Por JOSÉ MENDOZA ANGULO
Con todo y la imprudencia que significa reunir, en tiempo de pandemia, un número de personas como las que aquí estamos, el ciudadano Gobernador del Estado y la Comisión organizadora de este acto han insistido en expresar un recuerdo público para Rigoberto Henríquez Vera, justo en este día, 18 de octubre de 2020, cuando se cumplen los 100 años de su nacimiento. Y como tal vez algún novelero de este acto o algún invitado o promotor no suficientemente enterados se pregunten ¿qué tiene de particular que recordemos a alguien, después de muerto, cuando cumpla 100 años de haber nacido?, al habérseme participado, aun de peculiar manera, mi escogencia para decir estas palabras de orden, me siento obligado a dar la explicación que alguno espera o a reiterar hechos que otros no conocen suficientemente o han olvidado.
Debo hacer, no obstante, una aclaratoria preliminar. Cuando cumplí los ochenta años de edad, habiendo observado que empezaba a tener dificultades para escribir con coherencia y que mis exposiciones orales ya no eran fluidas como antes, tomé decisiones del siguiente tipo. Por ejemplo, no hacer discursos públicos confiado en la elocuencia y la memoria y si tenía que hablar en actos como éste, escribir lo que iba a decir. Esto es lo único que he cumplido hasta ahora pues a estas alturas de mi vida me siento obligado a rendir cuentas, no a abrir cuentas nuevas. Y eso es lo que voy a hacer.
En el lenguaje coloquial se afirma que los seres humanos tenemos dos muertes. Una, el destino natural y desenlace obligado que nos espera a todos los seres vivientes, la muerte física. La otra, cuando se nos borra de la memoria de la gente, de nuestros amigos e incluso de la familia. Y aquí va entonces mi primera explicación. Ella supone reiterar lo que hace algún tiempo, en ocasión parecida a esta, afirmé sobre la persona a quien hoy honramos. Sostuve entonces, creo que en un acto de la Academia de Mérida, que si los merideños querían enterarse en propiedad de lo que había ocurrido, política y socialmente en el estado Mérida, en los dos tercios finales del siglo XX, debían interesarse en conocer, lo más cerca que pudieran, la vida y la obra de Rigoberto Henríquez Vera.
Conocí personalmente a Rigoberto Henríquez Vera, hace 62 años, el 23 de enero de 1958, justo el día en que cayó la última dictadura militar de Venezuela en el siglo XX. Yo tenía noticias de su existencia y de que estaba políticamente confinado en Tovar, su tierra natal, porque estudiando cuarto año de derecho, integraba, en calidad de secretario juvenil, la dirección regional clandestina de Acción Democrática junto a otras tres personas que todavía recuerdo muy bien: el respetado maestro merideño Enrique Arias Dugarte como secretario general ( a quien no conocía ni estaba enterado de su pseudónimo, a pesar de que éramos integrantes del mismo organismo clandestino), el cauteloso y valiente trabajador Martin Contreras como secretario de organización y Vincencio Dávila.
El mismo 23 de enero, después de las demostraciones de júbilo de sus paisanos, en las primeras horas de la mañana, Rigoberto se trasladó a Mérida desde Tovar. Convocada por él, ya en Mérida, para el mediodía, en la casa de habitación del veterano militante José Miguel Cadenas, ubicada en la Parroquia Belén, se celebró una reunión ampliada, de la cual, por cierto, de entre los asistentes temo ser el único sobreviviente. En ese encuentro, por acuerdo unánime de los presentes y por títulos que nadie discutía, asumió la jefatura estadal del partido y se procedió a integrar provisionalmente el primer Comité Ejecutivo Seccional post dictadura, donde fui confirmado como secretario juvenil del estado. Ese fue el comienzo de la larga y profunda amistad mía con Rigoberto Henríquez Vera, relación que terminó físicamente con su muerte, en términos tan cordiales como los del comienzo. Como no cuesta nada suponer, dado el carácter político de nuestra relación, la misma no estuvo exenta de diferencias y de rupturas. La más importante de esas diferencias, sin duda, fue la que configuró el primer gran error político en el que tuve participación de alguna importancia, la primera división nacional de Acción Democrática a comienzos de los años 1970. Mi segundo error vino casi a renglón seguido porque, en política, cuando los errores no se reparan a tiempo se repiten y se acumulan. Después de la división de AD, el partido que formamos, llamado Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) en coincidencia con el partido comunista y bajo la asesoría del gobierno cubano, intentamos el derrocamiento armado del gobierno democrático de Venezuela presidido por Rómulo Betancourt y que contaba con la más amplia y sólida base política y social. El gobierno contra el que insurgíamos estaba constituido por los tres partidos más importantes del país (Acción Democrática, Copei y Unión Republicana Democrática, coaligados para asegurar la estabilidad de la naciente democracia. Debo destacar de una vez que a pesar de lo rudo de esa confrontación política interna y del envenenamiento de la vida política nacional que incluso significó, en los años siguientes, unas cuantas semanas de detención policial para algunos de nosotros, mis relaciones personales con Rigoberto no se envilecieron hasta el punto de romperse definitivamente.
