Trudy Ostfeld de Bendayán / Ramón Pico©

Por JO-ANN PEÑA ANGULO

En una de sus conferencias, habla sobre el empleo maligno del poder y la subordinación del otro, a través de distintos mecanismos. ¿Puede explicarnos el proceso del uso de la fuerza desde la sombra? ¿Partiendo de este principio, es más fácil o más difícil el uso del miedo y del temor para dominar?

—El empleo maligno del poder exige la subordinación del otro a través de diversos medios, tales como la fuerza, la persuasión, el engaño, la lógica argumentativa, la conversión por fe, la convicción por razón, las amenazas, la manipulación o las torturas. En general, el poder ejercido desde la sombra empleará cualquier método capaz de capitalizar a su favor ya sea la incondicionalidad o la desesperanza de los individuos bajo su mandato a fin de arrear el castrado rebaño hacia su redil. Bajo un régimen tiránico, se engloban aspectos tales como la subyugación, el despotismo, la megalomanía, la dominación y la explotación. Las descripciones de tiranía usualmente incluyen el ejercicio de la soberanía absoluta, la justicia arbitraria y las regulaciones persecutorias y crueles.

Contra todo aquello que se le oponga o resista, la estrategia más productiva para lograr los oscuros fines siempre será el temor. El ejercicio del poder a través del temor logra objetivos que otras formas de poder no pueden. La habilidad de instilar temor pertenece a la ejecución total del poder.

El miedo es capaz de sostener imperios unidos tal como lo logra el lenguaje, la idiosincrasia, la economía o la geografía. La idea de instilar miedo es la causa del sostenimiento de la tiranía. El miedo pertenece mitológicamente al mundo de Ares, amo de las batallas, siendo uno de sus hijos Fobos (miedo) de donde procede la palabra “fóbico”. Sólo un tonto o un inconsciente no es capaz de sentir miedo: desconoce el alcance real de la maldad. En fin, cualquiera que sea el método empleado, el complejo de poder anhela frenéticamente subordinar todas las fuerzas disponibles a fin de permanecer en el tope.

Existen diferentes estilos de poder y los mismos cubren un amplio espectro que va desde el ejercicio beneficioso del mismo a la despótica malignidad. Tales estilos de poderío pueden manifestarse a través del liderazgo, influencia, resistencia, autoridad, tiranía, prestigio, necesidad de control, ambición, etc. Todas estas facetas constituyen los componentes del poder, los aspectos que reunidos constituyen su fuerza, su habilidad de actuar, de tener y mantener o de esclavizar y destruir. Si bien sería de suma utilidad desarrollar y diferenciar cada una de las máscaras tras las cuales se agazapa el poder, por razones de tiempo, me limitaré a referirme a dos expresiones siniestras del mismo: el poder carismático sombrío y el fundamentalismo.

Resulta iluminador, para una aproximación al tema, considerar el concepto de “sombra” propuesto por el psiquiatra suizo C. G. Jung, y que se refiere a todos aquellos aspectos de nuestra personalidad que nos avergüenzan y deseamos esconder de la vista de los demás —deseos reprimidos, impulsos salvajes, motivaciones moralmente cuestionables y, sobre todo, resentimientos—. También incluye contenidos desconocidos por el ego. Los aspectos no reconocidos o asumidos por el ego tienden a ser proyectados sobre los demás. Convertimos al otro, así, en portador de nuestro “yo” despreciable. Todos aquello que nos resulte intolerable en otra persona, grupo étnico, cultural o religioso, y por los cuales solemos criticar y juzgar severamente de manera emotiva o vehemente, generalmente son aspectos propios proyectados. Así como no podemos amar aquello que no está presente primeramente en nosotros, tampoco podemos odiar lo desconocido. Los rasgos sombríos de nuestra personalidad son activados generalmente cuando se manejan asuntos relacionados con el poder, el dinero y el sexo.

Con respecto a sus estudios arquetipales publicados, resalta la obra Anima Mundi, ¿cuál es la relación mitos y arquetipos? ¿Cuáles mitos funcionaron para el nazismo?

