Por NELSON RIVERA
Hasta los 9 años se llamó Truman Streckfus Persons. En 1923, cuando su madre, Lilie Mae Faulk, se casó con Joe García Capote, su segundo esposo, cambió su nombre y adoptó la sonora combinación con la que se haría famoso: Truman Capote.
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Niño herido. Las grietas que dejaron en él los traumas de origen no se aliviaron nunca. Vino al mundo bajo el signo de lo desafortunado. ¿Cómo comprimirlo? Arch Parson era un fantasioso que tenía tanto de iluso como de estafador. Un saltimbanqui mitómano y sableador. Lillie Mae Faulk era una ambiciosa aventurera sexual. Ella tenía 17 y él 25 cuando se casaron en agosto de 1923. Un año más tarde, el 20 de septiembre de 1924, nació Truman. Arch iba y venía, saltaba de rocambolescos negocios a otros peores. De forma simultánea, Lillie Mae pasaba de un amante al siguiente. Tenían un rasgo en común: Truman era secundario en sus agendas. “Lo querían, en suma, cuando no tenían otra cosa que hacer”.
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Truman: “Sentía terror a verme abandonado, y recuerdo haber pasado prácticamente toda mi infancia viviendo en un constante estado de tensión y miedo”.
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A menudo dejaban a Truman en Monroeville, en la laberíntica casona de la familia de Lilie Mae. A comienzos del verano de 1930 —tenía cinco años— lo dejaron por tiempo indefinido, a cargo de cuatro primos mayores: Jennie, Callie, Sook y Bud Faulk. Allí encontró un ‘hogar’. “Bajo las tormentas emocionales, las peleas, los desahogos lacrimógenos y las rarezas, tanto de modales como de comportamiento, había una calma básica, un orden y una ya desvanecida sencillez en la vida de Alabama Avenue”. Monroeville tenía unas pocas calles polvorientas y un poco más de 1.300 habitantes. Todos se conocían. El principal pasatiempo consistía en conversar. Un mundo sin secretos.
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Truman creció a la vera de Sook Faulk (su nombre verdadero era Nannie Rumbley Faulk), prima, protectora que hacía cuanto podía para darle calor: un poco madre, un poco amiga, un poco hermana mayor del niño brillante y afeminado. La providencia quiso que la pequeña vecina, casi dos años menor que Truman, resultase Nelle Harper Lee, la autora de Matar un ruiseñor (Premio Pulitzer 1961). Lee fue su compañera de juegos y socia en su descubrimiento de los juegos. Más adelante, sería capitular en la investigación que sustentó A sangre fría. También vivía olvidada por sus padres.
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En vez de romperse, el matrimonio se fue disolviendo. Más o menos al año, Lillie Mae asumió que tendría que buscar por sí misma la vida que quería. Se fue a New York. El producto de sus empleos lo destinaba a Monroeville. Cuando, en un tiempo de desenfrenos encontró a Joseph García Capote —empresario cubano de origen canario—, se acercó a sus deseos: hogar, bienestar económico, posición social. Se casaron en marzo de 1932, tras el divorcio de Lillie Mae. En 1933 Truman comienza a estudiar en el severo Trinity School de New York. En 1935 se consumó la adopción y el pequeño adquirió nuevos apellidos: Truman García Capote. Con un profesor que lo acompañaba al cine (niño todavía) tendría sus primeros intercambios sexuales.
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Lillie Mae se entregó a la buena vida: clubes nocturnos, viajes, teatros, vestidos de lujo. Cambió su nombre al de Nina. Lo quería y lo rechazaba. Se interesaba por él, pero también la avergonzaba. El vínculo con su hijo fue de constantes ambivalencias. Detestaba sus maneras femeninas. Desató contra él un trato cargado de frialdad y frases filosas.
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Gerald Clarke, el biógrafo, cita a Freud: “Un hombre al que haya sido negada la maternal estimación le es negada también la natural confianza, esa maravillosa sensación de triunfo con la que, quien se siente como el amor de su madre, se despierta automáticamente cada mañana. Si alcanza de verdad el éxito, no lo ve como un regalo, o como un don innato, sino como un préstamo y durante todo el resto de su vida teme que le sea arrebatado y concedido a otros que lo merezca más”.