Estoy seguro de que, en el caso de Rigoberto Henríquez Vera, la experiencia vivida durante los diez años de la implacable dictadura perezjimenista que para él significaron el ejercicio clandestino de altas responsabilidades partidistas (llegó a ser designado secretario general nacional de AD), años de cárcel, de exilio y de persecución, acumuladas a las intensas vivencias políticas posteriores a la muerte del dictador Juan Vicente Gómez en las que participó, maduraron su espíritu para la firmeza de sus convicciones, para el ejercicio de la tolerancia y para el desempeño realmente democrático de su liderazgo.
La actividad pública de Rigoberto Henríquez Vera fue prolongada, diversa y fructífera. Desde el dinámico ejercicio del liderazgo partidista en los comienzos de su actividad política hasta el reposado mirar del acontecer regional y nacional cuando fue incorporado, en el atardecer de su vida, como integrante de la Academia de Mérida, merecen ser destacados su trabajo parlamentario (representante por Mérida a la Asamblea Constituyente de 1947 y electo cinco veces a la Cámara de Diputados entre 1958 y 1978); sus ejecutorias como cabeza de uno de los mejores gobiernos que ha tenido el estado Mérida (entre 1974 y 1979); la representación diplomática de Venezuela en México, España y Chile (entre 1984 y 1993), y el abordaje crítico de las orientaciones que tomaba la democracia en el país que lo llevaron al discreto retiro de sus compromisos partidistas pero no de la política, y finalmente el trabajo intelectual que supo cumplir sin concesiones a la mediocridad. Por cierto, los universitarios ulandinos tal vez no reconocimos suficientemente el acompañamiento oficial dado por el Embajador Henríquez Vera y el joven diplomático José Manuel Quintero Strauss a las gestiones de nuestro Arzobispo para la ubicación en México y el traslado hasta Mérida en calidad de préstamo del gobierno mexicano del retrato auténtico del fundador del Obispado y, sembrador de la semilla de nuestra Universidad, Fray Juan Ramos de Lora. En tiempos del Rectorado del doctor Néstor López Rodríguez se hizo reproducir el cuadro recibido en comodato del gobierno mexicano, cuadro que hoy preside el despacho rectoral del edificio del Rectorado de la ULA y se hizo imprimir la biografía del obispo Ramos de Lora escrito por el cardenal Porras.
Al hablar del trabajo intelectual debemos destacar que Rigoberto Henríquez Vera fue un hombre de acción y de pensamiento sin concesiones a la mediocridad. Encontró en el periodismo su gran pasión después de la política, el pivote vital que le permitió compartirse entre el dar cumplimiento al destino principal de su existencia y al mismo tiempo dejar el espacio necesario para que crecieran las alas del espíritu. Resulta cada vez más extraño que un político en Venezuela se ocupe de los asuntos del pensamiento. Rigoberto Henríquez Vera fue una de esas excepciones. Durante muchos años fue editor pero su bibliografía es extensa como lo muestran algunos de los títulos: Tejera el desterrado, Molde Heroico, Símbolos de la resistencia, Los pasos y sus huellas, Crónicas del Coronel Cerrada, Cultores y forjadores merideños: perfiles de los ausentes y, la que en mi criterio es su obra más importante, De la tiranía a la democracia, en dos volúmenes, suerte de gran síntesis de una época vista a través del prisma de uno de sus protagonistas y, al propio tiempo, memorias y autobiografía que legan a la posteridad el testimonio escrito de un proceso que no tenía por qué haberse repetido en nuestra sociedad pero que sin embargo hoy debemos soportar. Evocando estos títulos permítaseme levantar la voz crítica ante lo que debe ser considerado como parte sustancial de la explicación de la tragedia por la que está atravesando nuestro país y que se resume en la esterilización intelectual del liderazgo político nacional. Rigoberto Henríquez Vera pertenece al tiempo cuando los políticos venezolanos escribían columnas semanales en la prensa, ensayos periódicos y libros que resultaban ser la prueba de que se pensaba críticamente al país y sus problemas, de que se hacía política de verdad y no la exclusiva práctica rutinaria mediocrizante que tiene hoy embrutecidas a las organizaciones partidistas, como si estuvieran repitiendo la condena de Sísifo por haber perdido la capacidad para encontrar salidas de la trampa en que ha caído nuestra sociedad.