—Puesto que no soy analista política, me aproximo desde mi marco epistémico en un intento de desentrañar las causas de la evidente expansión de los populismos, nacionalismos, movimientos xenofóbicos y autoritarismos y, para ello, me resulta imprescindible comprender la relación de las culturas con sus mitos, arquetipos y sombras colectivas a fin de comprender, e incluso anticipar, lo que se está activando. Siempre se hace preciso recordar que, cuando los junguianos hablamos de dioses, lo hacemos como metáforas o imágenes arquetipales. Entendiendo como arquetipos a sistemas energéticos de naturaleza psíquica determinantes de todo forma de experiencia psíquica. Son elementos universales, eternos y heredados, que se manifiestan a través de imágenes simbólicas y representan eventos primigenios que dieron forma a la humanidad desde tiempos inmemoriales: son elementos estructurales de psique humana. En general, podemos decir que psicológicamente un arquetipo es la imagen de un instinto. Los mismos se manifiestan tanto a un nivel personal como colectivo. Hay tantos arquetipos como situaciones típicas en la vida.

En el caso del nazismo, Jung emprendió el estudio arquetipal del mismo descubriendo la irrupción en la psique colectiva de la civilizada Alemania —cuna de Beethoven y de Goethe— de un antiguo dios de la tormenta y la embriaguez, Wotan, después de un largo reposo en el inconsciente cultural. En su ensayo “Wotan” halla la expresión de tal nefasta activación en el Movimiento de la Juventud Alemana, donde esta primitiva deidad fue honrada desde el comienzo de su resurrección con sangrientos sacrificios de ovejas. Jung concluye al respecto: “Me atrevo a presentar la afirmación herética de que el viejo Wotan, con su carácter abismal e insondable, explica el Nacionalsocialismo más que, en conjunto, los tres razonables factores mencionados. Aunque cada uno de ellos aclara un aspecto importante de las cosas que están sucediendo en Alemania, todavía más lo explica Wotan, y concretamente el fenómeno general mismo, que permanece extraño e incomprensible para quien no sea alemán, incluso después de la más profunda reflexión”.

Por otra parte, el mito que los sostuvo fue el del Ubermensch, la raza superior que Hitler prometía a la masa vencida y desmoralizada de los alemanes a consecuencia de los estragos causados por la primera guerra mundial.

Cabe agregar que los mitos son el despliegue de los arquetipos a través del continuo espacio-temporal. O, como hermosamente lo describe el reconocido mitólogo Joseph Campbell cuando escribe: “el mito es el sueño colectivo y el sueño es el mito privado”.

 En su trabajo sobre los síntomas posmodernos, expresa, si Freud vivió en la época de la neurosis, la nuestra se inserta en la égida de la psicopatología. ¿Puede explicarnos qué significa vivir en esta era? En el campo político, ¿es bidireccional la relación?

—El continuo bombardeo mediático no permite la apertura de un espacio para la reflexión, la cual requiere “fuego lento”, de tal modo que no hay posibilidad para la “psiquización” de las experiencias: “la inflación de la información”, concluye Baudrillard, conlleva a “la deflación de significado” (1994, p. 79). Los medios nos ofrecen tan sólo una veloz sucesión de imágenes acompañadas de comentarios compactados que impiden la utilización de un pensamiento complejo. Incluso ante las imágenes de horror que plagan al mundo, vamos agotando nuestra capacidad de asombro por la imposibilidad de “metabolizar” emocional y psíquicamente el inmenso cúmulo de información recibida. Las catástrofes que atestiguamos terminan por convertirse en espectáculos a través de nuestras pantallas. La vertiginosa sucesión de informaciones e imágenes acaba por neutralizar unas a otras. El exceso los vacía de sustancialidad. Podemos afirmar que conocemos hoy acerca de muchas cosas, mas comprendemos cada vez menos sobre la real naturaleza humana.

