Por JUAN CARLOS CHIRINOS
Baltasar Gracián dice que los sujetos eminentemente raros a veces no nacen en el tiempo que les corresponde −quizá se refería a sí mismo−, pero concluye que lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, «y si no es este su siglo, muchos otros lo serán». Quizá por eso los textos de José Balza (Delta Amacuro, 1939) me están diciendo muchas cosas todo el tiempo; la posteridad dirá a ustedes con más fuerza otras. Por fortuna el siglo que le ha tocado vivir a este escritor ya va con su obra, y estoy seguro de que muchos otros siglos la leerán con provecho. Los que compartimos su tiempo hemos tenido la suerte de toparnos con él y aprender de primera mano. En sus libros, claro, pero también con su magisterio en la Universidad Central de Venezuela y su presencia, ya indispensable, en la cultura venezolana. Cada encuentro con José Balza es para mí un tesoro. Una ocasión para la sabiduría y el afecto; la risa y la complicidad; el aprendizaje y la magia. Solo la lectura de sus libros, sus cuentos, sus novelas, sus ensayos son comparables con la amena conversación y la alegría de compartir a su lado.
Una experiencia honda y fascinante
Para nadie es un secreto que la literatura venezolana, en estos últimos veinte años, ha eclosionado editorialmente más allá de las fronteras a causa de varias razones que han sido expuestas numerosas veces, pero eso no quiere decir que fuera una desconocida. Nuestros escritores, de Andrés Bello a Adriano González León, han hecho importantísimos aportes a la historia de la literatura en español y han llevado sus nombres más allá de las fronteras porque, aunque ese fenómeno actual conocido como «la diáspora» ha acelerado la presencia de los venezolanos en otros países, los artistas siempre han sabido viajar −y, con ellos, hacer viajar a sus obras− a otros lugares para darse a conocer. La vida y la obra de José Balza, del que celebraremos su 80 cumpleaños el próximo 17 de diciembre, no es una excepción. Julio Cortázar reconoció en él a un autor cuya lectura «es a la vez una experiencia honda y fascinante». La fascinación de lo vasto, agregaría yo, pues recorrer la obra balziana es embarcarse en una aventura transgenérica que, cómo no, mantiene múltiples vasos comunicantes. Balza es cuentista, novelista y ensayista (y, por cierto, pintor); y en el territorio del ensayo ha abordado la historia, la literatura, las artes plásticas, la música, el cine e incluso la tecnología. Se diría que, como el personaje de una de sus obras mayores, Percusión, su objetivo es el mismo que llevó a Alejandro hasta los límites de la India: conocer. En el macedonio, esta pulsión es conocida como póthos, el vivo deseo que lo impulsa a acometer empresas aparentemente excéntricas; el póthos de Balza está descrito en aquella novela: «Ahora reconozco que mi maldición tenía un nombre: el impulso de entender. Únicamente la más intensa cópula ha sido comparable −para mí− con las milagrosas escalinatas del pensamiento. Saber: allí residía el peso que me arrastraba de un ser al nuevo, de un sabor a otro, de un continente a inesperadas oscuridades geográficas». La comparación no es baladí: el goce del sexo, quizá la más terrenal de las sensaciones, tiene su origen, parece decirnos Balza, en las excelsas alturas de la mente. ¿De qué otra manera podía ser?
Como broma, pero también como admiración, se ha dicho siempre que Balza se ha mantenido joven a lo largo de los años; es cierto porque su contextura física hace pensar a quien lo conoce que es mucho más joven siempre, pero yo creo que sobre todo se debe a que hace mucho tiempo descubrió el secreto de la eterna juventud: un pensamiento vibrátil. Hace diez años, el escritor y periodista cubano Raúl Rivero escribió la reflexión que mejor se ajusta a (y explica) la juventud balziana: «José Balza es el único escritor que ha vivido 38 años de adolescencia. Cerró esa etapa una mañana, en Samarcanda, cuando comenzó a escribir su novela Percusión, aturdido todavía por el saludo de los poetas de esa ciudad». Esa frase, ya célebre, es esta: «El hombre más bello es quien llega desde el lugar más lejano». ¿Y quién es el viajero que llega de los lugares más remotos más que el que narra? Un escritor, sin moverse, avanza hacia los territorios más ignotos y los trae hasta nosotros en forma de palabras e imágenes hermosas.
