Papel Literario

Tres ejercicios narrativos

por Avatar Papel Literario

Por CÉSAR RODRÍGUEZ BARAZARTE

Para Laura

Althusser  tarareaba La Lupe

Aquella mañana, sentado contra la ventana del salón de clases en el séptimo piso de la facultad, traté en varias ocasiones de  atender la disertación de aquel notable profesor, quien, en su histrionismo, funge, finge, simula y disimula, mientras transmutaba la clase en una sesión terapéutica. En fuga de mi propia alteridad, como un paciente extrañado, me dedico discretamente a revisar un pasaje de aquel libro de Camus donde el Sr. Meursault viaja en autobús bajo el sol inclemente entre distintas ciudades argelinas, en camino al funeral de su madre. No sé porqué extraña razón, a lo lejos, creo escuchar un viejo y conocido bolero y entrecortada su letra por la distancia, debo completar sus estrofas con  esfuerzos de evocación (Qué te pedí, que no fuera leal comprensión / que supieras que no hay en la vida otro amor / como mi amor). Casi hasta esa altura del edificio se erige el asta de una bandera en lasitud, por la ausencia de viento. Abajo, desde las copas de los árboles, pájaros negros en picada aletean alrededor de las cabezas de inadvertidos transeúntes, tratando de arrancar algunos cabellos para entretejer sus nidos; otros, ya advertidos, recorren cautelosamente los jardines con los libros sobre sus cabezas, quizás pretendiendo persuadir a los pájaros con los ostentosos títulos de las portadas. Desde lo alto, observándolos huir, llegué a suponer que aspiraban el amparo de un imaginario escudo protector gracias a la azarosa fusión que producían los autores que cada quien portaba ese día: tal vez Kosik, Petkoff, Lacan, Baudrillard, u otros,  en una infinita combinatoria; o, quizás, se trataba de una versión amateur, doméstica, de aquella película de Hitchcock, no rodada en una bahía al norte de San Francisco, sino en el jardín de chaguaramos de la facultad y todos, sin advertirlo, éramos extras en el rodaje. No supe nunca de dónde emergía la música: ¿de la radio de algún auto estacionado en los alrededores, cuyo conductor, abatido, sólo escucha de manera ensimismada?, ¿de la radio portátil de algún transeúnte sentado en un banco entre los jardines, en una vaga y difusa espera?, ¿del reproductor de cintas de un cocinero que habita en la trastienda de algún cafetín, intentando deleitar su anónimo oficio?, ¿de la radio de algún profesor, quien, en su minúscula oficina, similar a la celda de un monasterio, desanda sus pasos mientras escucha? (Qué no te di / que pudiera en tus manos poner / que aunque quise robarme la luz para ti / no pudo ser). De manera abrupta, un estudiante visiblemente afectado irrumpe en el recinto y luego de disculparse, advierte: “Sólo quería informar que el camarada Louis Althusser presuntamente asesinó a su esposa Helène hoy o ayer en el campus de la Escuela Normal Superior en París. No conocemos su destino ni qué será de él. Gracias”. No se dijo mayor cosa, sólo se impuso un silencio revelador, dejando a todos estupefactos: unos, por el aparente crimen pasional en la persona de un intelectual que habíamos deificado cada día a través de sus tortuosas lecturas, algunas veces en aquel idioma gutural y crepitante; otros, dada la teatralidad de la noticia que transformaba la contigüidad intelectual y la temeridad de la camaradería, en un aterrizaje forzoso, similar a los pájaros tratando de sortear obstáculos en su caída. Algunos años después yo recordaría ese momento como si se tratara del fragmento de una comedia y su terrible parecido con aquel pasaje inicial de Novecento, donde un bufón ebrio, en una vereda entre los olmos, sin destinatario cierto, gritaba: ¡Giuseppe Verdi ha muerto! El profesor, como un pastor tele-evangelista, va retomando progresivamente su discurso y el estado de trance, como si se tratara de una congregación bautista en Harlem, buscando siempre el éxtasis, el paroxismo gospel (Hoy me pides tú / las estrellas y el sol, no soy un Dios / así como soy, yo te ofrezco mi amor / no tengo más). Mientras leo una y otra vez el segmento del libro donde Meursault dispara y comete el crimen que, según él, se debió al calor, al sol, a la confusión, logro por fin establecer la conexión: que Althusser haya nacido casualmente en Argelia ¿acaso no presagiaba que él se había transfigurado en el extranjero de Camus, esta vez en París? Quien, ante el desasosiego, sin duda debió tararear La Lupe mientras daba rienda suelta a su pasión (Pide, lo que yo puedo darte / no me importa entregarme a ti sin condición / pero qué te pedí / tú lo puedes al mundo decir). Décadas después se haría público el intercambio epistolar de Althusser con Franca Madonia, su amante italiana, quien lo cobijó frecuentemente en Villa Madonia en Bertinoro, a pocos kilómetros de Forli. Junto a ella, entre la literatura y el arte, exquisitas sesiones de música y gastronomía que culminaban siempre alternando sublimes bocados de Tocinillo del Cielo o de Crepe Suzette y una que otra  inconfesable visita a la bodega de vinos, lograron socavar el infranqueable muro de la ortodoxia; eso no bastó para retenerlo, Althusser, en fuga, como un animal herido, temeroso de la felicidad predecible, dejaría atrás las terrazas, muros y colinas de Villa Madonia y regresó en una marcha fatal y autodestructiva hacia Helène. Casi al final de su vida, tras años de reclusión psiquiátrica, escribió El porvenir es largo, donde reiteraría, al igual que Meursault ante la justicia, su total consciencia y responsabilidad en los hechos y así lo explicaría al mundo, a sus centenas de estudiantes de la Escuela Normal Superior y quizás, sin proponérselo, al incauto estudiante que, en otro lado del mundo, alguna vez irrumpió extenuado en un salón de clases teniendo como escenografía de fondo el dramático discurso de un profesor, paisajes anónimos del Magreb que emanaban de las páginas de la furtiva novela que yo releía en aquella ocasión y un sordo y desgarrador bolero de La Lupe, que bien pudo haber sido la cinta sonora que lo acompañó durante ese oscuro episodio de pasión delirante en París.

