Edilio Peña (1951) es narrador, dramaturgo y guionista. En todos estos géneros ha obtenido distintos premios
Por EDILIO PEÑA
Acostado en la cama, con el torso desnudo, el hombre no advertía la presencia de esa nube de humo que iba avanzando como una carnosidad blanca sobre sus ojos, porque lo que realmente miraban las islas de sus pupilas era la herida de su pensamiento y no el techo de aquella habitación del hotel donde esperaba a la mujer con la que nunca antes se había encontrado. Los encuentros virtuales nunca llegan a ser suficientes por más que se obstinen las ganas. Así se copule con la imagen que se nos brinda y escuche los registros de esa voz que habla y seduce desde una geografía remota. Ahora, más próximo a una realidad posible, el hombre estaba al acecho de la ficción como la última apuesta. Esperaba a la mujer mientras fumaba espaciadamente el sinuoso y hastiado silencio que después habría de ser parte de su memoria en la que sobresalía un perturbador recuerdo. Huyendo del terror que había destruido la vida de muchos por varias décadas, el hombre cruzó una frontera minada de soldados, hasta internarse en una selva llevando sobre sus hombros el morral con las pocas pertenencias que alcanzó a recoger después de fugarse de aquel centro de tortura donde le habían arrancado las uñas de las manos.
Cuando los dedos manchados de nicotina abandonaron sus labios con el nuevo cigarrillo, encendido con la llama azulada disparada por el yesquero de plata, oyó tocar a la puerta de la habitación con una urgencia repentina que lo reclamaba sin palabras. El eco de la madera atacada lo sacó de su ensimismamiento. El hombre lanzó una bocanada de humo más espesa que las anteriores, y con un arrebato de palpitaciones que desbocaba una vez más su corazón, de un salto se incorporó descalzo de la cama. Sintió el frío húmedo del piso en la planta de los pies, el mismo que sintió su infancia cuando se levantaba a orinar en las madrugadas de aquella casa grande inmersa en la oscuridad, y ahora del allanamiento y el saqueo de los servicios de inteligencia que lo buscaban. En medio de la ansiedad, el hombre pensó sacar el arma que llevaba oculta en el morral, pero de inmediato desistió de la idea porque se convenció de que defenderse de lo inevitable no tendría sentido. Era como el inminente jaque mate del ajedrez. Además, los toques a la puerta eran parte del código de una clave que él ya conocía y que, en el embarazoso instante, emergía a la superficie de la laguna de su conciencia confundida. Quizás por eso no habían tocado el timbre que él esperaba que tocaran.
Entonces, antes de dirigirse a abrir la puerta de la habitación, el hombre empujó las alas de la ventana hacia el cielo lejano desde donde un águila se precipitaba en picada, para que el humo de todos los cigarrillos que se había fumado hasta ese momento saliera de la habitación como un fantasma fugitivo, a fin de que abandonara cualquier rastro de esa nube blanca en la que se había convertido hasta sustituir el techo que estuvo mirando ensimismado, con la persistencia de una única pregunta: ¿La mujer que espero será la encarnación del amor y mi salvación en el exilio? Porque sabía que toda promesa puede desvanecerse y la incondicionalidad puede rendirse en el tiempo fugaz que dura el parpadeo de un ciego. El hombre activó el aire acondicionado para que el olor a tabaco a su vez terminara de abandonar la habitación. Al tanto que una pastilla de Eucaliptus mentolada disolvía en su saliva el penetrante aliento del fumador adicto que rondaba entre su lengua y los dientes, purificando así el aliento de su boca acostumbrada a rumiar las largas esperas sin sentido.
Las pisadas del hombre apuraron el encuentro hacia lo desconocido, y una presencia que excedía a su espera lo asaltó cuando se detuvo en el umbral de la puerta de la habitación: el hombre quedó arrobado ante el rostro de la mujer que estaba ante sí, entre una neblina de presentimientos que no terminaba por dilucidar. El embeleso del hombre se prolongó hasta el infinito lozano de aquella piel que lo confundía con el lustre de la porcelana y la perfección que parecía esculpida por un artista del mármol o por el bisturí de un experimentado cirujano plástico. Envuelta en su propio perfume, la mujer pareció perturbada ante la mirada fija y petrificada del hombre que la envolvía.
—¿Te has desencantado de mí?
—No, eres más hermosa de lo que imaginé. Ninguna de tus fotografías te supera.
La mujer colocó la palma de su mano sobre el pecho desnudo del hombre.
—Tu corazón galopa como un caballo.
—¿Quién te trajo al hotel?
—Mi esposo. No fue posible conseguir un taxi…
—¿Sabe de mí?
—No, nunca. Vine a encontrarme con una amiga de la infancia. Eso fue lo que le dije.
—¿Y esa amiga de verdad existe?
—Sí. Ella ha envejecido, pero yo no.
—¿Cuántos años tiene?
—Yo no tengo edad.
