Por EDNODIO QUINTERO
Introito
Los últimos meses de este aciago año de la peste mi ya deteriorada salud sufrió un lamentable empeoramiento. Aunque ya estoy mejorando, desde hace tiempo sé que mi insuficiencia respiratoria sólo puede ir a peor: el día menos pensado me quedaré sin aliento. El tiempo que aún me resta por vivir se reduce cada vez más. No vislumbro en mi futuro una apacible vejez, tal vez tampoco la deseo. Comparto con mi admirado Samuel Beckett lo que dice en una entrevista a Charles Juliet: “Siempre he deseado tener una vejez tensa y activa… El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye”. En fin, que mi fecha de caducidad está escrita con caracteres rupestres en las líneas de mis manos y en las arrugas de mi rostro tan parecidas a los surcos que trazaba el arado de los bueyes que mi abuelo Rufino Quintero guiaba por las resecas laderas del páramo de El Pajarito.
Mis días en el planeta tierra están contados. Por supuesto, no voy a pedir cacao al gran Señor aquel que según afirman algunos de sus hinchas y tifosis es quien concede los plazos cuando ya se agota el tiempo que nos han otorgado. El año pasado hice un pacto con Odín, y hasta el presente el dios de los vikingos no me ha quedado mal.
Tampoco me voy a sentar a esperar la llegada de la Pelona y lamentar mi destino pues si volteo la mirada hacia atrás debo reconocer que, salvo un cruel evento que nunca logré comprender, he sido una persona afortunada. Dedicaré estos días, meses, quién sabe si años de más, a hacer lo que siempre me ha gustado: escribir. Persistiré al igual que un topo en mi pasión por la ficción. Y en una libérrima y obscena exhibición del yo intentaré dar cuenta de manera fragmentaria de mi experiencia vital en el planeta de los simios: sueños, recuerdos, anhelos, pensamientos que jalonaron mi existencia terrenal.
Mérida, mi herida, 1° de diciembre de 2020.
Canopus
Con la punta del zapato de mi pie izquierdo apoyada en el pedal, la mano zurda en el manubrio, doy un impulso preciso a la bicicleta, la dejo correr. Luego, mediante una maniobra que de tanto practicarla la sé de memoria, me veo encaramado al igual que un jinete eléctrico en el lomo de mi caballito de fierro. Que tantas satisfacciones y alegrías me supo regalar durante los meses felices que a mis doce años pasé en un pueblo de la cordillera occidental de mi país.
Yo estudiaba sexto grado de primaria en Jajó y fue allí donde me enamoré a primera vista, como un loco, de una bicicleta. El dueño de aquella preciosidad era un tipo hosco al que apodaban El zurdo, que la alquilaba por horas. Lo malo era que yo no sabía manejar bicicleta. El zurdo se ofreció para enseñarme, aprendí en un solo día y ya no quise bajarme de la bici, hasta que al final de la primera semana me di una caída aparatosa, mi frente chocó con el filo de una acera y se me abrió un tajo en la ceja izquierda. Por suerte, la bici salió ilesa. Sesenta años después aún conservo la cicatriz
Por una de esas volteretas del destino, dos semanas después de la colisión la bici pasó a mi propiedad. Bastó que le propusiera un cambalache al Zurdo, le ofrecí mi reloj, un Tissot antimagnético, que en mi ignorancia y en la suya quería decir que las agujas se podían ver en la oscuridad, y trato hecho. Por supuesto, en mis planes no figuraba la posibilidad de alquilar la flamante bicicleta. La quería sólo para mí.
Al anochecer, cuando las calles comenzaban a vaciarse de los escasos paseantes, yo solía salir hacia la entrada del pueblo pedaleando con furia y en pocos minutos me internaba en la carretera bordeada por bucares, sauces y eucaliptus que en algunas zonas formaban túneles como extraídos de una película de misterio. Lo que me fascinaba de esas escapadas en solitario era el caudal de luz que brotaba de la linterna de la bici accionada por el dinamo adherido a la rueda trasera. Un chorro de luz que resplandecía con mayor intensidad a medida que el pedalear se hacía más rápido. Luz que horadaba las tinieblas al igual que una bandada de millares y millares de luciérnagas, al igual que una estrella de primera magnitud: Sirius, Arturo, Aldebarán, Canopus. Luz que parecía manar como un precioso surtidor no sólo de un artefacto eléctrico sino del interior de mi cuerpo impulsada por el golpear alborotado de mi joven corazón.
Ah, y el viento amarillo que chicoteaba mi rostro, mi cuello y mis manos; el frío de la noche que me hacía temblar de emoción. Por momentos, embriagado por mi temeridad pues quién sabe si en alguna oquedad del camino se ocultaba algún demonio, yo pedaleaba hasta casi perder el aliento, soñando que a la bici le salieran alas, como a Pegaso, y que ambos nos fundiéramos en lo más profundo de la noche rumbo a Canopus, que al decir de mi madre era la estrella evocada por los moribundos.
02/12/2020
El canto del gonzalito
Desde hacía un tiempo que se estaba convirtiendo en una eternidad yo andaba extraviado en un laberinto mental. Y no encontraba la más remota idea que me ayudara a encontrar una salida. Mi exacerbatio cerebri me mantenía al borde de la insania mental. Cuando ya aquellos infames días han quedado sepultados en el olvido me apena confesar la causa primera y principal de aquella deriva que por poco me deja para el arrastre —utilizo una expresión taurina pues a los toros muertos en la arena los arrastran unos mono sabios y un borrico, y así me sentía yo. Me creerán si les digo que llegué a contemplar el suicidio como posible vía de escape. Pensar que me había apegado al igual que un piojo a una mala pécora. Una mala mujer que me había sorbido el seso y que amenazaba con dejarme en el puro hueso. Ni siquiera era bonita, bizqueaba, tartamudeaba a ratos, siempre andaba resfriada, de su boquita pintarrajeada brotaban sapos y culebras. Tenía un carácter agrio y mezquino. Y aún así, yo andaba pegado a su falda como un perro fiel.
