Por LAFCADIO HEARN
I
¿Qué es el temor a los fantasmas para quienes creen en ellos?
Todo miedo es fruto de la experiencia, ya sea individual o de la tribu; sea en la vida presente o en las ya olvidadas. Hasta el temor a lo desconocido tiene su origen en la experiencia. Así, el temor a los fantasmas se debe con seguridad a un dolor pasado. Probablemente el miedo a los fantasmas, tanto como la creencia en ellos, tuvo comienzo en los sueños.
Es un temor peculiar: ningún otro es tan intenso; ninguno tan vago. Voluminoso y difuso, es un sentimiento que en la mayoría de los casos supera lo individual —un sentimiento heredado—, engendrado en nosotros por la experiencia de los muertos. ¿Cuál experiencia?
No recuerdo haber leído nada que hable llanamente de la razón por la que se teme a los fantasmas. Pedid a diez conocidos que recuerden haber sentido alguna vez miedo a los fantasmas, que os digan exactamente a qué le temían y definan la fantasía detrás de ese temor. Dudo que siquiera uno solo de ellos sea capaz de responder la pregunta. Tampoco el folklore —oral o escrito— arroja alguna luz que clarifique la cuestión.
Hallamos, ciertamente, diversas leyendas de hombres destazados por fantasmas, pero aun esas figuraciones tan groseras no explican la peculiar cualidad del miedo a lo fantasmal. No es temor a violencia corporal alguna. Ni siquiera es un temor razonado que pueda, sin más, explicarse por sí mismo, lo cual no sería el caso si estuviese fundado en bien definidas ideas de un peligro físico.
Yendo aún más lejos, aunque primitivamente se llegó a imaginar fantasmas capaces de descuartizar y devorar, la idea común que se tiene de un fantasma es ciertamente la de un ser intangible e imponderable (1).
Aventuro ahora claramente la declaración de que el común temor a los fantasmas es temor a ser tocados por ellos. Dicho en otras palabras, lo Sobrenatural imaginado es temido principalmente por su imaginaria capacidad de tocar. Solo tocar, recordemos: no de herir ni de matar.
Pero este temor al tacto resultaría, pienso yo, de la experiencia primigenia, mayormente de experiencias prenatales guardadas por el individuo de modo hereditario, como el temor de los niños a la oscuridad. ¿Quién habrá experimentado alguna vez la sensación de ser tocado por espectros? La respuesta es sencilla: todo aquel que en sueños haya sido aferrado por un fantasma.
Sin duda hay elementos de terror primigenio, más viejo que la humanidad, en el terror infantil a la oscuridad. Pero muy posiblemente el temor a los fantasmas más definido compone resultados heredados del dolor que experimentamos en los sueños: la ancestral experiencia de la pesadilla. El terror intuitivo al tacto sobrenatural puede así explicarse evolutivamente. Permítaseme ahora ilustrar mi teoría relacionando algunas experiencias típicas.
II
Contaba yo cerca de cinco años cuando fui condenado a dormir solo en cierta habitación aislada que desde entonces recibió el nombre de “Cuarto del Niño”. Se dictó, como por ley, que ninguna luz del Cuarto del Niño debía quedar encendida por las noches simplemente porque el Niño temiese a la oscuridad. Su temor era juzgado como un trastorno que requería un estricto tratamiento. Pero el tratamiento agravaba el trastorno.
Hasta donde podía recordar, había tenido a menudo malos sueños y al despertar de ellos veía aún las formas soñadas acechándome en las sombras de la habitación. Pronto se desvanecían, pero por algunos instantes seguían pareciendo realidades tangibles. Y siempre eran las mismas figuras.
No se parecían a nadie que hubiese conocido. Eran sombrías figuras de túnica oscura con la facultad de desfigurarse atrozmente a sí mismas. Capaces, por ejemplo, de crecer hasta el techo y luego cruzarlo y luego alargarse y bajar cabeza abajo por la pared opuesta. Solo sus caras se veían nítidamente; yo trataba de no mirarlas.