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Las cosas empeoraron cuando, cumplidos los doce años, una infeliz decisión de su madre condujo a Truman a la academia militar de St. John, a 50 kilómetros de New York. El pésimo estudiante, con su aura de objeto sexual, capturaba la atención por sus habilidades verbales. Sus compañeros lo escuchaban sin pestañear. En Alabama había comenzado a leer. Algo más: tenía facilidad para cambiar de punto de vista narrativo. Había decidido ser escritor. Llevaba siempre consigo un diccionario y un cuaderno para tomar notas.
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En 1939 se mudan a Connecticut. En el Instituto Greenwich se encuentra con Catherine Wood, profesora que comprende su talento, lo protege y estimula. De ese tiempo son sus primeros relatos donde asoma el narrador habilidoso. Tiene 15 años y sabe capturar la atención de quienes le rodean, cómo conquistar y rodearse de amigos. Es parte de una pandilla ruidosa. Ahorraban y los sábados en la noche iban y venían a New York en tren. Se sumergían en el estrépito, bailaban, intercambiaban confidencias.
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Mientras, Nina bebe más cada día. Denigra de Truman, que no aprobó el último curso. En 1942 los Capote regresan a New York. Mientras sus compañeros están en la universidad o en el Ejército, Truman repite en una escuela para estudiantes difíciles. En esos días el amigable es parte de un cuarteto que integraban Carol Marcus (que se casó con William Saroyan), Oona O’Neill (que se casó con Charlie Chaplin) y la heredera Diana Vanderbilt. Truman se conecta con el brillo del lujo, la riqueza y el buen vivir. En un poema que publicó en la revista de su colegio están los versos que originaron el título de estas notas: “Como el poderoso cóndor,/ Que con sus predadoras alas/ Se recorta en el cielo cobrizo,/ He aguardado y acechado/ A mi presa./ Mi víctima es la inmortalidad (…)”.
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Tiene 18 años en enero de 1943 cuando consigue su primer trabajo: corrector de pruebas en The New Yorker. Es objeto de chismorreos: ¿es niño o niña? De su paso por ese empleo no hay mucho que destacar, salvo su abrupta salida en el verano de 1944, tras un caricaturesco incidente con Robert Frost. “Al cumplir los veinte años, en el otoño de 1944, empezó por fin una vida totalmente consagrada a escribir, sin otra preocupación, desde la mañana hasta por la noche, que disponer las palabras sobre el papel”.
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Muy probablemente no ocurrió de forma súbita. Capote estaba trabajando en una historia que llevaba el nombre de Summer Crossing. Algo que no alcanzaba a nombrar —parecido a un malestar inasible— lo perturbaba. Un día, al regresar a su casa, “me encerré en mi cuarto, guardé el manuscrito de Summer Crossing en el cajón de abajo del escritorio, cogí varios lápices afilados y un bloc nuevo de papel amarillo rayado, me metí en la cama vestido y, con patético optimismo escribí: Other Voices, Other Rooms, novela de Truman Capote”.
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Es un momento en que ocurren cambios y definiciones que se proyectarán en el tiempo: con la ayuda económica del indulgente Joe García Capote, durante unos meses se fue a vivir a una habitación en New Orleans. Escribe relatos, avanza en su novela, hace trabajos de ocasión. Vive en estrechez económica.
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Sin embargo, quiero comentar aquí que, con el paso de los años, por cortos o largos períodos, Capote viviría en ciudades de Estados Unidos, Italia, España, Suiza, Marruecos, México. En ese saltar de un lado a otro, cada tanto regresaba a New York, que tenía para él un carácter simbólico y era el rutilante campo en que se congregaba su vida social, sus amistades de la aristocracia, la alta burguesía y la política estadounidense, editores y periodistas, escritores y pintores afamados, personalidades del cine y el espectáculo: un enorme, efervescente, elegante y chismoso zoo de vitrina, en el que Capote era una de sus piezas más llamativas: turbulento y brillante amanerado de frases ingeniosas; la pequeña y extravagante figura de voz aniñada y chillona (en otra parte leí que Gore Vidal, su rival y enemigo irremediable, dijo en una entrevista radial que Capote, además de cara de feto, tenía una voz diseñada para entretener a los monos).