Lo sagrado y lo profano

Mientras ingresaba a la iglesia por una discreta puerta lateral escuchaba, con más claridad, una sentencia: “La bendición de Dios todopoderoso descienda sobre nosotros”. De inmediato, una atmósfera sacrosanta lo invadió todo. De pie, jamás arrodillado, rememoré mi infancia y aquellos frágiles hilos que trataron de atarme a una religión, a una cofradía, a un ghetto: no hubo, jamás estuvo, nunca me acompañó Dios alguno. Luego de cada letanía del sacerdote con sus brazos abiertos y sus palmas elevadas al cielo, como esperando algo de vuelta, los devotos repetían fragmentos itinerantes, recursivos y exactamente iguales. Esas voces se confundían entre sí, produciendo un eco moribundo en el recinto, transformando la  nave central de la iglesia en una gran caja de resonancia: cada palabra emerge mientras el eco de la precedente muere en una iteración que se permuta de manera ilimitada, produciendo azarosamente una alabanza, un cántico, un coro sordo de voces mil veces repetidas. También recordé, en ese instante, aquel largo poema de Eluard, cuyo estribillo fue siempre: “Escribo tu nombre”. Esa relectura habitual  fue para mí tal vez la única manera posible de rezar sin eco alguno, sin ritos, sin plegarias, sin glorias, sin  penitencias, sin arrepentimientos, sin ofrendas, sin certezas, sin martirios, sin culpa alguna, sin consagración, sin resurrecciones, sin vacías riquezas ni opulentas pobrezas, sin pecadores ni pecados, sin redentores ni redimidos, sin cielos, sin infiernos, en fin, sin esperar algo a cambio. Sin pretenderlo, en medio del oficio religioso, me sumergí en un extraño estado de meditación casi monástica y quizás por contigüidad, semejanza o contraste, recordé cuando, muchos años antes, deambulando por una estrecha calle en Soho, revendedores ambulantes ofrecían a transeúntes y coleccionistas cientos de guiones  de cine raros y usados. Recuerdo haber sentido, en aquel momento, al hojear algunos de ellos, la misma sensación sacra que ahora me envolvía revelándome la conjetura de los múltiples dioses. Pensé en la confesión, sustituida en el cine por la confidencia o el secreto: ¿qué susurró Bob al oído de Charlotte al despedirse en aquella transitada calle de Tokio en los minutos finales de la película Lost in translation?, ¿qué murmuró el señor Chow, contra la pared, en medio de las ruinas de aquel monasterio budista al final del largometraje In the mood for love? Nunca lo sabremos, esas confidencias no necesitaron un habitáculo, un confesor o un muro de los lamentos y, menos aun, propósitos de enmienda o expiación. Ahora tengo la certeza de haber estado siempre acompañado no por un Dios, sino por casi una docena de ellos: Herzog, Zemeckis, Coppola, Wertmüller, Bertolucci, Tornatore, Wong Kar-wai, Angelopoulus, Annaud, Coixet; tampoco hubo una catedral, sino muchas, cada sala de cine mutó en templo, en mezquita, en tabernáculo; cada cinta sonora sustituyó aleluyas, alabanzas y cantos gregorianos; cada guion cinematográfico fue una escritura sagrada, obturando el vacío que dejaba la Biblia, la Torá o el Corán. Desperté del prolongado letargo con los abrazos finales presagiando la paz, protocolo insalvable antes del rito de conclusión y despedida. Pude distinguir, al final, en medio del vórtice de aquella reverberación sacra, el eco obstinado de una frase final: “La bendición de Dios todopoderoso descienda sobre nosotros, podéis ir en paz”. Salí a la calle y caminé, la noche ya era irreversible, sentí al respirar sólo restos de los inciensos expelidos por algún botafumeiro, que se fueron extinguiendo cada vez que aspiré bocanadas de aquel aire nocturno, denso y profano.

