Por NELSON RIVERA
No una fractura sino variadas de pequeña o grande intensidad. Al producirse el cambio de siglo, del XIX al XX, crujieron las bases de una parte del mundo. La vetusta Europa del XIX —retratada con nostálgico brillo por Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Franz Hessel— comenzó a ser intervenida y revuelta. Apareció la velocidad, el ruido de los automotores, el traqueteo de las máquinas de vapor, la electrificación de las realidades más inmediatas. Se patentaban aparatos, cables, luces de colores. Las noticias se multiplicaban y llegaban con creciente prontitud. Ocurrían accidentes antes desconocidos: corrientazos, atropellamientos, apagones. Circulaban nuevas ideas (para muchos, amenazantes) y nuevas formas. Progresar tenía el aspecto de una causa común. A mediados del XIX ya se había consolidado la idea de progreso como lo opuesto de retroceso: no avanzar equivalía a retroceder. El progreso adquirió esa forma que no ha perdido hasta hoy: asociado a lo empírico, a hechos mensurables. A objetos, materialidades y procesos (Steve Pinker sostiene que los intelectuales de este tiempo están impedidos de reconocer las evidencias del progreso).
Mientras Europa vivía una época revulsiva (que alcanzaría su apogeo con la Gran Guerra de 1914 a 1919, en la que combatieron casi 70 millones de uniformados), el conocimiento experimenta una explosión cuántica y tecnocientífica; la rutina cotidiana adquiere nuevos hitos; las visiones filosóficas, culturales y estéticas parecen sacudirse el mundo que habían novelado Tolstoi, Dickens, Zola, George Eliot o Eca de Queiroz. Las tres primeras décadas del siglo XX son las del apogeo de Durkheim, Weber y Simmel; de las tesis totalizantes del Spengler; del freudismo y sus numerosas variantes; del ancho y decisivo catálogo de las vanguardias —Expresionismo, Fauvismo, Dadaísmo, Cubismo, Futurismo, Ultraísmo, Surrealismo y muchos más—. Y, como se ha recordado en las semanas recientes, es la temporada prodigiosa de T.S. Eliot, Virginia Woolf, Rainer Maria Rilke, Marcel Proust, Valle-Inclán —ese monstruo incomparable e irreducible de la lengua española—, Picasso, Stravinsky, Wittgenstein, García Lorca y Katherine Mansfield. Y, como ha recordado Christopher Domínguez Michael en Letras Libres (Enero, 2022), “es probable que nunca antes artistas e intelectuales hayan estado tan conscientes de estar empezando una nueva época como en aquel 1922 que hoy conmemoramos”.
Es en esta época complejísima, que se resiste a las categorizaciones fáciles, cargada de tensiones que estallarían sin compasión —el nacionalismo, la diseminación del bolchevismo y los fascismos—, y en la que se forjaron algunos de los parámetros con los que hoy percibimos lo que nos rodea, que en febrero de 1922 ocurrió el asunto que nos ocupa: se imprimieron los primeros ejemplares de UIises, de James Joyce (1882-1941).
El irlandés llega a París
Después de vivir en Trieste y Zúrich, James Joyce llega a París en 1920. Tenía 38 años, 14 capítulos del Ulises ya terminados, uno a medio camino y otros tres por escribir. Dice Richard Ellmann en su monumental biografía de Joyce que la vida privada del escritor adquirió las connotaciones de un hecho público. En los círculos de sus colegas, libreros, artistas, mecenas y personas con intereses literarios se hablaba de Joyce. Hasta ese momento, el escritor irlandés no había conocido el intenso activismo social que ocupaba a las clases cultas de París. Ezra Pound agitaba las aguas a su alrededor: lo proclamaba como un genio, buscaba editores y apoyos económicos para él, escribía cartas y reseñas que hacía circular donde podía. Y, además, le ayudaba con dinero y especies.
