Por RUBÉN MONASTERIOS
Mi inocencia sufrió su primer resquebrajamiento estando yo en mis siete años. Un acontecimiento imprevisto despertó en mí serias dudas respecto a la ocupación del Niño Jesús de traerle regalos navideños a los niños.
Fue en aquella ocasión en la que, compulsado por una curiosidad indefinida y presa de la mayor desazón, me atreví a violar el recinto sagrado del escaparate de mi madre. Aquel mueble enorme, de madera de nogal negra, laboriosamente tallado, siempre cerrado, silencioso e imponente; sus puertas me parecían las de entrada a otro mundo; al abrirlas −esa era mi fantasía− accedería a un lugar oscuro, en blanco-y-negro con calles largas y casas cerradas; en las aceras caminando como en levitación, personas vestidas de negro con sombreros negros que dejaban ver ojos brillantes y dientes blancos exhibidos en sonrisas siniestras en la sombra del ala del sombrero. No sin buenas razones, temblando de miedo, abrí las grandes puertas por descuido dejadas sin pasar la llave. Con un suspiro de alivio advierto que el universo amenazante sólo existía en mi imaginación acicateada por la prohibición tan rigurosa de abrir el armario. Nada más veo ropa de mi madre, vestidos, algunos de largas faldas bordadas; detrás de ellos, en el fondo, unos paquetes envueltos en papel de regalo navideño: los mismos que al amanecer del 25 de diciembre aparecieron al pie de mi cama.
No pude reprimir el impulso expiatorio de confesarle a mi abuelita la transgresión del tabú del escaparate, ni sus consecuencias en mi fe, a lo que ella respondió, impávida:
─ Ocurre, Rubén, que son demasiados niños. ¡Ni el Niño Jesús puede con tantos niños! Tú sabes: el Niño Jesús se adelanta a veces para poder complacerlos a todos. Él le dio a guardar esos regalos a mamá a principios de diciembre con el encargo de dártelos la noche del 24. ¡Y es que ni Dios, con toda su omnipotencia, es capaz de ponerle los regalos a todos los niños del mundo al mismo tiempo!
Para mí la explicación de la abuela fue concluyente. ¿Acaso podría existir otra razón? Ahora bien, nada debía decirle a mi mamá, porque con toda seguridad me castigaría por andar jurungando sus cosas. El asunto quedaría como un secreto entre nosotros. Un secreto más, debería decir, porque nuestra relación estaba llena de pequeñas complicidades.
Yo pasaba buena parte del tiempo libre dejado por el colegio con mi abuela; en nuestros ratos compartidos leíamos cuentos de hadas en esos libros de gran formato de ilustraciones deslumbrantes desplegadas a toda página y a veces hasta en dos páginas seguidas, de los que yo tenía montones. Y ella adornaba esas fantasías con alucinaciones de su imaginación y creencias propias de su candor. Por ejemplo, en algún lugar del mundo, decía ella, existía un país llamado Liliput poblado por gente chiquitita, más pequeña que los enanos, pero a diferencia de estos, que son contrahechos, perfectas en su anatomía. Lo decía en uno de sus libros un autor cuyo nombre no recordaba bien si era Switz o Gulliver. Y si aparecía en un libro era verdad.
La abuela mandada a temperar
La abuela empeoró de sus achaques bronquiales y, por consejo médico, debió mudarse a un pueblo de la costa, cuyos aires la aliviarían. Para mí la separación tuvo visos de tragedia. Ahora sí, la casa se convirtió en un laberinto de soledades y mi vida más allá de la escuela era un refugiarme cada vez más adentro en mis libros de cuentos, leídos a solas. Aparte de una sirvienta inútil para todo, que de vez en cuando me echaba un indiferente vistazo, ahí no había nadie. Para jugar debía inventar fantasmas y suponer soldaditos caídos en combate las gotas de lluvia estrellándose en el piso del patio.
De aquí que fuera una fiesta la idea de mandarme a pasar la Navidad siguiente con la abuelita.
Temperar le había hecho mucho bien a la querida anciana. Los crueles ataques de asma casi habían desaparecido y ella se veía bonita y rozagante, tostada por el sol y el aire yodado. Estaba aposentada en una habitación arrendada con vista al mar, dispuesta precisamente para personas ansiosas de recuperar la salud gracias al ambiente marino, por una buena familia de la localidad. En su cuarto me acomodaron un lugar. Terminé con los besos y abrazos y salí a conocer el pueblo.
La iguana
Apenas a una cuadra de la casa estaba la Plaza Bolívar, con un busto en el medio, algunos bancos y cuatro “jardines” llenos de breñas; en uno de ellos descubro al animal más parecido a un dragón jamás visto, un dragón en formato reducido, claro, porque los de las ilustraciones de mis cuentos eran enormes. De pronto la bestia echa a correr y se pierde entre el follaje; entonces siento una presencia a mis espaldas.
Es un muchacho cetrino, de pelo indiano, como de mi edad, de unos ocho años. Después sabría su nombre, Henry, y su edad, apenas un año mayor que yo. No obstante, por su estatura y contextura enjuta parecía más joven. Nos miramos con recíproca curiosidad durante un rato, sin decir palabra.