En mis sueños trataba —o pensaba que trataba— despertarme de su vista tirando de mis párpados con los dedos, pero mis párpados permanecían cerrados, como si estuviesen sellados.
Muchos años después, contemplando las tétricas ilustraciones del Traité de exhumation (2) de Mathieu Orfila, evoqué con náuseas los terrores soñados en mi infancia. Mas para comprender la experiencia del Niño, debe imaginarse las láminas del Orfila intensamente vivas, alargándose o distorsionándose continuamente con monstruosos anamorfismos.
El sueño comenzaba con una sospecha, con la sensación de algo pesado en el aire que vaciaba lentamente mi voluntad e iba embotando mis movimientos. En tales momentos me hallaba usualmente solo en un aposento grande y mal iluminado, y casi simultáneamente, a la primera sensación de temor, la atmósfera de la habitación se llenaba de un sombrío fulgor amarillento que llegaba casi hasta el techo, haciendo los objetos escasamente visibles si bien el techo mismo permanecía negro como la pez.
No daba aquello verdadera apariencia de luz, más bien parecía que el aire negro cambiase de color desde abajo. Ciertos aspectos terribles del ocaso en la inminencia de una tormenta ofrecen un muy parecido efecto de siniestro color. Inmediatamente, yo trataba de escapar, sintiendo al dar cada paso la sensación de vadear. Algunas veces lograba, batallando, cruzar el aposento pero al llegar a la mitad me detenía, paralizado por alguna innominable oposición. Voces alegres se escuchaban en la habitación contigua, podía ver la luz que entraba por el dintel de la puerta que yo había tratado en vano de alcanzar. Sabía que un grito podría salvarme, pero ni con frenéticos esfuerzos podía elevar mi voz más allá de un susurro. Y todo esto significaba que El Innombrable venía en camino, se acercaba, subía ya las escaleras. Podía oír sus pisadas como el sonido apagado de un tambor y me preguntaba por qué nadie más lo oía…
III
Las primeras criaturas capaces de pensar y temer debieron soñar a menudo ser atrapadas por sus enemigos naturales. En estos sueños primigenios, el dolor no debió haber sido imaginado tan vívidamente como más tarde lo permitió el desarrollo neuronal que, en formas de vida posteriores, nos hizo más susceptibles al dolor soñado. Aún más tarde, con el desarrollo de la capacidad de raciocinio, las ideas sobre lo sobrenatural fueron cambiando e intensificando el cariz del sueño soñado.
Además, en el curso de la evolución, nuestra herencia debió acumular esa experiencia. La formas imaginarias del dolor evolucionaron merced a las creencias religiosas y solo persistieron, tenuemente, los sueños primitivos y, de nuevo, aún más tenuemente, tan solo un sustrato de antiquísimos terrores animales. Unas debajo de otras, insondablemente, estas latencias se avivan en los sueños del niño de la actualidad con la llegada y el crecer de las pesadillas.
Dúdese de que los fantasmas de alguna pesadilla en particular tengan una historia anterior al cerebro que las aloja. Pero el shock del tacto parece señalar un punto de contacto entre el sueño y la ya borrosa experiencia de la especie al ser atrapada.
Bien pudiera ser que en las profundidades del Ser, en abismos inalcanzables a los rayos solares, esa captura aún pueda agitarnos y que desde la tiniebla de millones de años, la memoria responda con estremecimiento.
Referencias
1 Debo aquí comentar que en muchas antiguas leyendas y baladas japonesas se representa a los fantasmas como poseedores del poder de arrancar cabezas. Pero en lo que atañe al origen del miedo a los fantasmas, tales relatos nada explican puesto que la experiencia que da pie al temor debe ser real, no imaginaria.
2 Mathieu Orfila (1787,-1853), médico y químico francés, pionero de la toxicología forense. Su seminal Tratado de exhumaciones legales (París, 1831) traía láminas ilustrativas de macabra verosimilitud. En el original, Hearn cita ¿erróneamente? Traité des exhumés: de los exhumados.
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