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Un corazón: una lectura de Cubagua

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Por LUIS MANCIPE LEÓN

La primera fundación que hizo la Corona española en lo que hoy consideramos Sudamérica ocurrió en un territorio donde no había agua potable, sí, en cambio, placeres de perlas… explotables. En Cubagua –una isla, cerca de Margarita, en Venezuela–, hacia 1500, se levantó Nueva Cádiz, bajo las órdenes de Giacomo Castiglione, italiano al servicio del reino de España. Ese fue el primer asentamiento, hoy en día unas ruinas.

Esta imagen es en mucho elocuente si nos atrevemos a pensar cierto destino, en apariencia inevitable, de la tierra: ser explotada, por encima de su potabilidad. Si sabe tanto de todo / diga cuál es la república / donde el tesoro es botín / sin dificultá ninguna, le pregunta el Diablo a Florentino en el poema de Arvelo Torrealba. Y, extremado el demonio, casi cualquiera que haya nacido en Venezuela podría cumplirle la adivinanza al diablo y decirle que se trata de esa tierra de bautizos italianos y españoles –Tierra de Gracia o Paraíso Terrenal, según Colón, el genovés; América, Venezuela, por Vespucci; Nueva Cádiz por Castiglione–, donde eso que se llama tesoro de pronto se convierte en botín: perlas, petróleo, PDVSA, CADIVI, millones de dólares, cacao, la Guipuzcoana, armas, un celular, unos pisos, lo que tú quieras. Hay quienes se atreverían a replicar que hacer del tesoro un botín no ocurre sin dificultá ninguna, que, por el contrario, se requiere una gran inversión en violencia para ello –esclavos, o taladros extractores, por ejemplo, que aun en su mejor condición de mantenimiento (libres de derrames) no dejan de ser violentos. Pero hay venezolanos como Florentino que prefieren ponerse a hablar de las frutas, darle la vuelta al Diablo con una metáfora de abundancia exuberante, y le responden cantando Sin dificultá ninguna / la colmena en el papayo / que es palo de blanda pulpa / el que no carga machete / saca la miel con las uñas. Son imágenes, tienen su verdad. Me acuerdo de la miel en las uñas, de la supervivencia del mango en el 2015, sí, de la papaya, su tesoro al alcance de la mano –casi de cualquier mano–, donde hasta en las mierdas del Guaire ha habido gente buscando oro… ni hablar del Arco Minero del Orinoco, pólvora encarnada, plomo y mercurio.

Pareciera que en ese carácter de la tierra –su riqueza, superficial y profunda–, Venezuela tiene un núcleo mítico, donde se halla también el germen trágico de su destino. Al menos desde que tiene uno, cuando fue (re)nombrada. En cuanto a la isla que nos ocupa, los guaiqueríes la llamaban Cua Hua, isla de los cangrejos, que han debido ser quienes la poblaron hasta que fue vista por Colón. Antes de ser fundada Nueva Cádiz, la isla de los cangrejos no podía tener algo tan trágico y occidental como un destino; lo que sí es seguro es que no era explotada, con suerte se podría decir que en ella había vida, y muerte, naturalmente.

Y es allí precisamente donde Enrique Bernardo Núñez sitúa “El secreto de la tierra” –título del segundo capítulo de Cubagua (1931), que empieza así: “La tirana surgió en Cubagua…” (Núñez 25).