─ Es una iguana −afirma él al fin−. Ese animal se come y sabe a pollo.
─ A mí me parece un dragón chiquito −respondo─.
El hecho es que Henry no tenía la menor idea de un animal llamado dragón, tanto como yo ignoraba la existencia de las iguanas.
Y nos hicimos amigos.
Los compinches
Henry vivía en una casucha vieja de paredes de barro y techo de zinc, bastante destartalada, en la periferia del pueblo. Me llamó la atención la ausencia de muebles, apenas una sillas rústicas regadas por ahí, en un cuarto con piso de tierra apisonada.
Encompinchado con Henry pasé los días más felices de mi vida. Siendo yo niño citadino obligado a la soledad, restringido en sus salidas de la casa y en el compartir con otros chicos a los que, por ignoradas razones, me prohibía frecuentar mi madre, cuyas frustración e ilusiones clasistas se transvasaban en sobreprotección, de pronto me encuentro bajo el cuidado libertario de una abuela que de no haber sido por su edad y su cojera, consecuencia de un accidente cerebrovascular, se habría empatado en todas las aventuras.
Un niño por primera vez dejado a su placer en un ambiente natural sin límites: el mar al frente, la playa a los lados, el cielo arriba, con un compañero del lugar, conocedor de ese mundo como la palma de su mano. Formidablemente bien la pasaba con mi amiguito y él conmigo, gracias a ese misterio que conduce a trabar amistades. Había otros pocos niños, claro, con los que jugábamos a veces, pero “la llave” éramos Henry y yo. Él me llevó a explorar las dunas y las cuevas de los alrededores del pueblo; me enseñó a pescar desde las rocas avanzadas hacia el mar y a cazar lagartijas y cangrejos con su navaja. Yo desplegué ante sus asombrados ojos mis libros ilustrados con láminas de la condesa de Ségur, Dulac, Rackham y Delmont; le hice saber la naturaleza de las hadas, los unicornios y los dragones y le conté de Caracas, remota, inconcebible; le hablé de los paseos en su tranvía, de su montaña Ávila, de sus parques llenos de cascadas, pájaros y flores, Los Chorros, El Calvario… y cada uno se maravillaba de los saberes del otro. Cada uno celaba su posesión y envidiaba la de su compañero.
Yo habría dado la vida por ser dueño de esa navaja de Henry y Henry la suya por mis libros. Entonces le propuse un trato: navaja por libros. Razoné, tenía muchos, incluso repetidos; sería un trueque fácil, supuse a partir de mi viveza de niño urbano; pero el chico rural no tenía nada de pendejo. Después de angustiosas vacilaciones, me pidió más libros de los que yo estaba dispuesto a darle.
Supliqué a mi abuela el regalo de una navaja, argumentando la necesidad de uno de esos utensilios en mis «excursiones». «¡Ni loca!» −exclamó, escandalizada−. «¿Pretendes que tu madre me mate?». En efecto, mi mamá sentía horror por las navajas y lo último a esperar de ella sería el permiso para tener una de ellas.
En mis duermevelas oyendo el oleaje del mar, acaricié la idea perversa de robarle la navaja a Henry.
La víspera del 24 le pregunto a Henry qué le había pedido al Niño Jesús. «Nada», responde y añade: «A mi casa no viene el Niño Jesús. En diciembre mi mamá me compra ropa. El año pasado me dio un pantalón y una camisa».
Sumamente sorprendido, insisto:
─ Pero el Niño Jesús trae juguetes.
─ A mí, no ─responde Henry─.
El Mandado
Le cuento a la abuela el caso, para mí muy extraño, de un niño que no recibía regalos del Niño Jesús.
Terminada mi exposición, la anciana parece entrar en una especie de estado de éxtasis, brevísimo; superado el arrebato, me dice:
─ Acabo de hablar con el Niño Jesús y está muy preocupado por Henry y por otros niños como él. ¿Te acuerdas de lo que te conté, que él no tiene tiempo de llevarle juguetes a todos los niños del mundo? Pues bien, ése es el asunto con el pobre Henry. ¡Pero también me dijo que él quiere hacer de ti su mensajero! Mañana le vas a llevar un regalo mandado por él.
Con su andar brincadito, de pajarito cojo la abuela se pierde en su cuarto y vuelve con un paquete primoroso, envuelto en un papel estampado con arbolitos de navidad y copos de nieve. Me da la impresión de ser un libro semejante a los míos de cuentos de hadas.
Sus instrucciones son precisas: al día siguiente debía entregárselo a Henry, explicándole que era un regalo enviado por el Niño Jesús por intermedio de mi persona. No podía abrirlo hasta pasadas las doce de la noche del día 24, de otro modo su contenido se disolvería “como una bocanada de humo”, así fueron sus palabras.