Por otra parte, si bien los logros de la ciencia y la tecnología han hecho la vida más cómoda, a la vez han logrado hacerla menos humana. La idea del crecimiento ilimitado ha alejado al hombre de sus orígenes; lo ha deshabitado de lo esencial. El sujeto se ha ido vaciando del sentido de ser; se ha vaciado de alma. El alma es sabiduría, no conocimiento. El enfoque posmoderno nos ha alejado de lo natural para sumergirnos en el vacío conceptual: vivimos el “nihilismo de la transparencia o de la neutralización” como lo califica Baudrillard.

A pesar de la globalización, el hombre, como nunca, se ha perdido en la nada vertiginosa. La disyuntiva hamletiana, “ser o no ser”, parece ya no tener cabida en nuestros tiempos. “A cuál de las múltiples máscaras me adhiero yo” es la problemática emergente. El pensador venezolano Juan Liscano expresa la condición del hombre actual con las siguientes palabras: “el vacío del alma contemporánea [resulta de la ruptura del vínculo espiritual con la naturaleza y sometida ésta a la exploración tecnológica y a la destrucción ecológica, el civilizado se llena de hechos efímeros existenciales, de inmediateces evanescentes, de novedades publicitadas, envejecidas en seguida, ausente, exacerbado el ego, sin participación ya en el inmenso ritmo cósmico. Es persona y no participante dinámico del orden universal, es decir, personae, máscara de actor, sólo personaje en una desordenada e improvisada representación del indefinible absurdo que nos rige” (1993, p. 117).

Por ello, si la época de Freud puede ser conceptualizada como la era de la neurosis, la nuestra pueda ser insertada, además de la psicosis, bajo la égida de la psicopatía: del pathos (sufrimiento) de psyche (alma). La psicopatía con sus manifestaciones destructivas y su carencia de ley, orden y límites nos remite directamente al titanismo. Hemos traído lo titánico-prometeico a escena y hemos enviado a Eros, el principio de relación, de conexión y de intimidad (interna y externa) al exilio. Y es que Eros necesita tiempo de sedimentación, y tiempo es de lo que más carecemos: queremos más tiempo para matar el tiempo. Donde no hay eros, reina el poder, concluye Jung. Es decir, la psicopatía. Todos contenemos en nuestra naturaleza esta inferioridad psicopática capaz de irrumpir cuando nuestro “precio” es alcanzado: sea este precio traducido en poder, prestigio, dinero o placer.

Realizando una impostación junguiana al terreno psicosocial, el analista junguiano Adolf Guggenbühl-Craig nos ejemplifica en su obra Eros on Crutches las consecuencias del exilio de Eros: Si bien un guerrero con Eros lucha en defensa de los valores que le son importantes y está presto a entregar su vida por salvar la de otros o por sus elevados ideales, un guerrero sin Eros, en cambio, es un mercenario brutal, un asesino en masa, un exterminador demon.

¿Puede explicarnos la relación entre los líderes carismáticos y la ideología del resentimiento? ¿Fue el caso de Hitler y el nazismo?

—Quisiera comenzar a desarrollar el tema del resentimiento con el sueño de un paciente pues lo estimo de índole didáctica:

Me encuentro saliendo de mi casa materna y voy caminando calle abajo. Pasa un joven a mi lado y, de la nada, me lanza un escupitajo y sigue su camino. Me quedo paralizado… impotente… no respondo. Sigo caminando por tiempo indefinido lleno de rabia… de desprecio… de indignación. Cuando de pronto veo llegar frente a mí a un hombre elegante: vestido de flux y corbata. Un hombre de esos poderosos… Me da rabia su andar seguro y desenvuelto. Cuando pasa a mi lado sin siquiera mirarme, le lanzo un escupitajo y emprendo la huida.

Este sueño es ejemplo fidedigno de los estragos causados por la impotencia y el resentimiento cuando no son reconocidos como propios sino proyectados sobre un otro. Tales sentimientos irracionales que, tanto a nivel personal como colectivo, surgen de los abismos más profundos de nuestro ser, y que constituyen el sustrato de conductas agresivas, pueden hallar un cauce idóneo a través de la militancia o simpatía política como en este caso concreto. Pues, bajo el amparo de pseudo ideologías, resulta falible dar rienda suelta a las emociones más sombrías. El resentimiento, tanto del líder como de sus adeptos, conllevan a trágicas consecuencias.