El secreto de la tierra, el destino de la tierra, el alma de la tierra, han sido expresiones comunes para referirse a esa sustancia escurridiza –acaso un poco patriótica, chamánica, alquímica, bruja, mística, grotesca, cursi o espiritual, dependiendo de quién se le aproxima–, en torno a la que giraron también buena parte de las reflexiones de los contemporáneos de Núñez. Rómulo Gallegos fue probablemente el más legitimado en estos asuntos… Doña Bárbara (1929) solía leerse en los colegios; digo que solía, porque dudo que siga siendo una costumbre, yo mismo no la he leído –la he empezado varias veces, nunca desde que migré. El proyecto narrativo y geográfico de Gallegos sobre el territorio nacional da cuenta de esa búsqueda. Hace poco también me enteré, por un excelente texto de Michelle Roche Rodríguez en el Papel Literario, de que Teresa de la Parra escribió un ensayo titulado Influencia de las mujeres en la formación del alma americana (1930), ya no para referirse solo a Venezuela. Y entiendo, por el texto de Roche, que Teresa de la Parra, a partir de la revisión de la vida de varias mujeres americanas de los periodos de la Conquista, la Colonia y la Independencia, apunta que hay cierta naturaleza de espíritu en la sensibilidad americana, en un sentido identitario, que responde a la labor, pensamiento, arrojo, prudencia e inteligencia de las mujeres –algo a lo que en aquel entonces casi nadie prestaba atención, y eran más bien pocas las voces atendidas fuera del “banquete de los hombres solos”; debe ser brillante, lo intuyo por lo referido en el Papel y me atrevo a recordarlo, invitar(me). Y así la lista podría continuar. Tanto el país como el alma andaban en el pensamiento de los venezolanos durante la dictadura de Gómez –aunque se puede decir que los americanos hemos estado pensando en ello, quién sabe desde y hasta cuándo… Quién sabe cuándo empezó América, Abya Yala, y quién se atrevería a negar que las etnias indígenas, muchas de las que quedan y de las que desaparecieron, han hecho sus vidas con el alma de la tierra, o algo parecido –tiene tantos nombres–, como uno de los núcleos de una reticulárea extensa de divinidades sagradas, terrenales y lejanas, que conducen su relación con las diversas partículas de la existencia: los yanomami, que habitan una región del amazonas entre Venezuela y Brasil…, desde antes…, hablan de El espíritu de la floresta (1). Cosa que es muy distinta a pensar en el alma de la gente que vive en la tierra y colocarla en una jerarquía principal; se parece más a reconocer, entonces, que ella, la tierra, tiene su propia alma, que no es exactamente la nuestra, de cada quien; de hecho, el promedio de la humanidad capitalista –incluidos los comunismos, los cristianismos, islamismos, judaísmos, democracias y dictaduras, todo lo que tú quieras, salvo algunos pueblos silvestres– no paramos de lastimarla. Al alma de la tierra, digo.

Qué desvío largo, pero no… A lo que iba es que las poéticas de autores y autoras de Venezuela, también en los años del gomecismo, se rigieron por estos signos –alma, destino…, secreto– de la tierra. Cuando a Enrique Bernardo Núñez le tocó hacerlo, especialmente en Cubagua, escogió muy bien sus palabras, una a una, e imprimió en ellas un desengaño terso.

Para mí esta novela está entre las obras que más se han acercado a ese corazón que es la imaginación del país, que bombea una esencia que alcanza si no la vida, sí la memoria –y por supuesto que no hablo solamente de la “personal”– de todos los venezolanos. No ha sido la única, claro está, ni de Núñez ni de las artes venezolanas. Pero de las escritas por él creo que es –y quizá él estaría de acuerdo conmigo– la que más cerca…

A pesar de sus noventa páginas, a veces más, a veces menos, dependiendo de la edición y la versión –Núñez mantuvo una relación casi obsesiva con Cubagua, nunca dejó de revisarla y cambiarla–, no es una novela fácil. Tampoco imposible, pero sí exige atención, detenimiento. Perdí la cuenta ya de cuántas veces la he leído –algunas han ocurrido en momentos críticos de mi relación con Venezuela, en los que he sentido que a ella o a mí está por devorarnos un desierto–, pero en cada lectura se me ha revelado como un pozo de un agua siempre fresca que renueva pulsiones que me rescatan de la locura. No quiero sonar exagerado, pero es por un amor muy grande que he caído en esos estadios. Hay gente que nunca debió salir de su país, y no me refiero a mí necesariamente, ni a la totalidad de los 8 millones de venezolanos migrantes a razón del crimen inconmensurable que ha significado el chavismo, pero muchos se han visto en la necesidad de hacerlo y en su desorientación extranjera fueron conducidos directo a la muerte… Podría decirse que la muerte es el colmo del destino, es verdad…, el destino es más poderoso que un deber, que una ley, es y se cumple. Decía que a veces ha sido en momentos como estos que he vuelto a leer Cubagua. Y lo que encuentro entonces no es precisamente un consuelo.

***

Trataré de contar ahora con la mayor sencillez lo que ocurre en la novela…, no me detendré demasiado ni me voy a abstener de adelantos, invito a leerla.

Dividida en ocho capítulos, Cubagua cuenta el viaje que el joven ingeniero en minas Ramón Leiziaga, oriundo de Caracas, graduado en Harvard y al servicio del Ministerio de Fomento, realiza a Margarita y Cubagua, con la misión de estudiar el territorio para su probable explotación petrolera.