El hombre registró un estremecimiento ante las respuestas de la mujer. Algo había comenzado a revelarse con su llegada, pero todavía no había penetrado la herida de su pensamiento para saberlo y comprenderlo. Tarda mucho despertar después de que se cree conocer a alguien. El hombre sintió en sus entrañas que era parte de un plan bifrontico que se gestaba en complicidad con su ignorancia. De repente, la mujer sujetó el cuello del hombre con sus manos y atrayéndolo hacia así, trató de atrapar su lengua como si fuera un pez escurridizo ahogándose en una pecera sin oxígeno. Atrapado en el repentino beso, el hombre tuvo la aprensión de que los ojos del esposo de la mujer, a quien desconocía, los observaba a los dos a través de alguna hendija invisible o una enmarañada culpa que la mujer llevaba consigo. ¿Cómo saber si el esposo de la mujer había ocupado la habitación de al lado con un enorme perro negro que sujetaba con una cadena? El perro que, a una orden de su amo, derribaría la puerta contigua que unía ambas habitaciones y atacaría con sus colmillos, el sexo de aquel intruso venido de lejos, y que pretendía violar aquel matrimonio construido en las arrugas de las turbulencias.
Festiva, la mujer terminó por entrar a la habitación lanzando su cartera sobre la cama. Tomó el teléfono y llamó a la recepción. Pidió una botella de champán.
—¡Vamos a celebrar nuestro primer encuentro, poeta! —gritó festiva la mujer mientras levantaba los brazos como una diva cinematográfica venida a menos.
—¿Trajiste tu libro de poemas?
—Sí, mi mentor.
—¿Qué nombre le pusiste?
—Pesadilla.
—¿Por qué ese título?
—Porque todas las noches tengo la misma pesadilla.
—¿Siempre?
—Sí, siempre. No te lo había dicho. Soy una mujer atormentada. Pero también soy apasionada… golosa —agregó la mujer con una carcajada y cayó de rodillas ante el hombre y comenzó a zafar el cinturón que sostenía su pantalón.
—¡Espera, ¿qué haces?!
—¡Voy a darte la mamada memorable que te prometí por la videollamada!
El hombre sujetó la cabeza de la mujer, en una especie de forcejeo intimidatorio, cuando ésta abría su boca para tragárselo. Pero de repente, volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez lo hicieron tocando el timbre y apareció en el umbral un mesero con lacito rojo en el cuello. Solícito pidió permiso para entrar, y ante la llegada de la mujer, el mesero avanzó hacia el interior de la habitación con una botella de champán en una bandeja. La colocó sobre una pequeña mesa donde estaba una rosa que nunca se marchitaría. El hombre creyó percibir un imperceptible intercambio de miradas cómplices entre la mujer y el mesero, pero supuso que una inesperada e inexplicable paranoia lo allanaba. La paranoia de ser un perseguido político lo llevaba a imaginar que todo desconocido era su potencial cazador. Nuevamente desistió de extraer el arma del morral. Porque por un momento pensó, que el mesero que había entrado a la habitación, en realidad era el esposo de la mujer o un agente de la dictadura que iba tras de su cacería. El hombre tuvo que sepultar en el instante la perturbadora idea para poder sentirse relajado y disfrutar aquel encuentro que había planificado con la mujer meses antes de escapar del campo de concentración. A la distancia, ella misma había organizado su fuga con sobornos. Estaba en un nuevo país que desconocía.
La mujer y el hombre ocuparon el sofá amarillo de la habitación y después del primer brindis —en el que hicieron sonar el cristal de las copas—, se dedicaron a beber la botella de champán entre besos, toqueteos y caricias. Cuando la mujer comenzó a deslizar su mano por la entrepierna del hombre, éste le pidió que se detuviera porque antes quería adorar su belleza, contemplarla, y la única manera posible era a través del silencio que mira. La mujer accedió y el hombre se dedicó a observar en detalles la composición de aquella belleza femenina nunca antes vista fuera de cualquier pantalla.
—Pareces una bella y adorable fotografía.
—Te traje las tres fotografías que te gustan de mí.
—Gracias. Las guardaré como un tesoro junto a esta nueva fotografía tuya que ahora tengo ante mí.
—Todas tienen un beso grabado para ti. Es mi regalo de bienvenida.
—Voltéate…
La mujer giró y para sorpresa del hombre, la mujer tenía tatuado unos labios rojos, entreabiertos, en la piel de su espalda.
—¿Tú misma te has besado?
—Sí. Eso es lo bueno de ser una fotografía.
—Sí, ya veo. La piel es como el papel de la fotografía. Lo graba todo
—Así es.
—Hay algo escrito entre tus labios.
—Tu nombre que brota —dijo la mujer y volvió a besar al hombre con febril pasión hasta sujetar con el borde de sus dientes, su lengua.
El hombre cerró los ojos y en ese gozoso placer donde se juntaba la saliva con la sangre, la mujer se instaló desnuda en la mente del hombre —parada frente al largo espejo enclavado en una pared de la habitación— con una cicatriz profunda en toda su columna vertebral. Supo entonces después, que aquel esplendor de mujer estaba sostenido por barras de titanio, y con un dolor persistente que lidiaba con ojos desorbitados que miraban al abismo, en las horas infinitas del insomnio y la inconfesable pesadilla, por ser bochornosa y reiterativa.
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