Por LENA YAU
Caracas muerde es un domo que una mano agita.
Urbe encerrada en una esfera de vidrio.
Parece en calma, pero cuando el escritor teclea, sacude la esfera y miles de partículas quedan suspendidas en el agua-cielo.
En la ciudad que estas crónicas desentrañan, no hay nieve, sino un cerro que cambia de color y suelta copos colorados.
Se llama Melinis minutiflora, pero los caraqueños le decimos capinmelao; una inflorescencia que tiñe a El Ávila de tonos rosáceos repartiendo belleza y alergias.
Si comparamos este libro con esa esfera de nieve nos quedamos cortos porque la esfera mantendría a los actantes separados del escritor y de los lectores.
Aquí sucede lo opuesto.
Caraqueño o madrileño, en Hamburgo o en Pekín, abrir este libro es pasar a formar parte de él.
El lector no es un mero observador.
Su autor tampoco.
Leer sus páginas es retenerlas y soltarlas como quien deja correr un mazo de naipes, dejarse llevar por los sonidos y el ruido intentando no perder la orientación, enfocar las esquinas como enfocábamos el dibujo que ocupaba la numeración de minúsculos libros infantiles y que adquiría movilidad gracias a un veloz hojeo regulado por nuestros pulgares.
Pero en lugar de un ratón despertando, buscando queso y huyendo de un gato, veremos una ciudad en movimiento.
Todo movimiento tiene algo de violencia. ¿La acción no es la perturbación del reposo?
El capinmelao, fenómeno de duración limitada, mueve al citadino a fotografiar la montaña arriesgando su teléfono o a peregrinar por antihistamínicos en un lugar en el que no hay medicamentos.
Las posibles consecuencias de esas acciones contemplan que celular y billetera sean rapiñados por lo que Torres llama zamuros.
O puede que el azar ampare, que la foto esté en Instagram, que el celular y su dueño se encuentren a buen resguardo y que el alérgico mire aliviado un partido de baseball si ese día hay luz.
La hora escrita es la hora escrita y vivir en Caracas consiste en intentar esquivar el hado y sobrevivir con dignidad.
Al leer este libro se es el ladrón que tuvo pereza de atracar ese día y el vecino que condolido con los estornudos del inquilino del 3B le regala un blíster de antialérgicos caducados.
Leer y verse, leer y escuchar la voz del escritor que opera como cronista pero también como agitador, como ciudadano consciente, como palabra que llama a razones, como compilador de cápsulas lúcidas.
El autor entabla diálogos desde los paratextos (notas a pie de página, epígrafes, títulos con guiños, idiolecto, estribillos), soliloquia, da cifras y estadísticas, rescata sucesos de la sección roja, alumbra la cicatrices que nos afean y los lunares que nos agracian.
Héctor está en cada página con sus franelas de ACDC, leyendo a Borges mientras toca una tumbadora, tragando el humo que deja la mala carburación de los carros y mirando hacia la acera: motos, buhoneros, pirañas acechantes y un perro que como buen caraqueño logra vencer a la muerte.
Libro ciudad, escritor que patea la calle, lectores parrilleros sorteando trópico y moiras.
En esta lectura asfáltica se pasea por lo subterráneo, hay lugar para la ternura y para el amor en ruleta rusa, libro pop up sin mano que tire de las asas y en el que los ojos pasan a ser órganos de todos los sentidos, incluyendo el sexto que garantiza una esquiva y veleidosa vida.
Su lectura obsequia la sabiduría del narrador, localismos que ofrecen color y se prestan a la ambigüedad poética, el intersticio en blanco, esa fisura en la que los significados son bolas de pingpong, la polisemia casi metafísica del “se cayó el punto”, “no hay punto”, “un vacío lleno”.
Una ciudad quintaesenciada en la que la risa neutraliza y vence el dolor, la frustración, el miedo, la muerte; el humor es un código lingüístico que premia con un bono de vida, es el burladero en la plaza; la mirada infantil transforma los obstáculos en criaturas, una avenida puede ser un cosmos con monstruos y héroes.
Vivir en Caracas como Sísifo con alivios breves: las cervezas, la lotería, la chanza, la fantasía, la música, la literatura.
Caracas muerde es una radiografía de huesos que revelan cifras de muerte, de hambre, de abuso, de violencia, grafitis, tatuajes, historias de amor y desamor; la densidad ósea perfila la virilidad y la femineidad exacerbadas de nuestra idiosincrasia, condicionantes de reacciones y comportamientos que desencadenan o contienen situaciones. El caraqueño lleva una bomba de tiempo en su perfil hormonal: para el carro, dicen en Madrid; en Caracas, bájale al caribe.
El libro podría entonces funcionar como escultura penetrable de Soto: pensemos en las obras del artista repartidas en distintas urbes del mundo.
Una persona que atraviesa un penetrable de Soto en Bilbao está entrando en Caracas desde otro mapa.
Un lector que se interna en las líneas de estas crónicas, también.
Los ojos que recorran lo que Héctor cuenta, pisarán aquellas calles.
Da igual que estén allá o aquí, las calles son las mismas cambiando cada día, aunque nos empeñemos en afirmar que Caracas no existe.
Caracas existe, está más viva que nunca y nos muerde para marcarnos, para retenernos.
Ciudad mandíbula que no deja escapar.
Adentrarse en este libro es asombrarse con la carnosidad de su autor, es comprender que lo culto y lo popular conviven para alimentarse, es admirar un ejercicio escritural que se desdobla consciente e intencionalmente.
Es aprender que la línea de fuego puede convertirse en renglón.
Caracas muerde. Héctor Torres. De Conatus Editorial. España, 2019.