Psique abriendo la caja dorada (1904), de John William Water House

El filósofo alemán F. Nietzsche en su obra La genealogía de la moral se ha abocado a tan relevante temática. El pensador estima que el acto vengativo más cruel del individuo impotente, mediocre y resentido contra aquel que considere su enemigo es el de una radical transvaloración de los valores sostenidos por las naturalezas fuertes y “nobles” como él las denomina. Como resultado, quedaría invertida la lógica de los juicios morales genuinos que nunca pueden estar basados en el resentimiento. Así, en lugar de los valores positivos tales como la nobleza, la bondad, el éxito, la excelencia, el legítimo poder, la belleza, la libertad, la independencia, la felicidad se exaltan la pobreza, la miseria, la impotencia, la indigencia, la ignorancia, la violencia, la marginalidad.

Los rasgos sombríos son elevados por los resentidos y mediocres al cénit de la escala valorativa. “Nivelar para abajo” parece ser la consigna.  Una vez que el individuo resentido haya asumido el poder, es falible decretar, acorde a Nietzsche: “Los señores’ están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido”. Tal acto de transvaloración es propio del resentimiento pues para el resentido queda vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y por ende, se desquita de manera indirecta. Por ello, Nietzsche concluye que la venganza del impotente contra su adversario será siempre in effigie (en ausencia).

Por su parte, el también filósofo alemán Max Scheler, en su obra magistral Ressentiment, en línea con Nietzsche, concluye que los sujetos posesos por el resentimiento usualmente no son los criminales que actúan su violencia sobre el otro de manera directa sino, más bien, son aquellos que se encuentran detrás de los actos delictivos. Incitan a los demás a cometerlos. No obstante, el hombre noble, quien también puede sentir resentimiento, sin embargo, en éste, acorde a Nietzsche, “se consuma y se agota en una reacción inmediata [de retaliación] y, por ello, no envenena. Con todo, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en los débiles e impotentes”.  Y añade: “en las naturalezas fuertes y plenas… hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora. Una fuerza que también hace olvidar. Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que, en otros, en cambio, anidan subterráneamente”. Ese sentimiento invasivo de odio, envidia, malicia y desprecio sobre los cuales se levanta el resentimiento puede darse a nivel personal o colectivo. Cuando el resentido asume el poder lo hace generalmente de forma totalitaria y su inversión de valores se traduce en una suplantación o redefinición de todos los organismos autónomos en un esfuerzo por privar a la sociedad de cualquier vestigio de autonomía. Se produce un cambio radical y se desnaturalizan cuerpos tales como el ejército, el poder judicial, las universidades, los centros informativos, de cultura, la organización empresarial, el mundo financiero e industrial, el social y laboral, los centros de asistencia médica, etc. En nuestro caso hemos llegado a una redefinición incluso de nuestros símbolos patrios, nombre del país y hasta del huso horario.

Todo debe funcionar bajo el régimen de la transvaloración o inversión de todos los valores. Es decir, toda la moral colectiva se configura a partir de las emociones más negativas y peligrosas de la naturaleza humana y no en alguna ideología de índole altruista. Comenzado por el propio líder totalitario quien dirige a una mesmerizada sociedad de masas. El profesor de antropología de la Universidad de Boston Charles Lindholm , en su libro Carisma, escoge a Hitler como ejemplo del nefasto alcance del hombre resentido: Hitler “fue un huérfano, un marginado, quien había sido rechazado por la academia de artes donde había depositado todas sus esperanzas, sin familia, vocación ni amigos; tímido, vacilante, indeciso… se hallaba impulsado por sentimientos de odio, envidia y resentimiento”.

