Papel Literario

Un diente de león

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Por EDGAR CHERUBINI LECUNA

En la fotografía observamos a una muchedumbre apiñada azarosamente, a primera vista, al no conocer el contexto en que fue tomada la escena, no entendemos por qué sus rostros reflejan incertidumbre. Escudriñando un poco más, vemos que, en medio de esa aglomeración, un niño desprende de la hierba un diente de león y extasiado observa sus hojas dispuestas en roseta desde la base y sus múltiples semillas provistas de vistosos vilanos prestos a transportarlas lejos de allí, pero cuando se disponía a soplarlas y dispersarlas al viento, sonríe y extendiendo su mano, brinda ese privilegio a unos niños que absortos lo observaban manipular la flor. Es 9 de julio de 1944, un mes de julio como éste, cinco trenes atestados de judíos húngaros han cruzado la frontera y arriban a su destino, el campo de concentración de Auschwitz. Ese niño y su familia no saben para qué los han trasladado allí, de pie durante varios días, apiñados en vagones pestilentes de los que se utilizan para transportar ganado. Al descender, los guardias SS han ordenado dejar las valijas apiladas a un lado y esperar en la hierba antes de franquear la entrada a las instalaciones de lo que, a primera vista, es un complejo fabril, ya que, a la entrada, en un arco metálico está escrito el lema: “El trabajo os hará libres”(Arbet Macht Frei).  La ambigüedad del eslogan posiblemente se refería a la eficiencia nazi en esa fábrica de muerte, que cronometraba los protocolos para que no transcurriera mucho tiempo de espera, entre el descenso de los vagones y la entrada a las cámaras de gas. Entre el 14 de mayo y el 9 de julio de ese año, fueron transportados 420.000 judíos desde Hungría, siendo asesinados en serie, incluyendo al niño que jugueteó con el diente de león media hora antes de que muriera asfixiado en una cámara de gas.

La época del desprecio llamó Malraux al siglo XX. Pero los nazis no vinieron de otro planeta, eran hombres y mujeres comunes, padres y vecinos normales, más bien banales como refería Arendt a los que gerenciaron eficientemente el exterminio. Theodor Adorno, en Negative Dialectics, al hablar del esplendor de la cultura alemana que a su vez produjo el horror nazi, afirmó: “El palacio de la cultura y civilización occidental es construido con mierda de perro (built out of dogshit)”, y aludiendo a la crueldad generalizada de nuestra época: “Toda la idea de cultura después de Auschwitz es basura”, concluye.

En el umbral del matadero de Auschwitz, observar el gesto inocente de ese niño, maravillado por esa portentosa y lúdica flor que al soplarla se expande y vuela en el viento, me recuerda lo que expresara Michael Frame en su libro Geometría del desconsuelo: “La belleza y el dolor son los vecinos de al lado. Ver la belleza es vislumbrar algo más profundo, pero el desconsuelo es vislumbrar una pérdida cuyas consecuencias no desempacaremos por años, y tal vez nunca”.

El genocidio de 1,5 millones de niños cometido por el nazismo no escandaliza lo suficiente, porque las atrocidades que creíamos superadas continúan y una violencia sin tregua se desata contra quienes representan el futuro o son los herederos del mañana (así se les menciona a los niños en todos los discursos políticos). Roberta Metsola, presidenta del Parlamento Europeo, en su intervención durante la segunda Conferencia sobre el Estado Mundial de los Derechos Humanos (15/07/2022), declaró que la invasión rusa a Ucrania y los bombardeos a la población civil han forzado a 4,3 millones de niños a abandonar sus hogares y emigrar a lugares más seguros. Señaló además que, en el mundo, 200 millones de niños viven actualmente en zonas de guerra.

La mayoría de esos niños son víctimas de un destino que ellos no eligieron y millones de ellos, como dijo una vez Hernando Track, “no pasarán de la estatura de los fusiles” o quedarán mutilados física y mentalmente. Antonio Gala también se refirió a la infancia al escribir sobre la contradicción de ser niño: “Un proyecto de hombre en un mundo en el que un hombre se tiene por tan poco”.