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Solo si entendemos el papel que las revistas tenían en la vida literaria estadounidense, y que la publicación de un relato en alguna de ellas podía producir un salto benéfico en la trayectoria de un escritor, puesto que el público buscaba en sus ediciones las historias que serían tema ineludible en las conversaciones; solo si entendemos que el peso que tenían unas determinadas revistas hoy no tienen comparación; solo entonces podremos imaginar que cuando Mademoiselle incluyó en junio de 1945, Miriam, relato de Truman Capote, se produjo un primer oleaje, que no tardaría en ser seguido por otros: Harper’s Bazaar, revista rival, publicó otro relato de Capote en octubre de ese año, a lo que Mademoiselle respondería con otro en diciembre. “Las dos revistas continuaron disputándoselo el resto de la década”. Tenía 21 años y ya había dado los primeros pasos en su anhelo de fama.
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Otro paso vital: en octubre de 1945 firma un contrato y recibe un adelanto por la novela, que no estaba lista. Escribía de noche, en su cama, rodeado de silencio. Pero no siempre resultaba posible. Nina bebe a esas horas. Grita, hace ruidos. Capote desespera. Una diligencia de Carson McCullers, madre de una amiga, funciona: el 1 de mayo de 1946 viaja a Yaddo durante 11 semanas (Yaddo es una campestre colonia de artistas fundada en 1900, en las proximidades de Saratoga Spring, en el Estado de New York; Sylvia Plath, James Baldwin, Pablo Picasso, Edward Hooper, Leonard Berstein, Flannery O’Connor, Eudora Welty, Alexander Calder, Wladimir Horowicz, por ejemplo, fueron algunos de sus ilustres usuarios).
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Durante su estancia en Yaddo coincide con otros jóvenes escritores y con Katherine Anne Porter, autora rodeada de un amplio prestigio. Hace amigos. En las noches captura la atención de sus colegas. Inicia una relación amorosa que tendrá largas resonancias con Newton Arvin (importante crítico especialista en el siglo XIX estadounidense, autor de una celebrada biografía de Melville, reconocida con el National Book Award de 1951). La interacción con Arvin hizo consciente a Capote del beneficio que tendría la sistematización de sus lecturas. Capote: “Fue Newton quien me hizo leer a Proust y a los clásicos americanos del XIX, Hawthorne y Melville, por ejemplo”.
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Tras la temporada en Yaddo la cotidianidad sigue su curso. Nina bebe. Capote hace reportajes para Harper’s Baazar, con el fotógrafo Henri Cartier-Bresson de acompañante. Viaja de New York a Northampton a encontrarse con Arvin. Un providencial reportaje de la revista Life sobre los “escritores en boga”, circula con un retrato de Capote en la portada, aunque hasta ese momento, no ha publicado ni un libro. Está en el centro de las expectativas de editores, periodistas, críticos. Organiza fiestas. La lista de amigos y conocidos famosos crece a diario. Por esos días conoció a Gore Vidal, que sería su rival y enemigo por décadas.
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Clarke: “Estaba cantado que llegarían a chocar, y así sucedió probablemente a comienzos de 1948, en el apartamento de Tennesse Williams. “Empezaron a criticarse mutuamente su trabajo”, diría Williams. “Gore dijo que Truman sacaba todos sus argumentos de Carson McCullers y Eudora Welty. Y Truman repuso: “Pues puede que tú saques los tuyos de Daily News”.
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A Truman le resulta imposible la convivencia con su madre alcohólica. Se muda de un modesto sitio a otro. De ese deambular proviene una plástica habilidad: aprende a escribir en cualquier lugar. En agosto de 1947 finaliza Other voices, other rooms (traducido al español como Otras voces, otros ámbitos). En enero de 1948 la novela llega a las librerías: “Su autobiografía psicológica: orientando, bajo el disfraz de la ficción, el angustioso viaje que terminó con el descubrimiento de su identidad como hombre, como homosexual y como artista”.
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A pesar de su plurivalencia simbólica —es una narración que transita por una especie de senda muy próxima a la poesía—, la novela cosechó elogios y también duros comentarios. Elizabeth Hardwick, por ejemplo, escribió que era una imitación menor de una autora menor, Carson McCullers. Alguien en Newsweek publicó esta frase: “Un lóbrego pozo de símbolos freudianos”. No obstante, también los hubo elogiosos, como el del crítico del Times: “Es imposible no sucumbir a la poderosa magia de su estilo. Hay escenas tan nítidas y sugerentes que lo sitúan a la misma altura de lo mejor de la narrativa reciente”.
