“Si algo marca este poemario de principio a fin es la apuesta por recorrer cronológicamente un pasado que le permite a la voz poética −que se asume en primera persona− hurgar en las memorias de su niñez y adolescencia; un compendio de experiencias afectivas que recuerda con tristeza, rabia, pero también con mucho amor y cierta nostalgia”
Por ALICIA RÍOS
En el último año de mis estudios de Letras, más o menos en mayo de 1980, en la UCAB, tenía como profesor a quien por azar resultaría ser también el tutor de Rafael Castillo Zapata, nuestro querido Hugo Achugar, uruguayo, quien pasaba su exilio en Caracas y quien formó a muchas y muchos de nuestra generación. Un día Hugo me comentó que tenía el manuscrito de un espléndido poemario escrito por un estudiante de la UCV y que pensaba que yo podría escribir sobre éste como último ensayo del curso. Aún recuerdo el envoltorio tamaño oficio, amarillo pálido, delgado, y esas hojas a máquina con algunas anotaciones a los márgenes con lo que con el tiempo reconocería como la inconfundible caligrafía de su autor. Lo leí esa misma noche y, emocionada, le pedí a Hugo que me contactara con su estudiante; inmediatamente comenzamos una profunda amistad que ha perdurado, sin torceduras, a lo largo de toda nuestra vida adulta.
Tuve el privilegio, entonces, de ser la primera en escribir sobre Árbol que crece torcido. Un par de años después me vine a hacer mis estudios de postgrado a Estados Unidos y aquí he hecho la mayor parte de mi carrera académica. Siempre conservé el manuscrito como un tesoro y también mi ensayo, aunque nunca me atreví a releer este último por vergüenza a lo que encontraría. Lamentablemente y de manera muy inoportuna, el verano pasado, arreglando mi atiborrada oficina universitaria, decidí botar mi ensayo a la basura –no sin dudarlo mucho–, pues pensé que ya era hora de andar más ligera de papeles, en este preámbulo raro de quienes comenzamos a hacernos mayores… El libro salió en 1984, pero yo no pude tenerlo hasta el 22 de junio de 1985, tal como reza en su dedicatoria a mano, cuando su autor me dio un ejemplar, en Madrid, en uno de los tantos viajes que hemos hecho juntos. Eran otros tiempos, había que esperar un encuentro en persona para intercambiar materiales. Volví a leer el poemario entonces y reviví la emoción original; he vuelto a hacerlo ahora para escribir estas cuartillas y siento transportarse una vez más a ese sentimiento inicial, pero ahora con los años, luego de mucho estudio, puedo afirmar con certeza la excepcionalidad de este poemario que está cumpliendo sus cuarenta primaveras.
Árbol que crece torcido es un hermoso ejemplar de Ediciones del Guaire, con topa gris y un verdoso árbol, cuyas ramas se extienden a la contratapa. Contiene 12 poemas numerados (divididos del I al VI), sin títulos, distribuidos en dos partes: la primera, “La guarimba encantada”, y, la segunda, “Hay amores que nunca en la vida”.
Si algo marca este poemario de principio a fin es la apuesta por recorrer cronológicamente un pasado que le permite a la voz poética −que se asume en primera persona− hurgar en las memorias de su niñez y adolescencia; un compendio de experiencias afectivas que recuerda con tristeza, rabia, pero también con mucho amor y cierta nostalgia. Es un recorrido entonces desde los afectos, donde además de contarnos la vida íntima de un chico “diferente” −de un “árbol que crece torcido” (y que, por ende, nunca su rama endereza)−, que además se reconoce como “Rafaelito” en cierto momento, nos ubica, o podría hacerlo, en un libro de carácter autobiográfico, con todo lo que ese término implica como pacto de lectura. Toda esa sensibilidad exacerbada no se lleva bien con las expectativas de un sujeto masculino de esa época, su mochila está llena de frustraciones que le pesan considerablemente. Por otro lado, se nos va describiendo magistralmente a sus lectores el marco específico del lugar geográfico donde transcurre esa vida que se nos cuenta: la Caracas de los sesenta y setenta del siglo pasado, en el Este de la ciudad, llena de propaganda publicitaria de todo tipo, de grafitis sobre la situación política nacional e internacional, de sus cines, de las series y programas televisivos, del Ávila… Junto a todo esto, conocemos a la familia del hablante: una madre costurera que, de haber podido, habría sido una reconocida poeta −como lo es nuestro autor−, un padre burócrata, muy trabajador y por temporadas ausente, junto a una hermana mayor a quien admira por su belleza y entereza. Entramos así, casi en calidad de flâneurs, al alma y al contexto físico y afectivo de ese hablante que nos enternece, con quien simpatizamos muchas veces y con quien tal vez en algunos momentos nos identifiquemos. Alguien que no se destaca en los deportes, cuatro ojos, muy tímido, que no sabe cómo responder adecuadamente a los retos de una sociedad machista, pero que dibuja espléndidamente, destaca en el colegio por sus buenas calificaciones y cuyo mundo interior se nutre de lecturas y ensimismamientos.
En el último poema pareciera, sin embargo, que por fin este yo ha encontrado su camino y se siento conforme de quien ahora es; pareciera cerrar con una voz poética que ahora enfrenta con orgullo su diferencia y que se ha fortalecido con ese ejercicio genuino de abrir la puerta a su pasado para sanar. Frustraciones, amores y desamores, la ciudad y la familia pueblan un universo sensible y en constante tensión en el que ese hablante nunca logró encajar con las expectativas de lo que la sociedad y su madre exigían de un chico de clase media trabajadora caraqueña.
Párrafo aparte se merece la cadencia particular de la escritura de este poemario, con un tono que confieso no puedo desligar de la propia voz de su autor, quien junto con una amiga y cinco amigos poetas conformaron el disruptivo grupo Tráfico. Seis voces que, en su momento, ofrecieron numerosos recitales al aire libre y en lugares emblemáticos de la capital, en los que leían sus textos ante un público cautivo, algo inusual en la cotidianidad de aquella ciudad. Es una cadencia curiosamente –o tal vez no lo sea tanto–, muy “masculina”, que recurrentemente se contagia de versos de boleros emblemáticos de la generación de los padres del hablante.
Poemario que, en última instancia, se convierte en un tributo maravilloso a la vida, a los afectos, al dolor, a la diferencia, a la música del Caribe y a una ciudad donde aspiro que aparecerán nuevos lectores, a pesar de los momentos extremos que vive el país, pues este año se ha publicado, gracias a Oscar Todtmann Editores, la Poesía completa 1984-2008 de Rafael Castillo Zapata, cuya primera parte corresponde a la reproducción del poemario que venimos trabajando. Me atrevo a soñar con que estos nuevos lectores lograrán también reconocerse en este texto sensible, bien trabajado e innovador. Anhelo que, aunque el envoltorio y las formas pueden haber cambiado mucho, muchísimo, en estos cuarenta años, los afectos y la manera de enfrentar lo que en verdad importa, nunca cambian para quienes estén dispuestos a leer poesía.