Joyce no rechazaba el culto a su alrededor. Al contrario, lo cultivaba, fumador y políglota; lo estimulaba con sus frases magnéticas y una cuidada ironía. En las conversaciones minimizaba los atributos de rivales como Proust y Eliot (de Proust dijo a un amigo: “El lector termina las frases antes que él”). Evitaba comentar las obras de otros autores, pero haciendo sentir que tenía cosas importantes que decir, que se guardaba para sí. Se atrincheraba en un incómodo lugar con respecto a lo político: podía mostrarse indiferente, cínico, distante, próximo o mostrar aburrimiento ante las cosas que preocupaban a los demás.
Vivía de las ayudas materiales que recibía, en buena medida. Conseguía viviendas prestadas, donaciones, préstamos, adelantos editoriales. Ante algunas personas no ocultaba los padecimientos, ante otras, como T. S. Eliot y Wyndham Lewis, actuaba como un derrochador: pagaba las comidas que compartían, dejaba llamativas propinas. Oscilaba: una tarde se comportaba como un atractivo conversador, a la siguiente se encerraba en un mutismo que producía una sensación de desprecio por los demás. Le gustaba beber acompañado. Cuando el alcohol hacía su efecto, Joyce repetía: ¡¡Vamos cuesta abajo y sin frenos!!
Un ángel llamado Sylvia Beach
El 11 de julio de 1920 se produjo un hecho providencial: Joyce conoció a Sylvia Beach, propietaria de Shakespeare & Company, la librería que había fundado unos meses antes, en noviembre de 1919. Al día siguiente Joyce la visitó en la tienda: le pidió ayuda para encontrar un lugar donde vivir —con Nora, su esposa, y sus hijos Giorgio y Lucía—, clientes que quisieran recibir clases de inglés. No tardaron en concluir que ella sería la editora de la riesgosa empresa de publicar el Ulises.
Entonces la cuestión de quién sería el editor era un campo minado. A Joyce le precedían adjetivos como obsceno e inmoral. Cuatro ediciones de Little Review habían sido quemadas por decisión de la Oficina de Correos de Estados Unidos. Había juicios en curso, investigaciones policiales y rechazos consecutivos entre editores consultados. En Inglaterra predominaba el miedo. En secreto, Joyce anhelaba que ocurriese algo semejante al proceso contra Flaubert en 1856, causado tras la publicación de Madame Bovary. La noticia del juicio a los editores de Little Review había sido destacada (mereció editoriales de The New York Tribune y The New York Times) pero no alcanzó el volumen del gran escándalo literario y moral que él hubiese querido.
En las pausas entre un encuentro y el siguiente, o entre una mudanza y la siguiente, escribía (Joyce comentó alguna vez que Ulises había sido escrito en más de veinte domicilios distintos). Apuraba Circe, el capítulo 15 de su novela. Quería finalizarlo antes del cierre del año y el 20 de diciembre le puso el punto final.
Valery Larbaud, el detonante
En febrero de 1921 se produce otra aparición celeste: Valery Larbaud (poeta y el traductor que llevó a decenas de autores a la lengua francesa, entre ellos a Whitman, Butler, Chesterton, Coleridge, Alfonso Reyes, José Asunción Silva, Mariano Azuela y Ramón Gómez de la Serna), le escribe a Sylvia Beach y declara su total entusiasmo por la obra que está escribiendo Joyce y lo comparan con Rabelais. “Estoy loco por Ulysses”. Se proponía dar una conferencia sobre la obra, pero Joyce debía terminarla antes. Simultáneamente, Beach empeñaba sus bienes para mantener el proyecto Ulysses en funcionamiento.
En días Joyce dio cuenta del capítulo 16 (Eumaeus) y arrancó con el 17 (Ithaca), mientras adelantaba Penelope, el capítulo final. Tuvo que sortear algunas dificultades, que eran sustantivas en aquellos años: necesitaba unas notas que se habían quedado en Trieste. En agosto Ithaca estaba listo y Penelope enteramente planificado. Joyce mostraba sus avances. Recogía opiniones. Explicaba el diseño de los episodios, ante interlocutores que quedaban arrobados por el trasfondo de su narración.