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Durante 9 semanas se mantuvo como el libro más vendido. Fuera del campo de batallas literarias de New York, en el resto del país fue acogido como un aliento renovador. Ocupaba un lugar en las conversaciones en bares y cafés. Cynthia Ozick escribió más adelante: “Caminar con Capote bajo el brazo era un signo de identificación y disidencia respecto de los valores establecidos tan ostensible como el hábito de un monje”. Con el dinero ganado Capote se compró un pequeño apartamento.
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Viaja a Europa. Cuando llega a Londres, ya habían circulado ejemplares de su novela. Las cenas y los encuentros con escritores e intelectuales se suceden como respuesta a la curiosidad que despertaba. En París ocurre algo semejante. A continuación, sigue a Venecia. Capote se mueve de un lugar a otro. Visita y lo visitan. Se relaciona con famosos. Tiene amantes esporádicos. Van y vienen cartas. Chismorreos. Los viajeros comparten la ansiosa búsqueda de placeres: cruzar el Atlántico, encontrarse en otras geografías, descubrir lugares que, a un mismo tiempo, fueran idílicos, recónditos y baratos. Sicilia, Forio, Tanger. Auden (“es puro intelecto”), Cecil Beaton. Capote ‘descubre’ a Jane Austen.
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Ese 1948 Capote inicia la relación con James ‘Jack’ Dunphy, nacido en una familia de trabajadores. Durante su adolescencia y juventud había desempeñado distintos trabajos. Fue bailarín, se casó con la famosa bailarina y actriz Joan McCracken, fue parte de la compañía de George Balanchine en 1939-1940, y participó en una gira por América Latina. Un buen escritor, autor de seis novelas y cinco obras de teatro. El vínculo se prolongó, con alejamientos y aproximaciones, hasta la muerte de Capote, aun cuando en esas más de tres décadas, uno y otro tuvieron relaciones furtivas. Dunphy mostró hacia Capote una lealtad en varios planos. Numerosos testimonios afirman que fue consejero irremplazable, en los días en que Capote se debatía con la estructura y cierre de A sangre fría. En su novela John Fury, uno de sus libros más conocidos, hay una reflexión sobre la pobreza que se cita a menudo: “La pobreza no es epidérmica sino profunda. No es un tatuaje que desaparece con el tiempo. No es una marca de la cual uno pueda desprenderse cuando ya no se confronta. La pobreza, si se ha padecido, es uno mismo”. Su libro de 1986, Querido genio: memoria de mi vida con Truman Capote, se tiene como una fuente incomparable para aproximarse a las enrevesadas e imprevisibles variaciones en el carácter de Capote.
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El tercer libro de Capote llegó en 1950: Color local. Reúne nueve de sus mejores reportajes de viajes y estadías: Nueva Orleans, New York, Brooklyn, Hollywood, Haití, A Europa, Ischía, Tánger y Un viaje por España (Color local, forma parte de la que estimo como la mejor recopilación de textos periodísticos breves o relativamente breves de Capote en español: Los perros ladran. Este incluye su excepcional retrato de Marlon Brando, El duque en sus dominios, y el extenso reportaje de 1956, dividido en dos partes, de la gira de una compañía de ópera estadounidense, para escenificar Porgy and Bess, de George Gershwin, en la Rusia comunista).
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Llegó así el momento de abrir la gaveta que había permanecido cerrada por años, donde aguardaba el manuscrito de Summer Crossing, que cambiaría de nombre y se convertiría en su segunda novela, Arpa de hierba: “Era el intento de evocar los agridulces espíritus del recuerdo y la nostalgia (…) el lado alegre y esplendente de Truman Capote”. La escribió en un año, la entregó en junio y en meses estaba en manos de los lectores. A pesar de que los editores de Random House rechazaron el final, Capote insistió. La novela fue muy bien recibida, por encima de lo que pronosticaron sus amigos.
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Capote vive un tiempo de expansión: Arpa de hierba fue llevada a escena bajo la dirección de Peter Brook. Un acontecimiento social. Lo contratan como guionista. Uno de ellos: el guion de La burla del diablo, para el director John Huston. Viajan. Pasa temporadas con Jack Dunphy. Otras, se rodea de un ir y venir de amigos y amantes de ocasión. Ya entonces Capote tiene fama en Estados Unidos y en varios países de Europa.
