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Un clásico

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“No sé si los cuarenta años que han transcurrido desde la primera edición de Árbol que crece torcido (1984), de Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958), son suficientes para probar la resistencia de ese libro al paso del tiempo, pero yo pertenezco a una generación que no se puede permitir extraviarlo. Apareció durante los años del Grupo Tráfico, su oposición a la poesía que se escribía entonces en Venezuela, de acuerdo con su criterio, conceptualista, geométrica y burguesa”

Por ALEJANDRO CASTRO

En una conferencia de principios de los años noventa, para responder a la pregunta ¿qué es un clásico?, el escritor sudafricano J. M. Coetzee completa un enigmático itinerario. Comienza glosando las palabras sobre el poeta romano Virgilio que pronunció T. S. Eliot en 1944 y termina en una tarde de 1955, cuando Coetzee tenía quince años y escuchó por primera vez en Ciudad del Cabo la música de Bach. Ni Eliot menciona en su conferencia la guerra (Londres estaba siendo entonces bombardeada por la Alemania nazi), ni Coetzee el apartheid en la suya. Coetzee admite la idea de que el clásico es aquel que sobrevive al paso del tiempo, que es capaz de dirigirse a las generaciones sucesivas y hablarles «a través de las épocas». Sin embargo, reconoce también los momentos de la historia en que los clásicos dejaron de serlo, desapareciendo casi por completo de la vida cultural a veces por largos períodos de tiempo, hasta que resurgen gracias a unos pocos que, durante ese olvido, se empeñaron en estudiarlos, como a Bach los románticos, como a Virgilio los modernistas. Historizar así al clásico, para Coetzee, no es despojarlo de su condición porque esta no proviene de ninguna característica esencial, sino precisamente de su capacidad de resistencia. Clásico no es lo que no conoce la muerte, intacta su belleza, sino lo que sobrevive bombardeado. Clásico es aquello que resiste el asedio de la barbarie porque «hay generaciones de personas que no se pueden permitir dejarlo ir».

No sé si los cuarenta años que han transcurrido desde la primera edición de Árbol que crece torcido (1984), de Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958), son suficientes para probar la resistencia de ese libro al paso del tiempo, pero yo pertenezco a una generación que no se puede permitir extraviarlo. Apareció durante los años del Grupo Tráfico, su oposición a la poesía que se escribía entonces en Venezuela, de acuerdo con su criterio, conceptualista, geométrica y burguesa. La homilía marxista del “Sí, Manifiesto” (1981), proclama fundacional del grupo, guarda la memoria del enconado desprecio de las clases medias intelectuales a nuestra «incolora» y «nauseabunda» «democracia petrolera». Contra ella, contra la democracia, el Grupo Tráfico conjuró una dicción levemente coloquial e intimista por la que se coló, por primera vez en nuestra historia, la figuración de la experiencia homosexual en el poema. Los homosexuales llegaron a la literatura venezolana a mediados de los años ochenta y por la puerta que abrió Tráfico, la que daba a la calle. No solo Castillo Zapata, también Yolanda Pantin, en Correo del corazón (1985), y Armando Rojas Guardia, en Yo que supe de la vieja herida (1985), escribieron poemas estructuralmente atravesados por el deseo homosexual, pero fue necesario ese «sí» performativo, heurístico.

Las primeras figuraciones textuales del cuerpo homosexual en Venezuela tuvieron lugar en el ámbito de la poesía: una lengua en estado de excepción, que suspende o posterga el sentido en beneficio del sonido. Árbol que crece torcido es un archivo de calambures, paranomasias, anáforas y aliteraciones que componen una música menor, el paisaje sonoro del niño mariquito. Porque el que dice yo en Castillo Zapata es un niño que descubre avergonzado que es tan hábil en lo que debería ser torpe, como inepto en lo que debería ser diestro. Pese a ello, la canción de ese niño paria insiste en reclamar su pertenencia, su herencia cultural, lo que le ha sido legado a pesar de las humillaciones: las películas de sus tíos, los poemas de su madre, los boleros de todos, el acento, el asombro y la vulnerabilidad de su infancia en Caracas. El que dice yo en Árbol que crece torcido defiende con los dientes su derecho al pasado, a tararear lo común del pasado: llegó de primero, pero venía de donde venimos todos.

La idea de lo clásico como enemigo de lo bárbaro la tomó Coetzee del poeta polaco Zbigniew Herbert, cuya vida estuvo marcada, como la nuestra, por la opresión y el exilio. Tal vez un día nacerá en Venezuela una generación de personas sordas a la canción del niño mariquito, pero nosotros no podemos darnos el lujo de pensar que toda esta muerte fue un destino. Nosotros, que hemos visto lo que ocurre cuando se rompen los pactos sociales, que hemos sido expulsados hasta del territorio común, que nos quedamos sin pasado y sin madre, que vimos desmoronarse un mundo cuyos escombros cargamos por los caminos del exilio, seguiremos a la sombra del Árbol que crece torcido.

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