Por GABRIELA KIZER
Podría mirarse, en perspectiva, la poesía de Yolanda Pantin desde la afirmación con que comienza este Diario: “La más bella ficción es el relato de origen”. De esta afirmación penden ⎯entrelazándose, soltándose⎯ vivos y muertos (“la parentela”), el país, raigambre y pérdida de un paisaje, un terruño, Turmero (“pueblo levantado en la escritura a punta de voluntad”).
La más bella ficción se planta así, de entrada, frente a uno de los momentos más álgidos de la trágica deriva en Venezuela. No está de más recordar el aluvión que en los años 2016, y sobre todo 2017, se lleva por delante y arrastra pendiente abajo al “país en peso”: conflictividad política y social, hiperinflación, escasez, criminalidad desatada, miseria, desolación… una gama emocional colectiva que fluctúa entre el desaliento, la resistencia, la desesperación, y que se ve reflejada en la ola de protestas y manifestaciones.
Ante la avalancha opresiva, la línea que traza Un año y unos meses registra el curso de ciertos días, amarra pensamientos, sueños, poemas, esbozos, noticias, recuerdos, afectos, lecturas, destellos que estremecen. Entre la vida y la poesía, se trata de un diario forjado con atenciones: a la luz, a ciertos paisajes, al canto preciso de los pájaros, a los sonidos que surgen repentinos, a los sueños, a las conversaciones oídas al descuido en las colas, a las visiones demoledoras de las barricadas. Y atención sobre todo a la poesía (lo que ella es, cómo se está en ella), a los movimientos fugaces del poema y al poeta (su ser, su vocación, la necesidad de su testimonio).
Si bien no se trata de un ‘diario íntimo’, conmueve hondamente la intimidad que mueve en el lector, una autenticidad en el decir, que, como bien ha señalado Antonio López Ortega, constituye el tono personalísimo de Yolanda Pantin. Conmueve asimismo cierta doblez o tensión en el ánimo que sostiene y alienta el gesto de su escritura: de un lado, el pulso firme, la reciedumbre que resuena en diversas imágenes a lo largo del libro; de otro lado, fragilidad e indefensión. Percibo este doble talante en la tenacidad con que la abuela repara “la precaria silla” de Marijí (“La sillita de Marijí/ es su persona”); en la “jarra de agua helada” que cae sobre la escritura y nos hace sentir tanto su vulnerabilidad como su ímpetu; en la manera como la poeta levanta espacios salvos, salvados, protegidos; en la manera como levanta incluso el tiempo:
(anoche) prendí una velita al borde de la hondonada
y el día levantó.
En la delicadeza de este gesto y en la vigilia que instaura está su fuerza retadora. La imagen nos brinda también ese borde o precario lugar desde el cual se levanta sobre todo una voz, no al margen sino en el margen de estos días durísimos, en doloroso y consciente diálogo con ellos.