Por COLETTE CAPRILES
No es fácil inventar un nuevo género literario. La colección de «cuentos» −en el sentido que luego voy a describir− que Milagros Socorro nos muestra (en un gesto muy parecido al del dueño de bodega llevándonos por la oscuridad hacia los tesoros de su cava mientras elabora mentalmente la lista de las experiencias que nos va a ofrecer) constituye, en mi opinión, una forma de escritura o de expresión literaria desconocida.
Su material son estos «cuentos». Un «cuento», tal como lo entendemos los venezolanos −y dejo para la especulación antropológica su genealogía mediterránea y africana−, es algo así como un pedazo narrativo que nos define o que nos marca en la complicidad cultural. Una anécdota. Es, sobre todo, nuestra oralidad, nuestra modesta odisea cotidiana que, como su ancestral origen, quiere también servir de ilustración moral. Porque tiene, por fuerza, que provocar una reacción inmediata en quien lo escucha. Risas o asombro, o, más bien, asombro y risas, como signo jupiteriano de empatía e identificación. El «cuento», por cierto, solía ser protagonista en circunstancias asociadas, precisamente, a lo comunitario: velorios, bautizos, casamientos. Pero su función social puede ser más compleja, como la que señala José Ignacio Cabrujas en aquella entrevista que se cita como El Estado del disimulo: para reducir las tensiones jerárquicas en nuestro rígido pero serpentino igualitarismo. Se refería a una de estas ocasiones más o menos solemnes en las que un individuo era distinguido con algún premio o reconocimiento y, apenas roto el tedioso protocolo de discursos, los amigos del homenajeado rompían a «echar los cuentos» que describían al recién consagrado como el tipo normal del vecindario, nada excepcional y hasta lentón. «Imagínate tú, fulanito terminó como doctor honoris causa… ¿y tú te acuerdas cuando lo dejamos encerrado en.. .?». El «cuento» viene a suplir la diferencia, la distancia que pudiera inscribirse en el mérito o en la buena suerte, lo que Cabrujas, de paso, interpreta como el fundamento del cinismo legal o moral que nos caracterizaría y lo hace, por cierto, «echando un cuento», puesto que ejemplifica su punto con una experiencia que tuvo como director de Cultura de la Universidad Central de Venezuela.
En todo caso, el «cuento» tiene algo que ver con la dimensión pública de la persona que lo protagoniza, es decir, con su lugar en un mundo codificado del cual el «cuento», precisamente, es ilustración y, muchas veces, excepción. Forma parte de nuestra educación moral cotidiana, por ello conlleva una especie de moraleja o final agridulce y es casi siempre ambivalente, aunque hay, y ya lo verá el lector, los que celebran la inocencia (que es el mundo premoral). Algunos funcionan también a la manera de las vidas ejemplares y se conservan como testimonio de un particular rasgo de carácter. En muchos hay un ingrediente asociado a la vergüenza, indicador infalible de que hay una lógica moral con la que está lidiándose; pero justamente la anécdota viene a presentar al público la vulnerabilidad que nos avergüenza, para recordarnos, gentil, compasiva y risueñamente, que todos vivimos bajo el signo de la fragilidad de lo humano y, por añadidura, para permitir que circulen en la sociedad los humores de la envidia y el resentimiento, disminuyendo su toxicidad. Aquí es donde Cabrujas, con su estentórea voz, interviene para corregirme e insistir en que es esa toxicidad la que se multiplica con la erosión de las diferencias, con la identificación del farsante o del que no está en su proper station, como diría el filósofo Bernard Williams.
Pero todo esto es materia de la oralidad, de la memoria contada y, como dije, la metamorfosis de estos «cuentos» en palabra escrita es materia de un nuevo género literario, que no es crónica porque el narrador es siempre protagonista −aunque no sea la misma persona cuya peripecia ilustra−. Porque el «cuento» es un relato íntimo que uno repite hasta darle la forma dramática que exige su función moral. Los hechos ocurrieron, se nos asegura siempre taxativamente, y hay un afán de verdad particular que a la vez aspira a una universalidad limitada, si es que cabe la expresión, a decir algo que significa algo para el que escucha, es decir, que pone en juego los códigos locales compartidos, los referentes específicos sin los cuales el «cuento» no existe. De allí su vecindad con la infidencia y su hermandad inconfesada con el chisme, esa amalgama que nos mantiene unidos.
Por esa familiaridad imprescindible, todos los «cuentos» de este libro están conectados a través de la coleccionista que es Milagros Socorro. Seguramente lo están por muchas dimensiones, pero hay una que me pareció predominante: el tránsito, sea de lo rural a lo urbano, de la periferia al centro, del interior a la capital, de lo conocido a lo desconocido. Esto ubica el conjunto en un particular periodo: el de la emigración interna y el descubrimiento de lo diferente y su intempestiva fusión moderna; el de la realización idealizada de las bondades civilizatorias del petróleo y de la democracia.
Entonces se produce como un contrapunto doloroso que es, en realidad, el que le da sentido tectónico a este libro. Ese ayer y este hoy, resplandor y oscuridad de una misma tierra. El lector lo apreciará como ocurre con las fotos familiares, tan lejanas y tan propias, tan codificadas y tan elocuentes, pero siempre entrañables.
*Un café con el dictador y otros relatos sin ficción. Milagros Socorro. Kalathos Ediciones. España, 2019.
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