De forma simultánea, Sylvia Beach, en París, y Harriet Shaw Weaver, en Londres, comenzaron a vender el libro por adelantado (Miss Waaver, como exigía que la llamasen, fue una histórica mecenas de Joyce y editora de The Egoist, revista que por diligencias de Pound publicó Retrato de un artista adolescente por entregas). A la venta anticipada se suscribieron autores como Yeats, Gide, Hemingway y Churchill. Otros como George Bernard Shaw reaccionaron con furia: “He leído varios fragmentos de Ulysses en las diversas entregas. Es un repugnante registro de una etapa desagradable de la civilización; pero un registro veraz”.
No era el único en expresar su rechazo. Varias de las mecanógrafas contratadas para transcribir los originales de Joyce dejaban el trabajo apenas iniciado: les indignaban las escenas procaces o el lenguaje obsceno. Uno de los casos merece ser anotado aquí: el de la esposa de un funcionario de la embajada de Inglaterra en París. Había avanzado en el trabajo y no había comentado nada en su familia sobre el contenido. Hasta que un día su marido revisó el manuscrito y lanzó a la chimenea todo el trabajo realizado hasta entonces.
No sólo cumplía con el patrón de escribir y reunirse, escribir y reunirse, y así: también bebía copiosamente y era sujeto de cotilleos. “Mientras su vida se hacía gradualmente más casera, las leyendas sobre Joyce crecían cada vez más en cantidad y rareza. Los periodistas dejaban correr libremente su imaginación y hablaban de su baño diario en el Sena, de los espejos con que se rodeaba para trabajar, y de los guantes negros que se ponía al acostarse. Joyce estaba molesto por lo rumores, pero al mismo tiempo se divertía con ellos”. A pesar de todo, avanzaba. En septiembre de 1921 corrigió hasta el capítulo 9.
Irremediable obsesivo
La palabra corregir no describe lo que realmente ocurría. Ante las galeradas el Joyce más obsesivo se apropiaba de la situación. El impresor debía enviar 5 copias de cada página, sobre las que volvía una y otra vez. Reescribía párrafos o secciones enteras. Modificaba las frases diez, quince veces. Lo que llegaba volcado en unas diez páginas se transformaba en veinte. No corregía sino que volvía a crear. Una y otra vez. Los amigos de Joyce decían que con cada capítulo de la novela el impresor envejecía un año de su vida. En medio de aquel torrente de correcciones sobre correcciones, Sylvia Beach debía mediar entre el impresor furioso y el autor enloquecido por el afán de perfeccionar su obra.
El amontonamiento de frases que debían insertarse, quitarse o moverse de un lugar a otro produjo tal confusión y la sensación de que aquello no terminaría nunca que, en varias ocasiones, cuando llegaban nuevas frases, las colocaban en cualquier parte del capítulo. El poeta estadounidense Robert McAlmond, que aceptó colaborar como mecanógrafo del último capítulo de la novela (Penélope, que contiene el famoso monólogo de Molly antes de dormir, habitado por fantasías sexuales, infidelidades, elucubraciones sobre los órganos sexuales y otras cuestiones afines), puesto que no encontraron ninguna mecanógrafa dispuesta a esa tarea, confesó al propio Joyce, después de publicada la novela, que algunas de sus nuevas frases las había insertado en cualquier parte, sin atender a ninguna de sus indicaciones, porque estas no se entendían.
Joyce era supersticioso al extremo. La narración de sus supersticiones daría para un libro. Números, animales, hechos, fechas, símbolos, palabras y relaciones mentales que él establecía entre unas cosas y otras —por ejemplo, pasar frente a una tienda que vendía tejidos en los días en que tenía puestos sus pensamientos en Penélope— anunciaban amenazas o era un signo favorable. Tras un almuerzo con McAlmond, pasaría varios días preso de una inquietud, cada vez que recordaba la posición en que habían quedado dispuestos sobre la mesa el cuchillo y el tenedor que había utilizado el poeta, una perfecta cruz sobre el mantel blanco. Ocurrió que, además, una rata pasó a pocos metros de la mesa y McAlmond lo comentó a Joyce: a los minutos este se desmayó. Cuando volvió en sí, lo llevaron en taxi a su apartamento. Casi no se valía por sí mismo. Nora creyó que se trataba de otra borrachera. No era así: estaba tomado por un ataque de pánico.