Hoy se cumplen también 75 años, en el decir del respetado historiador Germán Carrera Damas, del nacimiento en Venezuela de la República Liberal Democrática. El profesor Carrera Damas ha dividido el tiempo histórico de nuestra evolución política en dos grandes períodos. El de la República Liberal Autocrática de 1830 a 1945 (115 años) y el de la República Liberal Democrática (75 años). Y hace 75 años, el día de su cumpleaños 25, Rigoberto Henríquez Vera adelantaba afanes para asumir la Presidencia del estado Mérida como protagonista regional principal de la llamada Revolución de octubre.
En el mundo y en América se comenzaban a vivir cambios sustanciales. Eran los tiempos en que la Segunda Guerra Mundial terminaba en Europa con la derrota del fascismo y la capitulación de los países del llamado eje ante las potencias aliadas. Estados Unidos emergía como la primera potencia mundial y en América del Sur se vivían las primeras experiencias populistas. Con hilos desprendidos, a pesar de su derrota militar, del fascismo italiano, gracias a la poderosa influencia en la política colombiana que llegó a ejercer Jorge Eliécer Gaitán, quien se había doctorado en derecho en la Italia de Mussolini bajo la dirección de un profesor fascista, y la preparación de la llegada al poder en Argentina de Juan Domingo Perón en 1946, quien había cumplido en Italia tareas militares de su gobierno durante el periodo floreciente de Benito Mussolini. Por cierto, añadamos que sin vinculaciones políticas del tipo de las de Colombia y Argentina no se pierde el valor histórico de la llamada revolución de octubre si se reconocen elementos populistas en algunas de sus ejecutorias.
Al darse pasos fundamentales en el país inspirados en las motivaciones políticas del 18 de octubre para hacer de los venezolanos ciudadanos y poner el destino político de la nación en sus manos mediante el reconocimiento del derecho de escoger a sus gobernantes a través del voto de hombres y mujeres mayores de 18 años, ricos y pobres, habitantes del campo y de la ciudad, alfabetos y analfabetos, se inició una experiencia política que dio innegables frutos tangibles en la segunda mitad del siglo XX venezolano. Se intentar quebrar la tradición autoritaria militarista que hizo de nuestro siglo XIX una interminable carnicería y de la primera mitad del siglo XX el tiempo del autocratismo disfrazado que llegó a imaginar Laureano Vallenilla Lanz como un “cesarismo democrático”; que era posible también intentar la construcción de una República civil democrática. Este trabajo fue incompleto. Será necesario, como lo recomienda el novelista Francisco Suniaga en entrevista divulgada ayer, reiniciar una sincera y profunda discusión sobre la misión de las fuerzas armadas, de estas fuerzas armadas, en la nueva democracia que se edificará en Venezuela, esperamos que con la ayuda de ella. Las fatigas de la historia mostraron, cuando terminaba el siglo XX, que el ensayo político de la democracia representativa de partidos agotaba sus posibilidades, se le veían grietas que, por no comprenderse críticamente, por no atenderse con responsabilidad y con sentido de la oportunidad, arriesgaron seriamente el futuro de nuestra sociedad. Como todavía no hemos comprendido cabalmente lo que ha pasado, esa es la demostración que estamos soportando a mandarriazos en estos comienzos del siglo XXI.
Ahora bien, conmemorar el ciclo vital centenario de Rigoberto Henríquez Vera no puede quedar reducido a un simple recuerdo sentimental. Del conocimiento de su obra humana hay que promover todos los estímulos que se puedan para volvernos a ocupar del país como es debido, a ocuparnos de los venezolanos, de la política, con la misma fuerza, honradez y entereza con que lo hizo Rigoberto.
Y a propósito de estos sentimientos, yo no quiero terminar estas palabras sin hacer, así sea brevemente, una mención a otro merideño con el que Rigoberto Henríquez Vera compartió ideas, convicciones y luchas. Para hacerlo siento requerir el permiso de los organizadores de este acto y de los familiares presentes, pues ya obtuve la autorización del ingeniero y periodista Néstor Trujillo Herrera a fin de valerme de su bien logrado comentario periodístico en el que con justiciera generosidad nos ha recordado el evento al que de seguidas me referiré. Por supuesto, invoco la memoria de Rigoberto que, estoy seguro, se sentiría en el colmo del agrado de compartir, con quien también se los merece, los parabienes que hoy le dispensamos.
El miércoles de esta semana que termina hoy, vale decir hace cuatro días, Bernardo Aranguren Marquina, Bernardo Aranguren a secas como lo conocimos y siempre lo llamamos, habría cumplido también cien años de haber nacido. En Manzano Bajo, sector aledaño de Ejido, el nacimiento de Bernardo Aranguren tuvo lugar cuatro días antes del de Rigoberto Henríquez Vera en Tovar. Y en la despedida de los dos de su existencia con nosotros, en Mérida, Bernardo se volvió a adelantar dos años a la de Rigoberto, ya casi centenarios ambos.
