Por FRANCISCO SUNIAGA
La decisión de escribir la tomé hace mucho tiempo, en los años setenta, cuando estudiaba inglés en los claustros del antiguo Instituto Pedagógico de Caracas. Fui entonces muy afortunado al haber tenido como profesor de Literatura Inglesa, en varios semestres, a Gustavo Díaz Solís. No creo haber tenido mejor maestro, sus clases, siempre de siete a nueve de la mañana, eran mucho más que eso, eran sesiones conmovedoras y místicas; lugar y tiempo desaparecían como nociones y su voz, pausada y de un volumen muy bajo era lo único que existía. Fue de su mano que entré en contacto con la narrativa inglesa del siglo XX y, en otro tiempo maravilloso, con la poesía romántica anglosajona de fines del siglo XVIII y XIX.
Un día en una tertulia de pasillo, le comenté la lectura de un relato suyo, “Ophidia”, que me había impactado. Con el atrevimiento de la juventud, le dije que a mí también me gustaría escribir, pero que no tenía idea de las pautas para hacerlo ni en cuál de los movimientos literarios en boga podía inscribirme, y que eso me inhibía. “No tienes por qué inhibirte de escribir, si de veras quieres hacerlo. Escribe como tú escribes, como tú sientas, sin pensar en nada más allá del texto que estás creando, limítate a ser genuino. Después los lectores y críticos se encargarán de categorizar lo que has escrito”, fueron sus palabras, memoria y años de por medio. Esa respuesta fue una liberación, se me quedó grabada para siempre y, todavía hoy, sigo al pie de la letra esa enseñanza de aquel gran maestro.
De ese impulso surgieron mis primeros relatos, recogidos en un pequeño libro que valoro mucho. Para cuando los terminé —me tomó unos años porque, además de perezoso, siempre he tenido otro trabajo— y traté de publicarlos con un editor amigo, me los devolvió con un comentario duro para quien aspira debutar como escritor publicado: “Me hablaste de un libro y lo que me mandaste fueron unos textos engrapados”. A raíz de ese comentario, mi Margarita infanta cayó en el famoso cajón, de donde la rescató otro editor, décadas después. En buena parte de ese largo lapso, satisfice mi compulsión de escribir con cientos de artículos, notas y hasta entrevistas para periódicos y revistas.
Para comienzos de siglo, con más tiempo y sin apremios laborales, me dispuse a escribir la novela que me había prometido escribir durante años. La que contaría una de nuestras grandes tragedias y que encarnaba un personaje novelesco, Diógenes Escalante, víctima de nuestra mayor tara como sociedad: la búsqueda sisífica de un héroe que nos salve, que asuma la responsabilidad individual que nos corresponde. En ello estaba cuando, con la fuerza de una tromba, se presentó La otra isla.
Vivíamos en Alemania y preparaba un viaje a Margarita —en aquella época aún había un vuelo diario directo a la isla— cuando recibí un encargo de mi esposa, a la sazón cónsul de Venezuela en Frankfurt. Averiguar qué había ocurrido con un ciudadano alemán que, al parecer, se había ahogado en una playa margariteña. Su hija insistía en reiteradas comunicaciones que su padre era un gran nadador y que no podía haberse ahogado. En fin, un ser humano que lidiaba con un duelo enorme y necesitaba con desesperación saber qué había ocurrido con su progenitor para tratar de aliviar su pena. Quienes han leído la novela saben la respuesta, no fue posible. Venezuela, su Estado, su sociedad, vale decir, nosotros, no fuimos capaces de darle una respuesta y ayudarla a mitigar su dolor.
Mi propósito era hacer un relato corto fundado en aquel acontecer triste, pero La otra isla, igual que ocurre cuando uno se acerca a una cualquiera en el mar, fue creciendo a medida que la escribía. Se hizo tan grande que no fue posible abarcarla con el cuento que había pretendido narrar y, sin haber sido ese mi propósito inicial, se convirtió en una novela. Fue inevitable porque había tropezado con algo de mayor entidad: nuestra incapacidad de funcionar en comunidad, en el plano más humano. La imposibilidad de materializar nuestra cálida bondad de gente solidaria en una conducta o política como sociedad o Estado. La crueldad, desidia de por medio, que reservamos no solo para una señora alemana que necesitaba un consuelo, sino para nosotros mismos. En fin, tratar de encontrar respuesta a esto que hace veinte años era un presentimiento y ahora un horror. Hurgar en nuestras almas y nuestra historia para intentar entender cuándo y cómo fue que los venezolanos nos perdimos. Cuándo fue que nos aposentamos en esta otra isla, del continente de islas incomunicables que somos y al que Luis Pérez Oramas ha aludido.