Tres días después, el 23 de agosto de 1921, volvió a sufrir un desmayo en medio de un concierto. Por fortuna, estaba acompañado de su hijo Giorgio. Eran días en los que la familia vivía en un mínimo apartamento en penosas condiciones. El 7 de octubre de 1921 puede asumirse como la fecha de cierre del Ulysses. En las últimas semanas, a un ritmo de trabajo frenético, de noches enteras sin dormir (no solo él, también Nora, Sylvia Beach y hasta el impresor), había reescrito el capítulo 7, ampliado el 5 y el 6, hecho significativos retoques al resto de los capítulos —salvo los tres primeros— y finalizado el capítulo 18. La tarea emprendida 7 años antes, en 1914, había sido culminada, seguida por un público de familiares, amigos, colegas y periodistas, que conocían con mayor o menor detalle las incidencias del caso.
Joyce y Homero
No se podía cantar victoria. Cuando supo que la conferencia de Valery Larbaud finalmente se realizaría el 7 de diciembre, todavía acometió nuevas correcciones, que se prolongarían hasta el 29 de octubre, a pesar de que él mismo había confesado estar agotado y harto de Ulysses. Fue en esa circunstancia cuando Joyce haría un gesto del que se arrepentiría hasta su muerte: le prestó a Larbaud el famoso esquema de la obra, donde está trazado el paralelismo entre la Odisea de Homero y el Ulysses, y donde están descritas las técnicas que Joyce previó para cada capítulo. Se arrepentía porque “si lo doy todo enseguida, perderé mi inmortalidad”.
El día de la conferencia de Larbaud, Shakespeare & Co. estaba repleta: alrededor de 250 personas embutidas en un lugar relativamente pequeño. Joyce se escondió detrás de un biombo. Al terminar, fue obligado a caminar hacia Larbaud, quien lo abrazó efusivamente mientras los asistentes lo aplaudían. En esos minutos, mientras Joyce parecía un “pimentón rojo”, Beach tomaba nota de nuevas peticiones de reserva.
Pero el supersticioso se mantenía invicto. De inmediato inició una campaña para lograr que el libro estuviese impreso el 2 de febrero de 1922, día en que cumpliría 40 años. Una exigencia a Beach y al impresor.
Fueron dos meses infernales para los involucrados, porque Joyce seguía corrigiendo. De aquellos días proviene la preciosa frase de Djuna Barnes, que lo veía a menudo y decía: su aspecto era el de un hombre cansado y triste, “pero con la tristeza de un hombre que ha obtenido permiso para estar triste fuera del momento y del lugar debidos”.
El equipo que rodeaba a Joyce llevó al extremo sus esfuerzos por atender la urgencia del supersticioso. Maurice Darantiere, el tenaz impresor de Dijón, avisó por carta, el 1 de febrero, que ese día remitiría los tres primeros ejemplares del Ulysses por tren. El celo de Darantiere quedó fijado en esta escena: fue hasta la estación, habló con el maquinista y le entregó el paquete para Sylvia Beach. El expreso partió de Dijón a las 8 de la noche. Tras recorrer los 340 kilómetros que lo separaban de París, entró a la estación a las 7 de la mañana, donde Sylvia Beach esperaba presa del insomnio y la ansiedad. Recibió el paquete que solo tenía dos ejemplares. En un taxi “voló” hasta el minúsculo apartamento donde Joyce también esperaba. Le entregó un ejemplar. Al rato se marchó a su librería con el otro. Cuando llegó, ya había personas esperando para ver el ejemplar recién impreso. A lo largo del día, el lugar permaneció lleno. Sin poder adquirirlo, centenares de personas se congregaron a mirar el libro, como quien visita un museo para mirar un cuadro. Joyce celebró la portada: las letras blancas sobre el fondo azul le traían al pensamiento al mar Mediterráneo, surcado por la nave blanca de Ulises. Para Joyce era un presagio de buena suerte.