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No había cumplido los 49 años cuando Nina logró consumar su suicidio (lo había intentado otras dos veces). Murió el 4 de enero de 1954.
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Mujeres: la inmensa mayoría de sus amigos eran mujeres. Las entendía, llegaba hasta los lindes de la intimidad de cada una, las admiraba. Su debilidad por las bellas y ricas bien podría constituir una línea de estudio de su personalidad. Le gustaba citar a un romántico del siglo XIX: “Una hermosa mujer, hermosa y elegante, nos impresiona tanto como el arte, cambia el clima de nuestro espíritu. ¿Es algo banal? Me parece que no”.
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Escribe Clarke: “Ningún Casanova admiró más fervientemente a las mujeres atractivas ni fue tan devotamente admirado por ellas. Él las adulaba, las consolaba, intentaba orientar su destino. Cuando se acercaban a Truman con sus problemas, podían contar con él para hacerle la pregunta oportuna y obtener la respuesta adecuada (…) El papel que más le gustaba era el de Pigmalión, y a cualquier mujer que siguiese sus consejos, independientemente de su edad y posición en la vida, la consideraba como su protégée, una obra de arte que solo precisaba de su palabra o de su mano para alcanzar la perfección. Le encantaban las mujeres y sabía complacerlas en todo salvo en una cosa: en el amor físico (…) Quiso ser el amoroso espejo de un puñado de notables mujeres. Bailaba con Marilyn Monroe en El Morocco; conspiraba con Elizabeth Taylor para salvar a Montgomery Clift; se pasó noches enteras hablando con Jacqueline Kennedy, y se convirtió en seguro confidente de lo más regio de su armada de cisnes”.
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Sin embargo, en el corazón de este Pigmalión había un traidor: no guardaba las confidencias. Lo contaba todo, incluso las cuestiones más delicadas. No había ingenuidad en su conducta. Conquistaba la confianza, sabía escuchar, era un consejero atinado, pero no resistía el impulso de convertir las confidencias en materia de trapicheo. Actuaba como un perverso promotor de comidillas, chismes, exageraciones e invenciones. Urdía historias de hechos que no habían ocurrido. No era inocuo: ponía en guardia a unas y otros. Algunas de sus relaciones, como con los Kennedy, sufrieron un silencioso enfriamiento. No faltaban los que intuían el riesgo que suponía la amistad de Truman. “A lo largo de los años, sus chismes, verdaderos o falsos, contribuyeron a acabar con más de una amistad y más de un matrimonio”. Truman se jactaba: “Si me lo propongo, en Nueva York puedo acabar con cualquiera”. Máquina de engullir, nada de los demás se escapaba.
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Cuando publica en 1958, la novela corta Desayuno en Tiffany’s, Truman Capote tenía 34 años. Su protagonista, Holly Golightly —han dicho los críticos—, es una proyección de Capote: escenifica su mirada aguda y desenfadada de la alta sociedad de New York. “No solamente comparte su filosofía, también sus temores y ansiedades”.
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Norman Mailer: “ A Truman Capote no lo conozco bien, pero me gusta. Es tan agrio como una solterona, pero en el fondo es un diablillo y el más perfecto escritor de mi generación. Es quien escribe las mejores frases, palabra por palabra, ritmo a ritmo. Yo no tocaría ni una palabra en Desayuno en Tiffany’s, que se convertirá en un pequeño clásico”.
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Entonces, el intuitivo que buscaba un tema; que había incursionado con maestría en los territorios del periodismo; a quien se reconocía un virtuoso prosista, incluso entre aquellos que habían sido demoledores con sus novelas; ese Capote en estado de alerta enfoca su curiosidad en la noticia que está en la página 39 de la edición de The New York Times del 16 de noviembre de 1959, y de inmediato se dice: quiero esta historia para mí. Destapa su apetito porque tiene una presunción: es distinta de todas las que conoce. Por la brutalidad del hecho, por su sinrazón aparente, por el lugar en que ha ocurrido, por su evidente exceso. Es su sentimiento de ajenidad lo que lo conduce al crimen de la familia Clutter. Le moviliza la promesa de descubrir.
