Papel Literario

Una caudalosa promesa

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Por LEONARDO RODRÍGUEZ

En memoria de Victoria de Stefano

Voy entre las páginas de El Tercer Reich y los judíos (1933-1939): Los años de la persecución de Saul Friedländer como en una fantasmagoría. ¿Está 1933, año final de la República de Weimar y de la llegada de los nazis al poder, tan cerca de 1939, el año en que el acoso estatal a los judíos en Alemania se convirtió en política de exterminio de los judíos europeos? Friedländer pone como epígrafe de su libro una frase de Hermann Göring: “A mí no me gustaría ser un judío en Alemania”. En la desfachatez de la frase de Göring, entonces encargado nazi de expropiar y luego expulsar a los judíos de los territorios bajo dominio nazi, hay un estribillo coral posible de aquella Alemania de la devastación. Cuenta Friedländer cómo ya en marzo de 1933, en el barrio berlinés de Scheunenviertel, entonces hábitat y refugio de muchos judíos del Este (huidos a su vez de los pogroms ucranianos, polacos y rusos de la primera posguerra, a menudo sin documentos de residencia en Alemania), decenas fueron presos por las tropas de asalto (SA) y enviados a los primeros campos de concentración para enemigos del régimen. Todavía en la primavera de 1933, la Ley de Restauración del Servicio Público Profesional; el Párrafo 3 imponía que los funcionarios públicos no-arios (en especial judíos) fuesen despedidos. Basta –rezaba una ley suplementar– que uno de los padres o de los abuelos sea no-ario. Para Friedländer, esa definición jurídica fue la base para todas las persecuciones siguientes. La penalización de la impureza étnica como fundamento del terror.

Más datos fantasmales o es paleográficos: Walter Benjamin dejó Berlín en marzo de 1933, un año que dividió (según afirmó en el trámite para el permiso de residencia americano) su vida en dos. Esa escisión temporal tenía un nombre impronunciable: exilio, no otra cosa que la fuga por el anatema de ser judío. Se trataba de un nuevo crimen de Estado con un precedente –como estudió Sharon Gillerman– en la hipérbole antisemita de acusar a la República de Weimar de ser la República Judía; todavía en el aire el asesinato en 1922 de Walter Rathenau, canciller socialdemócrata judío (“German Jews in the Weimar Republic”, The Oxford Handbook of the Weimar Republic). Gillerman y Friedländer señalan la paradoja trágica de la coexistencia, durante la República de Weimar, del apogeo de la modernidad cultural judía y de la expansión del antisemitismo. Me quedo pensando cuál fue la resonancia de aquella primera época de exilio para Benjamin, la época posterior al colapso democrático alemán y anterior al estallido de la Segunda Guerra. ¿Qué gestos metaforizan en su escritura esta vertiginosa peripecia de fervor intelectual y catástrofes? Antes de establecerse en París, la proverbial capital del siglo XIX que veía desparramarse en las primeras décadas del XX, Benjamin pasó algún tiempo en San Antonio, Ibiza, desde donde le confió a su amiga Gretel Karplus, su Liebe Felizitas todavía en Berlín, lo que podría leerse como una metáfora, casi iba a decir un emblema irónico, no solo de su experiencia de exilado sino de su misma noción de exilio: “Ciertamente, puedo estar satisfecho con una constelación que, al menos durante dos meses, me garantice un techo sobre mi cabeza”. En una estadía anterior en la isla balear, Benjamin (no sin cierto ascetismo épico) enumeró para Gretel algunos lujos dispensables en aquel retiro español: luz eléctrica y mantequilla, flirteos y lectura de periódicos, bebidas espirituosas y agua corriente. De momento, bastaban el mar y el sol mediterráneos, y la búsqueda de cafés y bares para trabajar (los flirteos epistolares aparentemente no del todo descartados). Primero en Italia antes del exilio y luego en París, a salvo hasta el comienzo de la guerra de las vociferaciones y los acosos del Tercer Reich, Benjamin compuso Infancia en Berlín hacia 1900.