La Margarita a la que llega Leiziaga no era la que hoy conocemos –que mientras escribo esto está cumpliendo 20 horas sin luz. Su ruralidad era todavía más extensa, y aunque no era virgen, su naturaleza dominaba casi todo el territorio. No había mayores edificios; digo, no demasiado altos. Castillos sí, un convento franciscano convertido en casa de gobierno, el ayuntamiento aún con el escudo de España. Era todavía colonial y premoderna. Lo que parecía abundar en la isla era el ocio: varios hombres se reunían a comentar la noticia de un racimo de plátanos que asomaba en el techo de una bodega. Hay quienes drenaban su energía recorriendo los campos al azar, con un rifle y sendos perros, entre las sierras y labranzas resecas con fábricas abandonadas cubiertas de plátanos, es el caso de Henry Stakelum, gringo, gerente de una compañía que explotaba –también en la novela en tiempo pasado– unos yacimientos de magnesita: el primer personaje que aparece en relato. Cuando nombra la primera playa, El Tirano, ocurre también la primera regresión: el narrador que viene haciendo un paneo arquitectónico de la isla y quienes la habitan, se remonta a la época de la Conquista y recuerda la estela asesina y violenta de Lope de Aguirre. Marca así el ritmo de la novela, entre el presente de la obra –los 20 del siglo XX– y tiempos de antes, aún más remotos que la Conquista, aún más remotos que las tradiciones y creencias indígenas. A casi cien años del presente de la novela (Núñez empezó la escritura de Cubagua hacia 1929 en otra isla: Cuba) anota el narrador: “Hace un siglo la ciudad fue quemada, arrasada, y desde entonces quedó tal como es hoy, señoreada por su castillo” (5).

Imposible nombrar y detenerse en todos los personajes en estas pocas líneas, pero traeré a cuento los que han de recibir a Leiziaga. El juez doctor Figueiras, autoridad jurídica, un viejo que vive con Andrea, una muchachita “incitante y espigada” (Núñez 6) que el juez había traído del Tuy para servir en su cocina. Apunta: “La castidad de un viejo depende a veces de sus gustos culinarios”. El doctor Almozas, médico, cirujano y partero, como se lee en la puerta de su consultorio, es el próximo: un hombre que usa un fórceps oxidado. Está el matrimonio de Hernando y Etelvina Casas, dueños hasta hacía poco de Las Mayas, “La estancia más rica de Margarita” (13), castizos en su apellido, criollos venidos a menos por la negligencia y dejadez de Hernando. Etelvina merece un comentario aparte: ella ama la tierra, y la tierra le corresponde: “Niños desnudos, con los ojos comidos de tracoma, llegaban en multitudes: 一¡La bendición, madrina!”, y Etelvina se las da, como les daría papelón con limón y dulces –fantaseo yo. Iban allí antes mujeres tejedoras de los alrededores, con cestos llenos de frutas y pescado a lavar y procurarse un poco de agua. El nuevo dueño instaló un alambique y empezó a cobrar el agua –al doctor Almozas se la dejaba gratis– “a Etelvina estos detalles la exasperaban”. A tres días de entregar Las Mayas, fue a “tenderse en los tréboles que circundaban la alberca. Palpaba la tierra acariciándola: 一¡Serás mía a pesar de todo!” (14). Y uno piensa que, después de irse, eso mismo podría decirle la tierra a Etelvina, y probablemente esto sería más cierto.

Esta gente y algún otro reciben a Leiziaga una noche en la casa de Stakelum, bebiendo whisky: copio algunas frases dichas en la conversación de esa noche: “¡Ah, si la isla tuviese agua sería un paraíso! (…). Pero la isla es tan fértil que no necesita agua”. “El progreso llegará a nosotros después de un milenio”. “No basta la iniciativa. Ante todo es preciso dinero”. “Sí, todo puede hacerse y nada”. Ahí, el joven ingeniero de Harvard, sentándose en una butaca y montando los pies sobre la mesa cargada de botellas, dice: “Siempre he acariciado grandes proyectos: empresas ferroviarias, compañías navieras o vastas colonizaciones en las márgenes de nuestros ríos; pero si logro una concesión de esa naturaleza, la traspaso enseguida a una compañía extranjera y me marcho a Europa. Ya tengo treinta años y un jefe, el doctor Camilo Zaldarriaga. Un hombre gruñón y sarcástico, un imbécil. Deseo huir de todo esto, porque hoy los años son días y aquí los días son años”. Así se nos presenta. Y cualquiera pondría en duda la ética –ni hablar del amor– del protagonista de Núñez ante el país. Vuelvo a la conversación: “¡Je, je! Es el pensamiento de todos nosotros: irnos a Europa”. “Europa ha terminado”, afirma Stakelum, “Norteamérica es muy joven. Ustedes están naciendo ahora”. Vuelve Leiziaga: “Sí; ¿a qué preocuparse tanto? ¿No es cierto? He oído esto a menudo. El todo está en vivir. Sin embargo, a mí me parece que Suramérica quiere ser ante todo una señora muy vieja. Se ha puesto arrugas postizas y cabellos blancos. Acaso sea coquetería de joven; pero mientras tanto es preferible la selva, el silencio virgen”. “Pero, ¿a cuál América se refiere usted? ¿Eh?”, interrogó Almozas, indignado, “Usted no me negará, joven, que aquí están las reservas de la humanidad futura, la ciencia…” (11-12). Fue entonces cuando puso en el suelo su maletín de madera y dejó ver el fórceps oxidado.