El movimiento de la mente
El Ulysses cuenta una historia que transcurre en un tiempo de 18 horas y media (aunque lo común es que se hable de 24 horas). Muy temprano, el 16 de enero de 1904, Stephen Dedalus y Leopold Bloom parten a un recorrido por Dublín. Hacia 1900 Dublín había sido sobrepasada por Belfast como la ciudad de mayor proyección en Irlanda, impulsada por su industrialización. Dublín se había empobrecido y deteriorado.
Leopold Bloom es un pequeño comerciante judío irlandés, que sabe que su mujer le es infiel y que lo engañará otra vez ese día. Conoce la hora y el lugar de la próxima infidelidad. Joyce le atribuye a su empequeñecido personaje una trayectoria semejante en lo simbólico al del Ulises homérico. “Hombre de escasas aptitudes, pero de sensibilidad e inteligencias auténticas, poco tiene en común con el mundo de baja clase media en que vive (…) Las idas y venidas de Stephen durante el día se entretejen entre los vagabundeos de Bloom: ambos se encuentran dos veces, pero no se reconocen uno al otro”, escribe Edmund Wilson.
Más de Wilson: “Joyce se propuso la tarea de encontrar el dialecto exacto que distinguiera los pensamientos exactos de un determinado dublinés de los de otra gente de Dublín. Así, se representa la mente de Stephen Dedalus mediante una urdimbre de brillantes imágenes poéticas y abstracciones fragmentarias y motivos de procedencia libresca, en un tono sobrio, melancólico y arrogante; la de Bloom, mediante una rotación rápida en staccato, prosaica pero vívida y alerta, de ideas que se lanzan en todas las direcciones y que son el resultado de otras ideas”.
En alguna medida, sigue el recorrido establecido por Homero en la Odisea. Solo que su trazo es laberíntico, complejísimo, porque no se limita a la narración de los desplazamientos físicos —lo que ya constituiría una proeza narrativa— sino también los desplazamientos, las percepciones, saltos, giros, flashback, los datos provenientes de la memoria, las asociaciones, analogías, la concentración en algún detalle solo por un instante, mientras la mirada, el movimiento corporal, los gestos, el espacio, ya se encuentran en otro lugar, un paso más allá, unos segundos después. Lo sensitivo se arremolina. Las sensaciones, por miles y miles, pasan a una velocidad casi inaprensible para el lector. Hay páginas donde lo visual, lo táctil, lo olfativo, los sonidos y hasta lo gustativo cruzan de un lado para otro, sin que sea posible saber en dónde debemos colocar nuestra atención, nuestra limitada capacidad de lectura. Joyce se propuso con su Ulysses nada menos que plasmar lo que podía ser un largo, intenso y exuberante día físico y mental de una persona más o menos común, más o menos corriente, y lo ubicó en un lugar que él había registrado —catastro, topografía, captura obsesiva de su data y dimensión simbólica— en la pequeña Dublín de 1904.
De la Odisea tomó un magnético modelo para el mundo moderno: la épica de un hombre ordinario. Y es esa la corriente que conecta a Joyce con Homero.
Arquitectura literaria
Pero hay más. El Ulysses es una obra arquitectónica, un sistema de lógicas y conexiones, un edificio mental. Cada uno sus 18 capítulos guarda correspondencias simbólicas y narrativas con la Odisea —sus nombres referenciales son, en este orden, Telémaco, Néstor, Proteo, Calipso, Los comedores de loto, Hades, Eolo, Los lestrigones, Escila y Caribdis, Las rocas errantes, Las sirenas, Cíclopes, Nausicaa, Bueyes del sol, Circe, Eumeo, Ítaca y Penélope—. A cada uno le atribuyó el predominio de una técnica literaria y unos usos retóricos, un color predominante, un órgano corporal también predominante y enrevesadas correspondencias numéricas (Pietro Citati nos recuerda en su ensayo Ulises y la novela que el reino esencial de Ulises es el del relato: “Nadie como él domina el arte de apropiarse y adaptar las experiencias más variadas; nadie tiene una memoria tan activa; nadie una inteligencia tan equívoca como el destino”).