Todos los inicios, el inicio
Si alguien me preguntara por dónde comenzar a leer la obra de José Balza, puede que le diere este consejo: ve y emborráchate con él. Consejo decididamente heracliteano, por oscuro, pero también democríteo, por el futuro que promete. El mismo consejo, más pedagógico, sería desearle suerte a ese lector novato en «balzas» y rogar por que entre a su obra por la vía que mejor le convenga. A mí me tocó comenzar con sus primeros cuentos publicados, Ejercicios narrativos (primera serie), y tuve la suerte de dar con un relato que todavía disfruto, un raro ejemplo balziano de ciencia ficción: Zoología, el episodio de un ser vivo que cae a la tierra como un meteorito y agoniza. Yo era muy joven cuando lo leí por primera vez, quizá no tendría aún dieciocho años, y fue el detonante suficiente para querer leer todo lo demás.
En 1986 apareció el volumen La mujer de espaldas, otro título fundamental en la bibliografía de Balza, y allí los lectores descubrimos asombrados varios relatos que ya hoy en día son canónicos no solo de su obra sino de la narrativa en español: el que le da título al libro y el que se publica en este mismo Papel Literario, La sombra de oro, en el que el autor «comete el acierto» de jugar con una coma para cambiar de narrador, siguiendo quizá el ejemplo del Quijote, en el que una coma se convierte en el eje de los tres géneros mayores, poesía, épica y drama (me refiero al episodio en el que don Quijote es atendido en la venta por mujeres que él cree grandes damas: «nunca fuera caballero de damas tan bien servido…»: aunque parece que esa coma fundamental no habría sido idea de Cervantes sino de quien compuso la edición).
En realidad, no importa por dónde se comience a leer la obra de Balza; ella misma lo va llevando a uno de un lugar a otro, de una idea a otra, y cuando no estás preparado para adentrarte en alguna página, te detiene amablemente. O al menos eso me ocurrió a mí en el caso de Percusión, cuya lectura no tuvo lugar hasta que no hizo clic algo dentro de mi cabeza y me permitió comprender lo que leía. La literatura, lo sabemos, no es el territorio del aprendizaje sino del gozo, y el que no sabe antes, no sabrá nunca −hasta que sabe−.
Ese dulce instinto terrestre
La obra ensayística de Balza ofrece numerosas posibilidades de lectura. Yo me decanto decididamente por la musical −él proviene de una familia de músicos, de alegría−, por la que prima lo sensual por encima de lo intelectual. Quizá por ello mi libro preferido sea El fiero (y dulce) instinto terrestre, pues me reconozco en sus ensayos como se reconoce uno en lo poroso de la carne. Los ensayos de Balza siempre huelen a algo; y estos huelen a páginas, a amigos, a una fruta que está a punto de pudrirse, esto es, perfecta para devorar.
Sin embargo estoy consciente de que un buen lector de los ensayos de Balza se inclinará sobre las páginas de Este mar narrativo, porque Cervantes es el gran maestro; buceará con interés en El bolero: canto de cuna y cama, porque Bola de Nieve no puede faltar nunca en la discoteca de un buen melómano; y al menos se detendrá una vez en los breves pero definitivos Proust, Lectura transitoria (su acercamiento a la obra de Cadenas, otro grande), Narrativa instrumental y observaciones y Los cuerpos del sueño, para conocer el pensamiento del autor sobre el arte de escribir. Y todo venezolano al que le duela su país, o persona interesada que quiera entenderlo, tiene el duro pero placentero deber de leer Pensar a Venezuela, donde la lucidez de su pensamiento disecciona los males y los bienes que nos han conformado como nación. Lo que hace aquí en ensayo lo replica en la que hasta ahora es la última de sus novelas, Un hombre de aceite, que considero el epígono o diádoco literario ideal de la magistral Percusión: lo que cuenta aquí en trescientas páginas, allí lo dibuja en poco más de ciento cincuenta. Emula a Armando Reverón, cuya obra última elabora cada vez con menos elementos lo que en su obra primera creaba. Siempre con genio y maestría, desde luego.
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Así que rendimos este justísimo homenaje escrito a José Balza, no solo por sus 80 años, sino para tratar de devolverle un poco de todo lo que él, con su obra, nos ha dado. Porque, como diría el recordadísimo Eugenio Montejo, «Ningún amor cabe en un cuerpo solamente,/ aunque el alma se aparte y ceda espacio/ y el tiempo nos entregue las horas que retiene». Las que han sido. Y las que serán.
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Juan Carlos Chirinos es narrador y biógrafo
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