Después –o antes– están Fray Dionisio de la Soledad y Nila Cálice:

“En Paraguachí, a la hora de las vísperas, en la puerta del templo, se veía un franciscano, hombre alto, cojo, de edad indefinible. Era el párroco fray Dionisio de la Soledad, que seguía con la mirada la puesta de sol y las rojas flores de cedro desprendidas por el viento. Singulares versiones corrían de su llegada al pueblo. Se aseguraba haberle sorprendido de rodillas ante una cabeza momificada que ocultaba cuidadosamente. Otros hablaban de su afición a mascar cierta hierba e indicaban un diente de caimán pendiente de su camándula. Gracias a él, Paraguachí tenía dos torres y gracias a él, desde unas semanas antes se encontraba allí Nila Cálice, hospedada en su misma casa. Con gran beatitud en el semblante, Nila tocaba el órgano. Resonaban entonces profundos gemidos o expresiones de amor incontenible, especie de ráfagas bajo las cuales oscilaban los cirios del altar. Después, vestida de hombre, montaba a caballo. Se la veía a través de los valles grises, de los valles verdes, tornasolados, y en las playas deslumbradoras. La pasión de Nila era la cacería, la danza, dormir al aire libre, galopar horas y horas, lo que al fin y al cabo quiere la vida moderna” (9),

La relación entre ellos comenzó mucho tiempo atrás, cuando unos explotadores de caucho asesinaron a Rimarima, cacique tamanaco y padre de Nila. Navegando por los meandros del Orinoco, tras matar a un blanco, extirparle el corazón, quemarlo y guardar consigo sus cenizas, Nila consiguió a fray Dionisio tratando de leer en la oscuridad de la selva, alumbrándose con un cocuyo –este gesto le salvó de la muerte. Él conocía sus lenguas, amaba a la raza (2) de Nila, los respetaba y admiraba; en algún momento el viejo fraile empezó a revelarle a Nila secretos en los que ya Rimarima comenzaba a iniciarla. Desde entonces se acompañan. De modo que ellos dos son al menos doscientos años más viejos que el resto de los personajes. De ella se va a enamorar Leiziaga, y el fraile habrá de guiarlo hacia el secreto de la tierra, ya no en Margarita sino en Cubagua, donde el ingeniero debe levantar unos planos. Desde el siglo XVI, por las crónicas de Fernández de Oviedo, se sabe que en Cubagua, al oeste, hay “una fuente o manadero de un licor como aceite, junto al mar (…). Algunos de los que lo han visto dicen ser llamado por los naturales stercus demonis, y otros lo llaman petrolio” (3).

Cedeño –un hombre que no sé si es indio o es negro, calculo que ha de ser como ese venezolano moreno, criollo, resulta de un crisol de gentes– los lleva en una barca. En Cubagua vive Cálice, un viejo leproso, que algunas personas en Margarita creen que es el padre de Nila. Cálice, por vivir en la isla, trata con todo el que llega: pescadores, traficantes de perlas. La primera noche en Cubagua –acaso la única–, ya solos, fray Dionisos le muestra a Leiziaga un cuarto entre las ruinas de la otrora Nueva Cádiz. Allí el párroco guarda una bebida, el elíxir de atabapo, que le invita al ingeniero. Le muestra entonces un viejo mapa de Nueva Cádiz, hecho por Luis de Lampugnano, conde milanés –que existió realmente–, quien a principios del siglo XVI quiso inventar una máquina para pescar perlas.