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Pero la malla de sus presentimientos no se agota allí. Presupone: esta será una investigación compleja, casi imposible de abordar por solo una persona. Capote busca, no un asistente de investigación, sino un socio para el primer trecho de su proyecto. Sin titubeo, su amiga de la infancia en Monroeville, Nella Harper Lee acepta (tenía una novela terminada e inédita desde 1955, y que sería esa novela extraordinaria que es Matar a un ruiseñor, ganadora del Premio Pulitzer de 1961). Viajan a Holcomb, el pueblo próximo al lugar del crimen.
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El doble método que fija Capote, y que adopta de forma inflexible, exigía el esfuerzo de ambos: realizaban juntos cada entrevista, sin grabadora ni cuadernos de notas. Debían ser conversaciones sin sobresaltos. Regresaban a sus habitaciones en el Hotel Warren sin cruzar impresiones. Cada uno toma notas, en extenso, de lo registrado. Después intercambiaban. Aquellos campos sembrados florecían a este punto: Capote llegó a disponer de 4 mil páginas mecanografiadas de notas como insumos de A sangre fría. En las noches, Capote escribía su obra.
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Era un mundo tan desconocido para ambos, que al embarcar en el tren rumbo a Kansas City, llevan las maletas cargadas de víveres, como quien se dirige a un lugar incierto. Desde New York, Capote mueve los hilos que le facilitarán seguir el proceso policial y tribunalicio de cerca. Al llegar, lo previsto: Holcomb es un pueblo aterrorizado. Señorea la desconfianza y la tensión. Con obsesiva seguridad repiten: crimen tan salvaje solo puede haber sido cometido por alguien que conocía a los Clutter. Una venganza de alguien de aquí.
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Los habitantes de Holcomb rehúyen de la extraña pareja de New York que viene a indagar sobre los hechos. Sin embargo, ese muro de silencio no resistiría mucho a los embates seductores de Capote. Pronto se producirá un giro: los reciben, les cuentan, los invitan a cenar. Despiertan curiosidad entre los habitantes de aquella comarca profunda de Estados Unidos, en la que nunca pasaba nada.
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Capote y Lee estaban en casa del funcionario policial que encabezaba la investigación, la noche en que una llamada avisó que los dos sospechosos habían sido detenidos en Las Vegas. Truman intentó colarse en la comisión que salió a buscarlos. Cuando, una semana después, Perry Smith y Dick Hickock fueron conducidos al Juzgado —ya habían confesado—, los dos escritores formaban parte de la pequeña multitud que vio cuando los introducían en el edificio.
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El que los asesinos hubiesen llegado hasta allí con el objetivo de robar, y que eso hubiese derivado en una sucesión de crímenes atroces, cambió el plan de Capote. “Truman y Nelle habían casi terminado de compilar los testimonios para un relato que, en principio, Truman quería que fuese breve. Había pensado centrarlo en la reacción de una pequeña ciudad ante un horrendo crimen. Pero entonces, con los asesinos entre las rejas de la cuarta planta del Juzgado, su relato desbordaba con mucho lo que en principio había pensado. Había redactado aproximadamente la mitad, pero iba a ser una mitad inservible a menos que pudiera reconstruir la vida de los asesinos tan exacta y minuciosamente como la de las víctimas”.
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En enero ocurrieron los largos encuentros con los dos asesinos. No diré nada de ellos aquí, salvo esto: cuando se cierra A sangre fría, uno conoce a esos dos hombres, tanto como es posible conocer a través de la literatura. La construcción biográfica, física, psicológica y hasta de los modos de razonar de Perry Smith y Dick Hickcock alcanzan la categoría de gran literatura.
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Más allá del debate que se ha producido, debate que el propio Capote promovió cuando sostuvo que A sangre fría era una “novela de no ficción”; más allá de los argumentos de quienes sostienen que la novela es estrictamente ficción y que lo que no es ficción es otra cosa; más allá de las críticas por las mínimas licencias ficcionales que Capote usó en su narración, que pueden entenderse como actos de espaldas a los deberes del periodismo; más allá de las legítimas consideraciones que puedan hacerse sobre la espinosa frontera entre realidad y ficción, sostengo esto: por su estructura, por la perfección de su prosa comedida, por el logrado empeño de Capote de no hacerse visible al lector, por la deslumbrante construcción del pueblo, la vida cotidiana y de un amplio cartel de personajes, A sangre fría es una obra de arte, del mejor arte literario.