─ Abuela ─comento desconcertado─, esto es muy raro…
─ Sí, ¿y qué? ─responde ella─. El Niño Jesús es el Niño Jesús y puede hacer lo que quiera; a veces manda sus regalos por caminos extraños…
Su irrebatible argumento me convence, así que al día siguiente, temprano, cumplo con mi cometido, repitiendo textualmente ante Henry las palabras de la abuela. No sé si Henry creyó en ellas; en cualquier caso, su expresión de estupor fue mayúscula. No rió y tomó el paquete con una disposición reverencial. Quizá las creyó, porque Henry era un niño de apenas nueve años.
Celebraciones
En la mañana del 25, mi alegría estalla a los cuatro vientos al encontrar entre los regalos puestos al pie de mi cama la más ferviente de mis peticiones hechas al Niño Jesús: ¡un mecano! Claro, yo habría preferido una navaja, pero lo sabía imposible. Me extraña, eso sí, no ver entre ellos ningún libro de cuentos, dado que, lo hubiera pedido o no, nunca había faltado en el lote de mis regalos navideños.
Súbitamente se presenta Henry, jadeante por la carrera. Si yo estaba feliz con mi mecano, él estaba vuelto loco con el suyo. Tal como lo había supuesto cuando actué de mensajero, consistía en un grandioso libro de cuentos de hadas ilustrado.
El único problema a continuación de mostrarnos los regalos recíprocamente fue que yo pretendía armar un carrito con mi mecano, contando con la ayuda de Henry y él quería leer su libro conmigo. Y no hubo forma de combinar las dos actividades.
Dos días más tarde me llevan de vuelta a Caracas y ni me despido de Henry.
El regalo
Decir que brincaba de la alegría por la proximidad del jolgorio navideño sería poco. En realidad, la celebración del nacimiento de El Redentor, el arbolito de navidad centelleante de luces, el nacimiento, las hallacas, los aguinaldos y los regalos se opacaban. Todo se opacaba ante la idea de estar con la abuelita y de gozar de esa sensación estupenda de ser libre en compañía de Henry.
Llega, ¡al fin!, otra Navidad y yo vuelvo a ser enviado a pasar las vacaciones con mi abuela. Deteniéndome con ella apenas lo necesario para intercambiar un abrazo y un par de besos, salgo corriendo en búsqueda de mi compañero, sin atender a su llamado.
Abre la puerta de su casa una señora larga y flaca. Pregunto por mi amiguito y ella me mira desconcertada. Sale del interior del rancho otra mujer de aspecto triste y desaliñado. «Él pregunta por Henry», informa la primera. Las señoras intercambian una mirada, luego la última en aparecer, inclinándose hacia mí y dejando oír una voz frágil, lejana, pregunta: «¿Tú eres Rubén, el nieto de doña Ana Teresa?». Contesto afirmativamente. Entonces, llevándose las manos al pecho, como para contener ahí, quieto, algún dolor, ella musita:
─ Henry se murió, mi amor. Se enfermó y murió…
No encuentro qué hacer. Vivo un momento de angustia honda y desgarradora en nada semejante a ningún otro vivido. Ni siquiera estoy entrenado para decir las frases rituales propias de esas circunstancias: «¡Lo siento en el alma!». «Mi sentido pésame». ¿Cuál es su significado? ¡Apenas soy un niño de nueve años! ¿Qué es eso de que mi amigo «se murió»? ¿Cómo puede haber muerto un niño de diez años de una enfermedad? ¿Acaso no hay médicos ni hospitales? ¡No entiendo nada! Algo se desmorona en torno a mí. Lo que me rodea deja de existir; es el vacío y yo estoy en la nada. Ni siquiera lloro; esbozo una sonrisa idiota y hago un gesto vago, sin sentido. Opto por darles la espalda a punto de iniciar algo muy parecido a una fuga, una carrera desesperada hacia ninguna parte, cuando un imperativo «¡Espérate, Rubén!» me hace volverme hacia las mujeres.
─ Henry te dejó una cosa… −dice la señora y se pierde en el interior del rancho─.
La otra permanece en la puerta, mirándome compasiva y con las manos apretadas a la altura de su pecho. Ella habla sin mirarme, como para sí misma, tal vez para aliviar la angustia. O quizá para llenar el silencio.
─ El doctor hizo lo que pudo, pero por aquí no hay hospital, mijo. Si lo hubiéramos llevado a Caracas, a lo mejor no se nos muere, pero ese viaje es largo y caro…
Un momento después vuelve la primera señora trayendo algo en sus manos.
─ Henry dijo… antes de irse… que si alguna vez volvías por aquí, te diera esto, que a ti te gustaba mucho…
Y me entrega la navaja.
Ni las gracias les doy: me largo a correr, como un loco, buscando el regazo de mi abuelita, donde me refugio de un mundo que de súbito se ha vuelto ácido y hostil.
─ ¡Mira, abuelita, mira! −balbuceo, ahora sí, llorando a moco tendido y mostrándole la navaja−. ¡Henry me la dejó!
La abuela me abraza con fuerza, con fuerza, hasta hacerme sentir integrado a ella, fundidos en un solo ser. Y la escucho musitar, en una de esas reflexiones íntimas que se le escapan a uno:
─ Lo cierto es que el Niño Jesús de verdad a veces hace llegar sus regalos por caminos muy extraños…