Página a página priman los pormenores, la pesquisa de minucias, los datos que se registran con cualquiera de los sentidos, los objetos que aparecen en el marco visual, las formas que se suceden al paso, las referencias urbanísticas experimentadas como si ellas fuesen las inevitables, la única realidad exterior posible. Pero este mundo tan abigarrado, de altibajos y contrastes, disrupciones y lagunas, nitidez y difuminación, de inusitada vitalidad y relativo poco movimiento, todo ello entremezclado en una sucesión en la que también viajan sentimientos, razonamientos, perplejidades, confusiones, y más, desconciertan. Desplazan al lector a un estado de irrealidad. En vez de una línea histórica, se produce la irrupción de fuerzas lingüísticas hacia distintas direcciones, a cada instante. El relato, el curso de la historia, se difumina, se borronea, envuelto en capas y capas de frases y palabras virtuosas. “A medida que avanzamos en Ulysses vemos que las escenas realistas se van extrañamente distorsionando y disolviéndose y nos sorprende la introducción de voces que no parecen pertenecer ni a los personajes ni al autor”, agrega Wilson.
El propio Joyce se refirió a su novela como un bulto enorme, de enorme complejidad. Críticos como Harry Levin y Stuart Gilbert escribieron libros dedicados a desentrañar, como quien desatornilla pieza a pieza los múltiples engranajes de una inmensa maquinaria de significados y correspondencias del Ulysses. Levin dice: Joyce llevó su diseño a los extremos y cumplió con ellos. Sus personajes están descritos hasta en dimensiones inexploradas hasta entonces. Gilbert subraya: de la primera a la última palabra de la novela, Joyce no se despegó nunca del plan que había concebido, la hoja de papel que desplegaba a menudo, para no olvidar el compromiso que había adquirido consigo mismo. Jorge Luis Borges, en una conferencia sobre Joyce que dictó en la Universidad Nacional de La Plata, en 1960, lo resume: una obra extraña, ilegible, donde abundan frases felices. Virginia Woolf escribió que Ulysses constituía una “gloriosa derrota” literaria.
Incierta Dublín
Amigo de Joyce, Italo Svevo escribió una frase exagerada: aseguraba que Dublín podría reconstruirse a partir del Ulises de Joyce. En sus páginas todo parece deambular: personas, puntos de la urbe, sensaciones, símbolos explícitos o implícitos. La ciudad se proyecta como una atmósfera de frustración, como si ella fuese un espíritu que ha perdido su norte.
La narración transcurre por el área más deteriorada de la ciudad: cantinas, casa de apuestas, cafés, burdeles. Los edificios y espacios públicos, parques, puentes, el cementerio, locales, objetos urbanos: todo está allí como si no hubiese otro lugar en el mundo. “Sin introducción ni consecuencias”, en palabras de Anthony Burgess. Nombre, menciona un detalle y sigue, algo suena, algún recuerdo aparece, una imagen inesperada irrumpe y desaparece, flujos de pensamientos, emociones, impulsos, conexiones y visiones se disparan, yuxtaponen, atraen, repelen, saltan, juegan y se evaporan. Frases y palabras saltan y salpican, como si la psique abriese sus puertas ante las realidades exteriores e interiores del recorrido. La psique, en el Ulises, es un inagotable almacén de recursos mentales y literarios. De formas verbales. De conexiones y desconexiones.
Obra desmesurada, recorrido verboso por una sucesión de estadios sicológicos. “Joyce es realmente el gran poeta de una nueva fase de la conciencia humana”, como dice Wilson. A esa fase de la conciencia humana a la que solo han accedido Proust, Woolf, Kafka, Faulkner y Nabokov, pero que con Joyce alcanzó cotas a menudo inalcanzables para los patrones de la inmensa mayoría de los lectores. Pero no solo: también para los escritores: Joyce creó algo único, irrepetible: lo consumió y lo agotó. Al menos hasta ahora.