¿Cómo leer ahora ese libro de rememoraciones escrito con un trasfondo de sanguinaria persecución estatal? ¿Puede acaso imaginarse en la memoria de la infancia berlinesa de Benjamin una brecha por la que se cuela la experiencia del exilio? En una carta de 1934 a Gretel y su amigo Theodor (entonces Wiesengrund) Adorno, Benjamin advierte desde París que la prehistoria del siglo XIX que “se refleja en la mirada del niño jugando en su umbral, asume una apariencia completamente diferente de los signos que inscribe en el mapa de la historia”. En el umbral todavía sin nombre del exilio, Benjamin juntó fragmentos de una memoria de infancia en la que todo (las vendedoras del mercado, la costura de su madre, la casa de la abuela materna, los primeros libros, la Luna, el jorobadito) ofrece un aspecto metafórico. Entre la fábula y el ensayo, en estas crónicas (si se puede llamar crónicas a estos sueltos narrativos) el asombro rememorado del niño berlinés a menudo se solapa con la ternura retrospectiva del cronista, como en el maravilloso recuerdo de las tías, totémicas en su hospitalidad impasible: “En la infancia de aquella época todavía dominaban las tías, que ya no salían de casa, que cada vez que aparecíamos con mi madre de visita, siempre nos esperaban con la misma cofia negra y el mismo vestido de seda, que nos saludaban sentadas en las mismas poltronas de siempre, junto a la misma ventana del balcón”. En otras, el regocijo metafísico del bestiario se une a la ironía del cronista: “El hipopótamo, que habitaba su pagoda como un mago a punto de amalgamar su cuerpo con el del diablo, de quien es sirviente”. Las rememoraciones benjaminianas de su infancia berlinesa son tanto una vindicación de la fábula en tanto género histórico como la crónica de una ciudad y aun de una ciudadanía perdida. Al hacer del niño un discreto protagonista de la historia, Benjamin insinúa una elipsis (una parábola que es también una pregunta) del exilio. Su figura tutelar es el jorobadito, figura legendaria (recordada por su madre) que mira al niño Benjamin cuando ha dejado quebrar algún objeto, cuando se encuentra ante una pila de añicos.

A propósito de la biblioteca de Benjamin, su amigo Gershom Scholem recordaba en particular las secciones de libros escritos por locos y de libros escritos por niños. La fascinación por éstas y otras figuras (los jugadores, los animales, los seres imaginarios) como opacadas por la historia se convierte en Benjamin en una múltiple interrogación filosófica. La infancia rememorada por Benjamin participa de esta interrogación. En la crónica “Llegando atrasado”, el cargo de conciencia del niño por llegar tarde a clases y el deseo del cronista por detener el tiempo catastrófico de la historia se juntan: “El reloj del patio parecía haberse dañado por mi culpa. Indicaba atrasado”. De manera explícita en el niño e implícita en el cronista el reloj es una figura persecutoria. Pero mientras el niño se presenta como acusado, en falta por su suspensión, Narciso descarriado, el cronista desvela una metáfora de la memoria. El tiempo de la fabulación, como el de la memoria, es también un tiempo deliberadamente suspendido, “un tiempo saturado de ahoras”, a contrapelo del tictac unívoco de la historia. Pues el Berlín de Benjamin –ese otro reloj detenido hacia 1900– es tanto una ciudad de la fascinación como del miedo. La aporía clave de estas crónicas de infancia no es otra que la del aprender a perderse (como un extranjero) en una ciudad familiar. Infancia en Berlín hacia 1900 comienza con una frase legendaria (invocada por Marina Gasparini en el pórtico de su hermoso Laberinto veneciano, libro en que el exilio es como la campanada histórica de su indagación ensayística): “Saber orientarse en una ciudad no significa mucho. Sin embargo, perderse en una ciudad, como uno se pierde en un bosque, requiere de instrucción”. ¿Cómo aprendió Benjamin a perderse en el multitudinario ideograma de Berlín, tan pródigo en presencias espectrales como el París de su venerado Baudelaire y tan embriagante como aquellas primeras obras surrealistas en las que la ciudad emerge como figura mítica y aun fetiche primordial de la modernidad? Si bien el Berlín infantil benjaminiano puede asemejarse a un pariente recatado del París de aquella literatura de la hechicería callejera, el aire de familia más significativo es menos moral que modal. Podría decirse: perderse en una ciudad implica un aprendizaje de la fabulación, de aquel Erase una vez de la que el niño es protagonista y escucha emblemático. El relampagueo de la fabulación es además en Benjamin un método de discernimiento histórico. En los rastros de su infancia en la capital del imperio prusiano (sus topografías laberínticas, sus fascinaciones tecnológicas, sus primeras veneraciones bibliográficas, su kitsch), el cronista Benjamin –un cronista finalmente en exilio– propone un aprendizaje emergente de la narración que es asimismo una filosofía de la historia. Como señaló Stéphane Mosès, una filosofía fundada en el rescate de los aspectos sacrificados de la historia; una historia no fundada en el sacrificio.