Como podemos apreciar, el resentimiento es el común denominador de todos los movimientos totalitaristas. De tal manera, el líder resentido actúa como altoparlante que proclama los deseos más secretos, los instintos menos admisibles de toda una nación. El dirigente y sus seguidores se encuentran aliados en una comunión empática dentro de lo colectivo. El líder les provee “enemigos para odiar y camaradas para amar”, concluye Lindholm. La venganza y la auto reparación se convierten en imperativos categóricos. El objeto no comulgante o diferente es asumido falsamente como la causa de las privaciones sufridas. Atacar, destruir, suplantar, controlar, atemorizar es una meta en sí y ninguna otra, por más que se desee justificar las acciones psicopáticas bajo falsas consignas. El líder, a través de frenetismos histriónicos o de furias, conduce al ciego rebaño al rechazo de soluciones tolerantes. La masa permanece aglutinada por un factor común: la mediocridad y el resentimiento.

Pues, los seguidores de un sistema totalitario suelen estar entre los hombres desmoralizados, alienados de la sociedad, humillados, fracasados, impotentes y mediocres que no han podido lograr remontarse a las cimas de la excelencia, sea en el campo personal, económico, social, cultural o profesional. En general, la masa está constituida por aquellos quienes poseen la baja autoestima característica de los excluidos. Tal como es el caso del paciente cuyo sueño y circunstancias existenciales suscitaron estas reflexiones.

Los individuos resentidos o hambrientos de poder siguen las convicciones ofrecidas por un líder carismático capaz de capitalizar para sus propios fines el resentimiento de los sectores marginados de la sociedad. Cegados e impermeables a la razón como suelen serlo los enamorados infatuados, el rebaño acaba poseso por las más absurdas convicciones y “las convicciones son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras”, nos recuerda Nietzsche. Y, bajo una “euforia engañosa”, como la llama el conocido neurólogo y autor Oliver Sacks, esta masa de resentidos, al igual que su líder, también experimenta una sensación de omnipotencia capaz no sólo de exaltar los instintos más bajos sino, además, de llevarlos a la acción. Lindholm señala al respecto: “a través de la identificación con el líder, los seguidores también pueden escapar los límites del carácter y la moralidad civilizada y compartir la proteica gama de emociones e intensos estados psíquicos que el líder manifiesta”. De tal manera, la intrusión de elementos irracionales de la urdimbre psíquica en la trama de la existencia, característica del mágico realismo, al perder todo rasgo de lo real maravilloso, acaba por ser transfigurada en un realismo trágico bajo la influencia del poder ejercido por el detritus humano. Pues, a partir de los testimonios históricos y de nuestras propias vivencias, hemos podido apreciar que la búsqueda en los sistemas totalitarios, aunque se disfracen de entes democráticos, no está orientada al bienestar y progreso colectivo sino a una especie de acción retaliativa y catártica por parte de los grupos carismáticos y de sus líderes simbólicos, la cual no sólo ofrece licencia sino, además, estimula la expresión y acción de las pasiones más adversas. El líder refleja las fantasías más oscuras del soberano y viceversa. La pregunta es si el resentimiento queda abolido a través de la catarsis, la inversión de los valores y la “decapitación” de todos los oponentes y organismos autónomos. La respuesta pareciera ser que no. El resentimiento, a diferencia de la envidia y la venganza, poseen objetos específicos, mientras que el resentimiento pareciera no estar atado a objetos definidos con excepción, de acuerdo con Scheler, de la envidia de orden existencial. El pensador estima que ésta es la mayor generadora de resentimiento pues está dirigida contra la naturaleza propia del objeto envidiado. Scheler señala que “es como si continuamente susurrara: “Puedo perdonar todo, pero nunca lo que tú eres —el hecho de que seas como seas— y que yo no sea lo que tú eres. En definitiva, que no soy ”.

Esta forma de envidia busca destruir al otro pues su sola existencia representaría para el resentido un espejo de sus propias faltas constitucionales o existenciales. Hitler es ejemplo fidedigno de fatal maridaje entre resentimiento y poder.

De su experiencia como hija de sobrevivientes de la Shoá/Holocausto, ¿cómo explicar este hecho? ¿Cómo asimilar la materialización del mal en el Holocausto? Finalmente, ¿qué les diría a aquellos que expresan que el mal es solo un concepto filosófico o abstracto, imposible de estudiar históricamente?