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Cuando se inicia el juicio, el 22 de marzo de 1960, Nelle y Truman están en la sala. Han regresado de New York. A las confesiones se han sumado evidencias incontestables. Eran culpables, no había duda. Siete días después —29 de marzo—, están otra vez en la sala cuando se produce el veredicto: pena de muerte. Serían ahorcados el 13 de mayo de 1960 en Lansing, la prisión del Estado de Kansas, donde Smith y Hickock se habían conocido.
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Tras regresar a New York, Capote, abrumado por las demandas sociales, se encuentra en dificultades para avanzar con su relato. A los pocos días, en compañía de Jack Dunphy, cruza el Atlántico, hasta llegar a Palamós, pueblo pesquero en la Costa Brava. “Sentado allí en su casa, junto a los acantilados, contemplando las suaves aguas del Mediterráneo comprendió también, quizás por vez primera, la verdadera dimensión de lo que intentaba realizar. A sangre fría no era la mera crónica de un crimen espantoso. Era la historia de una familia, gente buena y decente, asaltada y destrozada por fuerzas que quedaban fuera de su conocimiento y de su control. Era un tema con resonancias similares a los de la tragedia griega, una historia que Esquilo o Sófocles hubiesen podido convertir en un drama sobre el destino y la fatalidad”.
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Capote lo dice en sus cartas desde Palamós: tenía el material para producir una obra maestra. Y una idea que lo acechaba: lo ocurrido le había cambiado. A diferencia de los precedentes, este sería un libro largo. Y se advertía: no debo precipitarme. Había establecido un compromiso consigo mismo: continuar y concluir el libro. Aunque la revisión de las notas le horrorizaba. Tenía pesadillas. En enero de 1962 entrevistó a la hermana de Perry Smith. Capote se escribía con uno y otro. Los hechos, las vidas de los condenados y el cierre del libro, ocupaban las habitaciones de su pensamiento. Estaba obsesionado.
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“A Perry y a Dick también les preocupaba cómo saldrían parados en el libro de Truman. Una de sus preocupaciones era de orden práctico. Sus apelaciones se apoyaban en la alegación de que el asesinato de los Clutter no fue planeado, y además temían que Truman contase otra cosa, como en definitiva hizo. Otra preocupación era, en cierto sentido, de orden estético. No querían ser recordados como psicópatas asesinos”.
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A continuación vino una compleja etapa de paralización de Capote: no podía terminar el libro hasta que se produjera un desenlace. El estado de imposibilidad no se limitaba a A sangre fría. Mientras, las apelaciones se sucedían y la ejecución no terminaba de cumplirse. Le faltaban alrededor de unas 40 páginas para concluir. Los editores y amigos que habían leído lo avanzado estaban electrizados. Sobre el libro, todavía sin cierre, llovían los elogios. Todos pronosticaban que sería un súper ventas.
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A medida que pasaban los meses, Capote se sumergía en una casi irresoluble angustia moral: se carteaba con los reos, pedían su ayuda, mientras él desesperaba porque el libro saliera a la calle de una vez. Necesitaba quitárselo de encima.
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Capote estuvo presente en la ejecución: “Truman pudo decirles unas palabras a los dos”. Estaba allí y les escuchó decir sus últimas palabras. En junio de 1965 puso el punto final. “De momento solo me siento vaciado. Pero agradecido. Nunca más”.
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A sangre fría fue publicado en dos entregas consecutivas —en enero de 1966— en The New Yorker: “Nunca, ni antes ni después, ha publicado nada tan ansiosamente esperado”. A continuación, cuando pasó al formato de un libro, “la moderna maquinaria de los medios de comunicación (revistas, periódicos, radio y televisión) se convirtió en una gigantesca orquesta que solo interpretaba a Truman Capote”. Sobre las repercusiones literarias, periodísticas, personales; para la vida corriente en Holcomb; y hasta para la industria editorial que detonó A sangre fría, se han escrito varios libros que lo documentan con detalle. Con respecto al autor, lo previsible: tenía 43 años, había ascendido al culmen de la fama y, luego de una obcecación de un poco más de seis años, se había hecho rico. En el punto más alto de la cresta, a Capote le tocó afrontar cuáles serían sus próximos pasos.