Procedentes de ambientes sociales radicalmente diferentes, uno pudo estudiar hasta completar su formación de abogado en la Universidad y el otro a trabajar desde niño hasta lograr tener un oficio reconocido, el de zapatero, del que siempre se sintió muy honrado. Cuando llegaron a los alrededores de los 20 años edad, seguramente se dieron por primera vez la mano para conocerse, en medio de los cambios que tenían lugar en Venezuela, que acercaban a gente distinta y que significaron algo así como el derrumbamiento de una enorme pared política y social que hasta mediados del siglo XX cegaba por completo lo que podía ser un futuro común y compartido por venezolanos que eran diferentes en su manera de pensar, en el color de la piel o por la condición económica y social que cada quien ostentaba.
Los nuevos espacios de la política y el surgimiento de los partidos políticos modernos permitieron que hombres como Rigoberto Henríquez Vera y Bernardo Aranguren se consideraran iguales sin ser los mismos. Eso fue lo que significó para estos dos merideños, primero, ser compañeros en Acción Democrática y luego, dentro de la misma organización, hacerse caminos diferenciados, uno en el liderazgo partidista y el otro en la promoción y construcción del movimiento sindical en el partido y en Mérida.
Pero debo terminar la tarea que me dieron para el día de hoy y ruego la comprensión de todos ustedes para hacerlo con una nota personal. Quienes me conocen saben que no tengo la impronta negativa de subirme a escenarios para que la gente me vea obligadamente por encima de los demás, pero la relación que mantuve tanto con Rigoberto Henríquez Vera como con Bernardo Aranguren inducen este pequeño desvarío del discurso que seguramente ustedes aceptarán y tolerarán sin problemas. Son asuntos que, de ordinario, no se tratan en los discursos pero que explican que personas como yo sean escogidas para decir palabras sentidas y con sentido.
Cuando en 1959 Rigoberto debió irse a Caracas con su familia para el desempeño de sus actividades parlamentarias, periodísticas y partidistas me convirtió prácticamente en causahabiente de sus haberes merideños que no eran muchos pero que para mí tuvieron una significación especial. Me dejó el apartamento alquilado donde vivía que fue el que yo ocupé cuando contraje matrimonio y donde nacieron mis dos primeros hijos. Me dejó también algunos muebles entre los cuales un sillón que todavía conservo en buen estado y utilizo para sentarme diariamente a leer. Y en el Liceo Libertador, aun sin graduarme, heredé las cátedras de Geografía Económica e Historia de Venezuela que Rigoberto regentaba en el Liceo Libertador para los alumnos del cuarto año de bachillerato.
Y Bernardo Aranguren me hizo su compadre de sacramento cuando decidió que yo apadrinara en el bautizo a su cuarto hijo varón. Y no hizo esa selección porque yo fuese rector de la Universidad, o porque hubiese sido electo senador por el estado Mérida, o porque me estuviera desempeñando como ministro del Despacho Ejecutivo. No, mucho antes de todo eso, cuando yo era apenas un estudiante que daba mis primeros pasos en la vida política merideña. Desde entonces y pasando por encima de los problemas políticos que nos separaron, siempre fuimos compadres en público y en privado. Yo lo visitaba en su casa donde teníamos largas conversaciones sobre los acontecimientos del país pues Bernardo era un personaje bien informado y además bien formado intelectualmente por su propio empeño. Y en los comienzos de cada mes de diciembre recibía en mi casa su visita, acompañado de alguno de sus hijos para entregarle mi contribución a la importante iniciativa suya de ofrecerle una cena navideña a los presos comunes de la cárcel de Mérida. Por espacio de 63 años cumplió este deber que él mismo se impuso cuando fue un preso político de la dictadura, en favor de los presos comunes que en cierto sentido también son presos políticos.
Declaro, para terminar, que hoy he tenido la ocasión de expresar públicamente, ante ustedes que son también amigos mi agradecimiento por lo mucho que aprendí de mi larga relación con Rigoberto Henríquez Vera y Bernardo Aranguren. Fueron dos ciudadanos honorables que hicieron de la honestidad el escudo de sus actuaciones públicas y privadas. A ninguno de los dos se les amargó el alma por las desventuras y vejámenes que sufrieron por mantenerse fieles a sus ideas. Nunca dijeron ¡me rindo! Y ese es el testamento que dejaron para no olvidar lo que tenemos que hacer hoy nosotros.
José Mendoza Angulo.
Mérida, 18 de octubre de 2020.