—El hecho de ser hija de sobrevivientes marcó mi existencia: configuró mi Weltanshauung y, además, determinó mi llamado vocacional: filósofo y psicoanalista. A una tierna edad mi alma había quedado marcada por la impronta del Holocausto. A semejanza de la mítica Core/Perséfone, había sido raptada por Hades, el que rige el sombrío ámbito de la muerte.  No por ello me transfiguré en una ser pesimista, derrotista o depresivo, pero cierto tufo de melancolía se asentó de forma definitiva en mis entrañas. Había perdido tempranamente la inocencia: conocía los alcances del mal.

A fin de abordar el tema del mal se hace necesario partir de una premisa: no considero al mal a modo de un concepto filosófico ni abstracto, tampoco lo concibo como la privación del bien, la privatio boni, sostenido por la doctrina cristiana. El mal existe, tiene sustancia y nos habita. Por ende, resulta falible ser activado cuando halla el medio de cultivo idóneo para ello. Pues, a la naturaleza humana le es inherente lo más sublime y lo más abyecto. A fin de dar cuenta de ello, quisiera citar algunos párrafos de las autobiografías de mis padres. No lo hago abordándolos desde la perspectiva de los nazis y sus aliados quienes encarnan el mal absoluto sino de algo asimismo alarmante: desde la óptica del “fulano de tal”:

“Mientras permanecimos en el gueto, y aprovechando mi fisonomía teutónica además de mi arrojo, en un par de ocasiones me escurrí a mi casa de donde rescaté algunos objetos preciados, que dejamos atrás en medio de la premura y la zozobra vividas. Descubría en cada visita la efectiva rapacidad de mis vecinos: la casa, nuestro hogar, estaba siendo velozmente desvalijada por aves de presa” 

Hillo Ostfeld, “Sin tregua”

“Mis padres se atrevieron a volver a lo que había sido nuestro hogar. Lo único que encontramos en él fue mi piano… demasiado grande para ser llevado por los saqueadores. Sus teclas y cuerdas estaban arrancadas y las patas cortadas con un hacha. Este instrumento musical yacía destrozado en el piso, como símbolo de un mundo también destrozado junto a él. Fuimos a ver a nuestros vecinos de toda una vida, con los cuales tuvimos siempre las relaciones más cordiales, las niñas eran mis amiguitas y sus padres eran amigos de mis padres desde su juventud. Nos dimos cuenta de que nuestras pertenencias estaban en la casa de ellos. Algunos tuvieron la gentileza de decirnos que al terminar la guerra nos devolverían lo nuestro, pues, por el momento, era más seguro quedarse con ello.” 

Klara Ostfeld, “Luz y sombra de mi vida”

Y, si ampliamos solo un poco el círculo e incluimos a gente simple, como los campesinos:

“La vida te enseña, no obstante, que las situaciones que nos tocan vivir siempre pueden ser mejores, pero también peores. A diferencia de nosotros, miles de judíos no lograron ni siquiera tener la oportunidad de realizar nuestro tenebroso éxodo. Los campesinos rumanos les ahorraron el trabajo de deportación a los soldados: fusilaron a todos los judíos reunidos en los centros de acopio de pequeños pueblos… Con saña inusitada, los exterminaron hasta eliminar de la faz de la tierra al último de los niños judíos” 

Hillo Ostfeld, “Sin tregua”

¿Podemos acaso hablar de cuestiones ideológicas en los casos arriba mencionados? ¿O más bien, no nos vemos obligados a reconsiderar la “banalidad del mal” referida por Hannah Arendt, además de la existencia sustancial del mal absoluto?

El mal es una realidad que el mundo deberá tomar en cuenta. Se constituye en un problema perenne, por ende resulta imperativo conocer sus manifestaciones a través de un profundo conocimiento de la historia. Pues, como bien los testifican los hechos desde los albores de los tiempos, la historia es cíclica puesto que la esencia del hombre es invariable.

Concluyo, en línea con Jung, cuando advierte: “necesitamos de más psicología, necesitamos más entendimiento de la naturaleza humana, porque el único verdadero peligro es el hombre mismo y somos penosamente ignorantes de ello. La psique del hombre debiera ser estudiada porque nosotros somos el origen de todo mal. Y a eso es lo que me he abocado.


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