Lo curioso era que estaba consciente de mi extravío, en teoría sabía lo que debía hacer. Rita, una amiga muy querida que conocía mi drama me ofreció una fórmula sencilla: la muerte del deseo. Pero aquella tarea la veía yo muy cuesta arriba, y persistía en mi apego sin querer ver el abismo que se abría delante de mí. Un par de veces tuve la tentación de ahorcarla. Dormía plácidamente y hubiera bastado retorcer su cuello flaco como el de una asquerosa gallina para librarme al fin del yugo que me acogotaba y me impedía respirar.
La vacación escolar de aquel annus horribilis me concedió una tregua para reflexionar. Yo tenía una casa en la montaña, pequeña, coqueta y rodeada de cipreses y eucaliptus. Desde hacía tiempo quería que la mala pécora pasara una temporada en aquel idílico lugar, y cuando al fin aceptó me adelanté unos días para hacer algunas refracciones. Ella viajaba siempre con una tropa de sobrinos y era necesario disponer de suficientes camas, sábanas, cobijas y llenar la despensa. Se me ocurrió incluso pintar la casa y quise hacerlo sin ayuda. El lugar estaba ubicado a la orilla de un río y las noches eran de verdad lóbregas. Por suerte, no soy temeroso y el agotamiento de la jornada me permitía dormir. No siempre, a veces el insomnio no me daba tregua y el amanecer me sorprendía con los ojos abiertos de par.
Así las cosas, el día señalado para la llegada de aquel demonio y su tropa de diablillos estaba ahí, a la vuelta de la esquina. Hoy mismo debería aguardarlos en un cruce de la carretera principal a dos horas de mi cabaña. Nadie conocía los enrevesados caminos para llegar al refugio que en una época lejana me había construido con la idea de librarme de una conflagración nuclear. Según lo acordado, estaría allá puntual como siempre, al mediodía, colgado a las faldas de aquella ruin mujer. Por supuesto, pasé la noche en blanco satén. Divisé por la hendija de la ventana las primeras luces del amanecer. Mi cabeza a punto de estallar, me ardían los ojos como si los hubiera lavado con aguasal. No tenía ningunas ganas de levantarme pero sabía que estaba atrapado en una trampa mortal. La habitación estaba a oscuras y me moría de sed. Me acordé de mi amiga Rita, a quien siempre asociaba con la canción de Los Beatles “Lovely Rita”. Tarareé el estribillo: «Oh, Lovely Rita meter maid». De pronto, surcando el aire del amanecer y atravesando las paredes de adobe y la madera del ventanal, el canto de un pajarito llegó hasta mí como la más dulce melodía que alegraba mi despertar. Era un gonzalito que cantaba para mí. Sin mucho esfuerzo entendí su mensaje, él sabía cómo estaba padeciendo ese amigo suyo que solía hablar con los pájaros, los árboles y las piedras. Y había venido a mi rescate recordándome el milagro y el contento de amanecer con vida un día más. Cantó y cantó hasta que abrí la ventana para darle las gracias. Cantó una última vez y luego voló. Me hubiera encantado volar con él. Creo que no era necesario. Ni siquiera lo pensé dos veces, le hablé a la pared recién pintada: «Aquí me quedaré hasta que me salgan raíces en los pies».
25/12/2020
Arco iris
Aquel día, contra mi costumbre, tuve necesidad de levantarme muy temprano. Amaneciendo salí de mi apartamento ubicado en el tercer piso de un edificio sin ascensor. Bajé corriendo los escalones y mientras avanzaba por el pasillo rumbo a la salida observé a la anciana que solía dormir en el hueco de la escalera caminando delante de mí en dirección a la calle. Portaba en su mano derecha, a manera de ofrenda, una bacinilla de peltre desconchada y rebosante de orines. Al cruzar la puerta se detuvo al borde de la acera, avizoró el entorno y se quedó por un instante como congelada, quizá encandilada por los resplandores del amanecer. Su figura se recortaba nítida y resplandeciente envuelta en las neblinosas luces del nuevo día. Parecía una reina en el exilio ataviada con sus regias vestimentas, plantada delante de un espejo. De pronto, al igual que una atleta que se dispusiera en una competencia olímpica a hacer un crucial lanzamiento de disco, con un ágil movimiento de su diestra tomo impulso y arrojó los orines al aire. Con una sonrisa sesgada se me vino a la mente la imagen del discóbolo de Mirón vestido con una mugrosa falda.
Yo observaba con expectación aquel ritual que, imagino, la mendiga cumplía cada mañana con puntualidad. El líquido ambarino describió una parábola que por un segundo se tiñó con los colores del arco iris. Perfecto arco iris, nunca antes había contemplado nada parecido. Hermoso arco iris, fugaz como suele ser la belleza, seguramente habré de recordarlo el día de mi muerte.
La anciana se hizo a un lado para dejarme pasar, balbuceó algo que no alcancé a descifrar, y no encontré palabras para agradecerle el maravilloso espectáculo, que tal vez sin proponérselo, me había regalado aquella mañana memorable.
03/12/2020
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