nada nuestro, pasado el primer instante de soledad estrecha como un cuerpo sobre el nuestro —aquella soledad tan patente en [descriptio]— ocurre el hallazgo del otro: extraviada la voz unificadora queda, sin embargo, un canto menor, terco, irremediablemente concreto, como una mano extendida.
Un canto que toma ese repliegue, ese vuelco hacia el interior, y lo torna ademán apuntado hacia el afuera necesario del prójimo. Así, el apagarse de la voz se transforma en celebración de la vida de adentro, del hogar y las amistades, la ciudad natal, el mar y el cerro que lo rodean; paisajes que no necesitan de la voz divina, como la montaña del sermón evangélico, sino que simplemente están allí, repletos de sí, sin hambre de trascendencia. O lo que es lo mismo: sin necesidad de una voz que los eleve o justifique.
Es entonces cuando esta poética perfila su interlocutor: no desde una voz que englobe y abrace a dos sujetos, haciéndolos parte de un conjunto mayor; no una voz portadora de sentido, sino de esta otra voz, particular y menuda, que sirve como lazo que los une:
Puede ser el lugar la voz
donde otra voz se escucha
y pasa.
Así el poema «El lugar del ángel», de La dulce astilla. La voz única del otro pasa y se deja oír —y a su vez escucha—, para luego desaparecer. Pero, tras este encuentro, ninguna permanece idéntica a sí misma. Han quedado anudadas. La figura del lazo no es casual: la voz como espacio para la ligadura nos conduce, a su vez, a uno de los fragmentos de Gego: anudamientos: «Un nudo enlaza siempre una presencia con otra, que está aún por venir» (3). El nudo dice de la presencia que viene, aunque no se sepa aún cuál pueda ser. Así como el poema —ese otro anudamiento de sonidos y sentidos— se desentiende aquí de la megalomanía de la voz para conducir al otro, a su presencia, siempre a punto de llegar. O mejor: llegando interminablemente con cada nuevo lector.
La voz que le damos al otro —y que, en el caso de Pérez Oramas, es también el dolor de la voz que se ha escapado— lleva a cuestas los ecos de toda esa materialidad sonora que nos conforma: «Algo retumba en el nudo que hace nacer, para lo humano, al canto: el cuerpo como sótano de voces», anota más adelante en el mismo texto sobre Gego. Se trata de un habla que, como afirma Lévinas, crece y se amarra y se hace intrincada «dans la mortalité du moi, du fond de ma faiblesse»: en la mortalidad del yo, desde el fondo de su fragilidad (4). Ese «sótano de voces» resulta ser justamente esto, retazos y jirones de nuestra más íntima debilidad. Intransferible, sin duda, pero susceptible y deseosa de anudarse a la del otro. Y esto solo el poema lo puede lograr.
Es por ello que el poema que da título a Prisionero del aire puede ser leído como un ars poetica:
Prisionero de la voz
que escuchas cuando duermes
como el eco de tu lengua
en otra lengua
solo puedes buscar
lo que encontraste:
un golpe de sombra
leve y transparente en la sentencia.
[…]
Prisionero del aire
ahora estás en su silbido
que te aturde
y en la urdimbre callada de los tiempos
nada te sostiene:
solo la voz que te llama a caminar
sobre la espuma
solo el canto viajero que te anuncia
una pesca de nubes, milagrosa.
El tú del poema, habría que creer, es el mismo poeta: esa figura desdoblada que permite que el texto se vuelva un dispositivo de exposición y examen interior. A través de esta interpelación, toda una poética se confiesa: el sujeto al que se dirige el poema sigue siendo prisionero de esa voz que nunca ha atrapado, que no puede atrapar. Aún es llamado por ella, tentado por sus contornos huidizos que, de un modo u otro, se presentan como familiares: ecos de la lengua propia en la ajena. Pero todo queda en golpe de sombra, en encontrar lo ya poseído, en buscar lo hallado de antemano: la voz permanece lejana. En esa prisión de aire, ingrávida, que aturde, se encuentra esa otra voz, la que se hace canto y camino, la que se descubre pesca milagrosa, encuentro con el otro.
Cabría preguntarse: ¿por qué no escribir en busca de la voz? ¿Por qué no abrir el poema como fauces para que la voz entre en él, aunque le rompa los dientes? ¿Por qué no quebrar el lenguaje para que ingrese en él algo de esa sonoridad excesiva? La respuesta es simple: porque se trataría de otro poeta. La poética de Pérez Oramas se debe a la voz perdida, la que coloca una trampa que sabe inútil de antemano. Pero ese rastro, sin embargo, esa huella precaria provee a esta escritura de su materia. Es la osamenta, los músculos, el barro circulatorio mismo con los que Pérez Oramas da encarnadura a sus poemas. Cuerpo exacto que, desplegado sobre la página, nos es entregado en toda su singularidad. Mano que estrecha la nuestra.
1. Yves Bonnefoy. L’autre langue à portée de voix. Essais sur la traduction de la poésie. París: Éditions du Seuil, 2013.
2. Paul Valéry. Cahiers, tomo VI. París: Éditions Gallimard, 1997.
3. Luis Pérez Oramas: Gego. Anudamientos. Caracas: Sala Mendoza-Fundación Gego, 2004. Este pequeño libro de fragmentos en prosa con fotografías de la obra de Gego —diseño de Álvaro Sotillo e iconografía de Gabriela Fontanillas— puede ser considerado dentro del corpus poético de su autor.
4. Emmanuel Lévinas. Alterité et transcendance. París: Fata Morgana, 1995.