Por STEFAN COLLINI*
En el 40 aniversario del nacimiento de la democracia en la Venezuela moderna, en enero de 1998, Luis Castro Leiva, fallecido a los 56 años de una presunta hemorragia cerebral, se convirtió en el primer ciudadano en dirigirse al Congreso de la República sin ser miembro de ese cuerpo.
Su apasionado discurso fue televisado y resultó impactante. Hizo un rotundo llamado a la clase política para que tomara conciencia de sus responsabilidades, instándole a abordar los intrincados problemas sociales y económicos del país, sin sucumbir al amiguismo, al capitalismo desenfrenado o al absolutismo atávico.
Más adelante se convirtió en un crítico abierto del populista Hugo Chávez, el líder de un fallido golpe militar que fue elegido presidente el pasado diciembre. Las predicciones más sombrías de Castro Leiva sobre el resultado de la victoria de Chávez se han venido cumpliendo.
La voz de Castro Leiva fue de las más particulares de su país, producto ésta del enfrentamiento entre la tradición retórica latinoamericana y la sobria ironía inglesa que tanto apreciaba.
Argumentaba que la estabilidad del país a largo plazo dependía del Estado de Derecho y de la alternancia de partidos. También fue el padre fundador del rugby venezolano.
Luis Castro Leiva fue el hijo de un oficial del Ejército y de su esposa chilena. Se graduó en derecho de la Universidad Central de Venezuela en 1966 para después cursar un doctorado en filosofía del derecho en la Sorbona en París. Desde sus primeras lecturas escolares desarrolló una imagen idealizada de Inglaterra, y estando de regreso en Caracas para ejercer un puesto académico, éste, como cualquier otro propósito académico de mayor sobriedad, lo llevó a Cambridge en 1971 y a un doctorado sobre “La noción de hecho en el derecho inglés” que se convirtió en un estudio detallado del desarrollo del jurado británico en la alta Edad Media.
Fue notable el hecho de que un estudiante de su formación se enfrentara con éxito a los registros legales del siglo XIV, y en cierta medida, aún más notable que cayera bajo el hechizo de la elegante e irónica prosa de F. W. Maitland, el más grande de los historiadores del derecho inglés, quien se convirtió en un punto de referencia constante.
Castro Leiva regresó a Venezuela en 1975, desempeñando cargos académicos y eventualmente estableciéndose en el recién fundado Instituto Internacional de Estudios Avanzados, IIDEA. Pero había sido tocado por lo que él vio como la vena escéptica y escrutadora del pensamiento anglosajón, y se convirtió en un historiador de las ideas y en un crítico cultural, escudriñando algunos de los iconos políticos de su país.
Esta fue la base de su posterior papel público, y le valió el reconocimiento académico, tal como sus estancias en la Cátedra Simón Bolívar de Cambridge en 1992-1993 y dos periodos como Profesor Tinker de la Universidad de Chicago en 1997 y 1999.
En la década de los años ochenta se opuso a la tradición venezolana de que la política se debía conducir o bien como el ámbito de la trascendencia o como el teatro del heroísmo.
Lo que él quería eran principios y pragmatismo, que procuraran ser resultados lo menos perniciosos posibles, dadas las circunstancias históricamente limitadas. Polemizó —y podía hacerlo como pocos— en contra de los dogmas rivales del nacionalismo del “hombre a caballo blanco” y el neoliberalismo de libre mercado. Anhelaba el respeto por las formas democráticas, acogiendo la disciplina moral de aceptar la derrota o la victoria política dentro de un marco previamente acordado.
Expresó también sus opiniones en las columnas del Diario de Caracas y, más tarde, en El Universal. Sus magnéticas apariciones televisivas —con elocuencia e ingenio a la par de encanto y buena presencia— culminaron con su comparecencia ante el Congreso.
La posición única de Castro Leiva en la vida venezolana se basaba también en su estilo. Sus escritos combinaban la meditación metafísica con las anécdotas cotidianas, aderezadas con un humor escandalosamente extravagante.
Su meta fue nada menos que la educación ética de sus lectores, esa incitación a la reflexión y al autoanálisis que él veía como el principio de la comprensión de cómo llevar la vida. Cuando sintió que la situación política se volvía cada vez más grave, sus escritos se volvieron cada vez más directos y urgentes, pero nunca perdieron esa extraordinaria capacidad de hacer sentir a cada lector como si fuese el único objeto de su mensaje.
En su vida, como en sus escritos, Luis Castro Leiva nunca se refugió en lo formal, lo abstracto o lo profesional. Su vida práctica fue un caos cautivador de entusiasmos cumplidos a medias. Mantuvo con rigor su independencia política y económica, rechazando las recompensas que su fama podría haberle otorgado.
Para la élite acomodada de Caracas llevaba una vida de bohemio desaliñado, conduciendo viejos y decrépitos cacharros, desprovistos de comodidades tales como puertas que pudieran abrirse o cerrarse. Para muchos, su vínculo con el rugby fue una muestra más de su excentricidad; en realidad, fue otra manifestación de su anglofilia, de su preocupación por el equilibrio entre individualidad y solidaridad, y de su inquieta fuerza física.
Su seriedad —y a veces depresión— iba siempre acompañada por su exuberante vitalidad humorística, que encontraba escape en invenciones surrealistas y un don para la personificación. Su destreza con los idiomas y acentos lograba arrancar carcajadas a amigos de diferentes países.
Deja una esposa, Carole Leal, y dos hijos de su primer matrimonio. Y deja amigos en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos sintiendo que una parte vital de su mundo se ha roto. Fue una fuente incomparable de diversión y, sencillamente, el hombre más adorable que he conocido.
*Stefan Collini es crítico literario y académico, profesor de Literatura Inglesa e Historia Intelectual de la Universidad de Cambridge. Este texto fue publicado el 22 de abril de 1999 en The Guardian.