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En un primer momento, Capote se exhibió. Escenificó un sueño de vida: concibió una fiesta, Black and White Ball (hay, al menos, tres libros dedicados a narrarla y analizarla), en las que todos los invitados tenían que vestirse con esos colores, ir enmascarados, hasta que a medianoche llegaría el momento de que cada quien debía revelar su identidad. 500 ricos y famosos fueron invitados, otros se ofendieron porque no recibieron la ansiada tarjeta. Decenas invirtieron miles de dólares en máscaras contratadas a joyeros, que brillaban de piedras preciosas. Para dar todavía más realce al espectáculo, Truman estableció que la fiesta era en honor a Katharine Graham, propietaria de Newsweek y The Washington Post, conoicda por su aversión a las fiestas. “Ponerla en el centro de todas las miradas fue su último acto como Pigmalión”. De la pista de baile donde Lauren Bacall y Jerome Robbins habían danzado como si flotaran con la música, la fiesta saltó a los titulares de la prensa de Estados Unidos: Truman Capote se erigía como un Dios terreno rodeado de poderosos acólitos.
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Hasta aquí, esta recapitulación de la biografía Clarke ha recorrido los dos primeros tercios del libro. ¿Qué viene en las 200 páginas siguientes? El declive. Un declive que se prolongaría a lo largo de 18 años, con sus pausas y aceleraciones.
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Se llevó el libro al cine. Sin embargo, no recibió la recompensa deseada, ni el Pulitzer ni el Premio Nacional del Libro. Escribió teatro, guiones de cine y televisión. Viajaba. Iba de un agasajo al siguiente. Publicó dos capítulos de una novela que quedaría inconclusa, Plegarias atendidas, en las que exponía al escarnio a numerosas de sus amigas, como si intentara una vendetta (“no era más que un renacuajo traidor”, dijo alguna de ellas). Llevaba una vida temeraria: bebía, consumía pastillas sin freno. Opinaba sobre cuestiones que escapaban a su comprensión. Perdía amigos. Protagonizó una trifulca con policías. Se liaba con prostitutos que lo robaban. El tiempo entre una hospitalización y la siguiente se reducía. Tuvo que devolver los adelantos que había recibido de productores o editoriales. Inició una relación con John O’Shea, a quien otorgó amplios poderes para ocuparse de sus asuntos, lo que, como es previsible, derivó en una disputa legal. Su vida cotidiana se pobló de numerosos conflictos con amigos y conocidos. Aquellos malestares tenían expresión en su cuerpo y su rostro, que se deformó con el tiempo. Un testimonio cuenta de un encuentro con Capote, en el que este habló durante 12 horas continuas. Se preguntaba, ¿qué he hecho mal? Hospitalizaciones y tratamientos de desintoxicación no producían resultados. Salía del hospital rumbo a la próxima botella de vodka. De la discoteca donde había estado bailando con Liza Minelli lo conducían a la sala de urgencias.
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En ese tiempo de irreversible derrumbe armó Música para camaleones, que no se publicaría hasta 1980: contiene piezas extraordinarias como el relato Ataúdes tallados a mano y el notable perfil de Marilyn Monroe, Una hermosa criatura.
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“El derrumbe de Truman se aceleró entonces con una velocidad alarmante, y apenas salía de un hospital ingresaba en otro. Es difícil hacer un cálculo exacto de sus estancias. Durante los primeros años ochenta estuvo hospitalizado en media docena de estados, y también en Suiza. Pero los datos del hospital de Southampton, que es el que él prefería, dan una idea del acelerado paso del derrumbamiento: ingresó allí cuatro veces en 1981; siete veces en el curso del año siguiente y dieciséis veces en 1983”.
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Estaba en su casa de Bel-Air, Los Ángeles, acostado, cuando el 25 de agosto de 1984 dejó de respirar. Al momento de morir, aunque su reputación de gran escritor era sólida, buena parte de sus amigos se habían alejado. La suya fue una muerte que muchos habían pronosticado. Hacía años que sus adicciones se habían convertido en el capítulo central —un capítulo que arropaba todo lo demás— de lo que se sabía del escritor.
*Truman Capote. La biografía. Gerald Clarke. Traducción: Víctor Pozanco. Ediciones B. España, 1989.
*Los perros ladran. Truman Capote. Traducción: Rolando Costa Picazo. Editorial Emecé. Argentina, 1975.
*Música para camaleones. Truman Capote. Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Editorial Bruguera, España, 1981.
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