Muchas de las asombrosas teorías narrativas de Benjamin están hechas de la materia de las parábolas. En su comentario a Berlin Alexanderplatz, novela de Alfred Döblin, emplea una categorización de las figuras del narrador a partir de sus diferentes actitudes frente al mar. El poeta épico, en la alegórica caracterización benjaminiana, oye en reposo el mar y recoge sus rastros en la orilla como quien atiende una memoria colectiva; la memoria colectiva tiene como correlato poético el mar. El novelista, en cambio, atraviesa el mar “sin tierra a la vista”, desencajado de la comunidad, un solitario “que ya no puede hablar ejemplarmente de sus inquietudes, al que nadie puede dar consejos y que no sabe dar consejos a nadie”. Lo que se desvanece en la novela decimonónica es el ethos colectivo de la narración épica, el eco de la memoria común. Benjamin señaló la incorporación por parte de Alfred Döblin de ese mar épico a la composición de la novela moderna. En el Berlín de aquellos años 20, Döblin —leído por Benjamin— escucha el mar, un mar que ahora aporta “olas de acontecimientos y reflexiones”, “la espuma del lenguaje hablado”, el embate con las fuerzas míticas de la ciudad. Algo de esa reminiscencia oceánica se escucha en la boscosa memoria urbana (una memoria en crisis, incluso históricamente lacerada) de Infancia en Berlín hacia 1900. 

Para interrogar las aporías de la historia, Benjamin acude al arca de la fábula. En Infancia en Berlín hacia 1900 hay un tesoro. Mejor dicho, un regalo. En “Calle Blumeshof, 12”, Benjamin relata un viaje al comienzo de la fábula o es de la memoria. La casa de la abuela materna, madre de mi madre, era a la vez una casa de la seguridad (más segura que de la misma casa paterna, añade edípico) y de la aventura. De esta última Benjamin estaba en el secreto: de la abuela, que pocos sospechaban había viajado por los mares y en el desierto, había recibido postales de lugares remotos que todavía sobrevolaban en el aire de la casa. En la enfática estabilidad de aquella casa Benjamin advierte una jurisdicción que adjudicaba a los moribundos un estatuto de exiliados: “La miseria no tenía lugar en aquellos aposentos, ni siquiera la muerte. En ellos no había ningún lugar para morir; por eso sus habitantes morían en sanatorios”. Benjamin olvida decir si en aquellos aposentos se recibían postales de los sanatorios, esos otros países extranjeros, pero en la falta de espacio y de sentido para la muerte apuntó una dualidad que afantasma el propio libro: “Durante el día, aquellos recintos parecían tan acogedores y, de noche, se transformaban en escenario de pesadillas”. Si la muerte no era prevista, las pesadillas sí. También los regalos. De esta abuela dice en otro lugar haber heredado la obsesión de regalar. Se trata de un relato en que la fascinación por el escenario navideño (un escenario con árbol pero sin Cristo), la expectativa por los juguetes esperados y la complicidad con los otros hacían de la casa un lugar del que también había que aprender a perderse. Pero el misterio más significativo, más bien lección moral, era el enigma del regalo. Consistía en que “los presentes allí expuestos todavía pertenecían más a aquel que los daba que a mí mismo”. Si el pacto del regalar consiste en ese vínculo entre quien da y quien recibe, el enigma del regalo estriba en una suerte de magia mnemónica paralela al de la narración. El regalo inscribe tanto un reconocimiento como una figura de la memoria.

Las memorias de la infancia berlinesa de Benjamin sugieren que el arte mismo de la narración oscila entre la disolución y la transformación del arte del regalo. Infancia en Berlín hacia 1900 es un libro sobre la dádiva y también sobre la pérdida. No de la infancia, cuyo fin la ha convertido en materia de fabulación, ni de la época, tan metafórica que evoca una puerta entreabierta por donde puede emerger ya el Angelus Novus, ya el autómata de las ideologías totalitarias. La pérdida que gravita en estas líneas es la de Berlín, ahora una ciudad donde ni siquiera los muertos (como alertó y testimonian tantos cementerios judíos de Europa) estarían a salvo. Ante la pesadilla persecutoria del nazismo, Benjamin cifró una constelación de acertijos narrativos. Infancia en Berlín hacia 1900 es un libro de gratitud y duelo por una ciudad que fue para el niño judío Benjamin no solo un aprendizaje en la desorientación sino una caudalosa promesa.