La última hora
De pronto, en el último momento,
antes de que él me llevara al aeropuerto, se levantó
chocando con la mesa y dio un paso
hacia mí, y como un personaje en una antigua
película de ciencia ficción, se inclinó
hacia delante y hacia abajo, extendió un brazo
golpeando mis pechos e intentó
agarrarse a mí. Me puse en pie y tropezamos,
y entonces nos detuvimos alrededor de nuestro núcleo, su
ronco grito de temor, en el centro,
en el final, de nuestra vida. Rápidamente, entonces
–lo peor había pasado ya– pude consolarlo,
manteniendo desde la espalda su corazón en su sitio
y por delante tranquilizándolo, su propia
vida continuando, y lo que lo había
atado, en torno a su corazón –y que lo había atado
a mí– ahora yacía sobre nosotros y a nuestro alrededor,
agua de mar, óxido, luz, esquirlas,
los pequeños eternos rizos de eros
golpeados hasta quedar tiesos.
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Frontis nulla fides
Ahora, a veces, pienso en la parte posterior
de su cabeza como en una fisonomía,
brusca, rica, como con vello facial,
las formas convexas de muros de piedra del cráneo
como cejas nariz mejillas, tan difíciles de leer
como superficies de la tierra. Él era tan
misterioso para mí como la frenología
–occipucio, lamboidea– pero conocido como un
afloramiento de rocas en casa, y su quietud tenía
la veracidad, para mí, de algo
más antiguo que lo humano. Yo conocía y a la vez no
conocía su cerebro, su revestimiento de boscosa
montaña, pero la pura familiaridad
de su frente era como un tipo de conocimiento,
yo tenía mis poros favoritos de su piel,
y el caos, la multiplicidad, y
lo generoso en ellos era como
la abundancia de estrellas sobre el desierto.
Él rara vez fruncía el ceño, parecía
sereno, como si estuviera por encima o ajeno
a la ira. Ahora bien, puedo admitir que sus ojos
a veces eran sombríos o taciturnos, pero yo los veía
como lagos: una podía auscultarlos, y no
recibir pista alguna de sus límites ni de su fondo. Algo en
la penuria de sus mejillas, los hundidos
pómulos, siempre me conmovía. El audaz
viejo cartílago anglosajón de la nariz, la ancha,
elocuente curva del arco del arquero, su
carcaj vacío a veces, como si la ausencia de un lenguaje
fuese un paso hacia arriba en la evolución,
desde la cháchara de la consciencia. Ahora
que viajo de memoria por el país de la
máscara hermética de su yo, otra vez voy tocando
sus contornos, como si estuviese cantando a ciegas,
siento que el amor ignorante me dio
una Vida. Pero desde dentro de mi espejismo de él,
no pude verlo a él, o conocerlo. Yo no
tuve el arte o no hay ningún arte
de hallar la construcción de la mente en el rostro:
él fue un caballero sobre el que construí
una confianza absoluta.
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Intento de banquete
Cargar de mariscos las neveras, hervirlos
al hacer la bullabesa –el almuerzo de verano
que habíamos tratado de dar, cancelado dos veces
al volver el parásito a mi intestino,
intentarlo de nuevo, la esperanza recurrente
de servir a las criaturas de la superficial
profundidad. Bromeamos sobre el retraso, pero
debajo de esa broma, sombrío
y oculto, él quería dejarme, y estaba ya
trabajando en ello y contra ello, preocupado tal vez
por si no se atrevía, anhelándolo
y temiéndolo, y no hablando de ello, inclinado
sobre los crustáceos sin cáscara y sobre los
vagabundos sin aletas de las pozas de marea, sus antenas,
que se habían retorcido por última vez en el lenguaje de casa.
Recordar su trabajo sin alegría, aún,
tiene un tacto afilado, como de utensilio para quitar la cáscara,
sudamos codo a codo tres veces
como un hechizo o una maldición, hasta que,
el Día del Trabajo, el salmón, por fin
ondulé por la puerta de la cocina en su
medio-slip de escamas finas de pepino
en su bandeja acanalada hacia la mesa puesta con un
lienzo bajo los antiguos
árboles de la vida. Y casi nadie
en realidad llegó allí, en el último momento hubo
esguinces y gripes y suegros y pisos
así que los pocos que éramos nos movimos a través del pesado
aire como niños en una escuela vacía en un día de fiesta,
y la comida desperdiciada era como una especie de
carnicería. Vivimos de ella una semana, como habíamos estado
viviendo, sin yo verlo,
de la costumbre rota de lo que no fue un amor
duradero. Cuando me acuerdo de él
en la cocina, la visión me penetra
con ternura, él estaba entonces sufriendo
como yo lo haría pronto. Cuando veo ese día,
hay momentos en que lo veo casi sin culpa,
o con una pura culpa compartida,
o una causa común, sin culpa, y no hay
nada que hacer,
solo puede ser conocido y soportado, no puede ser
convertido en algo fructífero o dulce,
sino solo encarado, como lo que era,
simplemente una comida, un pedazo de carne y sal.