Consultando el mapa de Lampugnano para levantar el suyo, a Leiziaga “se le ocurrió un pensamiento que lo hizo reír. ¿Sería él acaso el mismo Lampugnano?” (34). El siguiente capítulo, “Nueva Cádiz” narra la tortura española y los alzamientos indígenas del siglo XVII: asesinatos, un hombre devorado por perros, Cuciú, una india que los españoles tenían de puta, quemada viva. Una narración enfocada a ratos en Lampugnano, de imágenes poderosísimas y conmovedoras: pocas palabras.

Esa misma noche, después de ese episodio, Leiziaga irá con fray Dionisio a unos sótanos/catacumbas cuya entrada está cubierta de nepentes (4). Afuera, en la superficie y bajo el mar otras cosas irán pasando. Pescadores y barqueros –Cedeño, entre otros– sacan perlas de los placeres para contrabando. Saben que vendrá el sirio Hobuac a buscarlas. Abajo, ya en la gruta, cuyas paredes están ahora cubiertas de oro, Leiziaga asiste a un areyto (5), estimulado por aquel elíxir de atabapo y un polvo gris que se mandó por las fosas nasales. Allí verá a Nila bailando entre hombres “tatuados, con plumajes resplandecientes y mujeres de senos dorados y adornadas de conchas” (67); conocerá entonces a Vochi, su historia.

Esto es muchísimo más complejo de lo que puedo apuntar aquí, vale recordar.

Núñez ofrece también una versión libre del mito tamanaco de Amalivaca y Vochi, como sustrato psíquico de la tierra. A tal punto es libre esta versión, que se anuncia imaginativamente anterior a la versión de los tamanaco. Se plantea que Vochi es originario de Lanka –antiguo nombre de Sri Lanka, que alguna vez fue conocida como “la isla de los mil nombres”, y cuya ciudad más poblada se llama Colombo. Vochi solía viajar por distintas tierras, y hasta fue apresado en Cnossos, antes de llegar al delta del Orinoco, donde (re)conoce a Amalivaca como un hermano por su condición divina. En esta novela, la religiosidad en torno a Vochi y Amalivaca se debe, aparentemente, a un desamparo ante las fuerzas de la naturaleza –producto de una gran inundación– y a cierta ingenuidad, propia de lo humano, frente a las divinidades y sus discursos. Amalivaca y Vochi mienten a los mortales: les dicen que ellos son sus creadores y así dejen atrás lo ocurrido antes de la inundación, para felicidad y consuelo de sus creyentes.

Mientras Leiziaga conocía el secreto de la tierra, un hombre murió en Cubagua. Al día siguiente Leiziaga cogió un arma y robó unas perlas. Fue preso y huyó, con ayuda de Stakelum. Se fue al delta.

Disculpen lo abrupto. Estoy seguro de que, tras lo dicho aquí, prácticamente no he dicho nada. De vuelta, invito a leer la novela –en Internet se consigue. Pero antes de cerrar quiero destacar dos cosas:

El miedo de las mujeres a ser violadas y la amenaza del capitalismo –la explotación y el progreso, su potencia en apariencia inagotable–, frente al cual, en nuestra vida presente –y cada vez menos– solo las etnias indígenas –la mayoría de las que quedan en el mundo entero– parecen ser las únicas capaces de mantener una relación sostenible y sana con la tierra –conservan las visiones. La cosificación de la vida, preeminentemente masculina –no solamente occidental–, parece ser la tragedia más grande de la modernidad: trasciende a nuestra especie. No pretendo con esto que vivamos como originarios. Acaso ya cruzamos un umbral y la tragedia, como el destino, es inevitable. Pero sí quiero recordar que, de todos los tiempos que recorre la novela, esta es la última oración de Cubagua. “Todo estaba como hace cuatrocientos años” (91). Quinientos años después… ¿?

*Núñez, Enrique Bernardo. Cubagua. Monte Ávila Editores, 2011.


Referencias

1 Véase El espíritu de la floresta de Bruce Albert y Dave Kopenawa. Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2023.

2 La raza, que hoy puede suscitar sensibilidades, es la palabra que usa Núñez. Él, que tuvo una formación positivista, solía referirse con amor y admiración, sin ambages, a las “razas vencidas”: indios y negros.

3 Fernández de Oviedo en Enrique Bernardo Núñez, Yagüe Jarque, Eloi, 38.

4 Plantas carnívoras dicotiledóneas. La palabra nepente (“que disipa el dolor”) proviene de Grecia, allí era una bebida divina que inducía el olvido.

5 Ritual indígena, particularmente de la zona cariba, con un sentido de inscripción histórica, a través de un cantar-bailando hechos del pasado.

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