Burgess y Trilling al cierre
Se ha establecido: amplió el dominio de lo real. Nadie ha ido más lejos que él en la exploración de cómo opera la mente. Se introdujo en los resquicios de la conciencia. Ulises es a la vez una épica y un tratado de la conciencia. Se han buscado y localizado sus antecedentes técnicos y literarios en el Tom Jones de Fielding y en algunas escenas de Dickens. También: nadie como él ha llevado la parodia más allá de sus límites. Harold Bloom: “Es posible que el Bloom de Joyce sea la más acabada representación humana en toda la literatura”. Y añade: “Representa mucho de la mente moderna”.
Anthony Burgess, crónicamente obsesionado por el Ulises, explicaba por qué era su favorita: sus virtudes se imponían sobre los desperfectos. Sostenía: No podemos juzgar Ulises como una obra de ficción. “Es una especie de códice mágico, del orden de la Divina comedia, de Dante, en la que el infierno, el cielo y el purgatorio son siempre idénticos y nada cambia. No obstante, en los términos prácticos en que los escritores son obligados a pensar, representa un terrible desafío literario. Decir que Ulises es mi novela favorita es, como lo veo ahora, algo profundamente inepto. Es la obra con la que debo medirme a mí mismo con desasosiego cada vez que me siento a escribir ficción”.
Sin embargo, a todo lo anterior todavía hay una cuestión esencial que añadir: la epifanía, el instante de visión privilegiada, la manifestación espiritual que irrumpe, aquí y allá en Ulises. Escribe Lionel Trilling un párrafo irremplazable: “Joyce nos enseñó el significado de la palabra epifanía, o aparición. Joyce tenía la ‘teoría’ de que, súbitamente, casi de milagro, mediante una frase o un gesto, una vida puede rasgar el velo de las cosas y aparecer, por un instante, haciéndose visible, sorprendiéndonos con su existencia. En sí mismo, el concepto de epifanía encierra una declaración importante sobre la naturaleza de la vida humana. Indica que el hecho humano no domina nuestra existencia, pues, para que algo ‘aparezca’, primero debe estar oculto, y el hecho humano está sumergido y subordinado al mundo de las circunstancias, al mundo de las cosas. Solo podemos vislumbrarlo mediante destellos cuando emerge del peligro o de la sordidez que lo envuelve”.
Quizás la epifanía sea el secreto de los destellos de belleza, de la sensación de trascendencia que los lectores del Ulises —poquísimos y persistentes— han encontrado en la novela. Esos gestos mínimos del monólogo interior, esas irrupciones del espíritu (que a veces adoptan formas preverbales) desprenden halos que cautivan, la sensación de estar ante un luminoso destello de belleza único, irrepetible, al filo mismo de lo inenarrable.
De las fuentes:
*James Joyce. Richard Ellmann. Traducción: Enrique Castro y Beatriz Blanco. Editorial Anagrama. España, 1991.
*El “Ulises” de James Joyce. Stuart Gilbert. Prólogo: Juan Benet. Editorial Siglo XXI. España, 1971.
*James Joyce: Introducción crítica. Harry Levin. Traducción: Antonio Castro Leal. Fondo de Cultura Económica. México, 2001.
*Anthony Cronin. Samuel Becket. El último modernista. Traducción: Miguel Martínez-Lage. Ediciones La uña rota. España, 2012.
*Jorge Luis Borges. Conferencia James Joyce. Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Video. Disponible en YouTube.
*Edmund Wilson. Obra selecta. Traductores: Adriana Astutti, Luis Maristany, Laia Quílez Esteve, Manuel Reguera, Vicenc Tuset Mayoral, Marcelo Uribe, Héctor Vaccaro y Julieta Yelin. Editorial Lumen. España, 2008.
*Lionel Trilling. El derecho a escribir mal. Ensayos literarios. Selección y traducción: Tal Pinto. Tres Puntos Ediciones. España, 2018.
*E. M. Forster. Algunos libros. Las charlas en la BBC. Traducción de Gonzalo Torné. Ediciones Alpha Decay. España, 2018.
*Harold Bloom. Novelas y novelistas. El canon de la novela. Traducción de Eduardo Berti. Editorial Páginas de Espuma. España, 2012.
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