Sotavento y Barlovento

«El caos es simplemente un orden que espera ser descifrado»

José Saramago

En aquel tiempo, disfrutaba manejar con música de fondo y, haciéndolo, pensaba especialmente en el caos, el azar, lo contingente. Recorrer la costa sin rumbo fijo, sin destino cierto, se había erigido en un ritual, en una compulsión, en un pretexto para rumiar ideas, en fin, una manera de preparar mis clases como profesor iniciático de filosofía. Cada viaje no era medido en kilómetros, horas o millas, sino, más bien, por el nivel de riesgo o audacia al establecer conexiones aleatorias y por la síntesis de las ideas que traía de vuelta, luego de cada recorrido. Noctámbulo, casi al amanecer, decidí iniciar un nuevo éxodo dirigiéndome, entonces,  hacia el oeste de la ciudad; me detuve por provisiones en el bar Canaima, de Ricardo Carvajal, el médico asesino: un famoso alquimista, experto en combinar y extraer alcohol de casi cualquier cosa de origen biológico y envasarlo artesanalmente como licores, vinos y cócteles, algunos de ellos, aparentemente afrodisíacos, hacían olvidar hasta un Château Pétrus, no sé si por su adictivo sabor, su irrisorio precio o por el estado de semiinconsciencia que propinaba la bebida. Único bar y licorería al detal con atención las 24 horas del día a través de una minúscula ventana, al lado de la cual se pulsaba un estruendoso timbre escolar que muy probablemente despertaba a todo el medio oeste en alguna madrugada apremiante. A un lado del timbre, siempre estuvo un cartel con tres precisas indicaciones: “Toque sólo una vez / pida / pague y huya”. No sin antes pagar, la botella era entregada a través de la escotilla, groseramente envuelta en papel de diarios, no sólo por la ilegalidad de su comercio, sino también porque lograría su maduración, clarificación y transparencia en las tinieblas del envoltorio, según aquella enología del inframundo urbano. Ya en el auto, antes de iniciar marcha hacia la costa, desenvolviendo la botella, leí entre el envoltorio un titular: «Se iniciará el desmantelamiento de la estación de tren Carenero». Se produjo en mí un alud de emociones y un duelo inmediato, derivados seguramente de mi afición a los trenes. Con urgencia debía conocer, visitar y despedir aquella estación, quizás no por azar ya estaba en la probable trayectoria de mi recorrido. Abandoné la ciudad y me dirigí hacia la costa en aquel Opel Kapitán negro, atravesando riachuelos, acantilados y mangles; recuerdo haber tomado anotaciones sin sentido alguno sobre la mágica geografía y el accidentado viaje [riscos, acantilados, aluviones / vahos, bosques pluviales, descampados / prados, vórtices y drelos / cumbres, cordilleras, cimas y montañas / declives, taludes, estepas y tormentas / neblinas, rocíos e inclemencias]. También recuerdo haber escuchado insistentemente en la radio Crazy de Patsy Cline, porque durante un largo recorrido no sé qué experto analizaba esa compleja pieza musical. Sin lugar a dudas, creo hoy, desde la distancia, que esa canción llegó a convertirse en la cinta sonora del viaje y de sus descubrimientos. Más adelante, localizando emisoras a través de los botones selectores del dial, di con una entrevista radial a un importante clérigo quien, con cierto paroxismo, hablaba de tres recientes prohibiciones: El último tango en París de Bertolucci, Je t’aime.. moi non plus de Jane Birkin y Serge Gainsbourg y Nathalie, interpretada por Charles Aznavour.  La primera, por sus escenas escatológicas contra la moral, la cultura y la iglesia por cuanto en dichas escandalosas sesiones, además, se oraba; la segunda, por los sugerentes gemidos en la canción, que dibujaban al escucha, escenas auditivamente explícitas y la última, Nathalie, por constituir una apología al comunismo y al Kremlin, promoviendo amores imposibles en plena Guerra Fría. Casi sin darme cuenta había llegado a la abandonada estación; me detuve a la derecha de la carretera para poder observarla de lejos, sentí la fuerza de los pocos autos que pasaban ocasionalmente a mi lado a alta velocidad; luego de cada ráfaga de viento, todo volvía a la calma dominada por la brisa apacible del mar, tornándose en sucesivos vórtices: sotavento y barlovento. Ingresé a la estación por lo que pareció ser una antigua puerta de entrada, desde donde se observaban rayos de luz de la mañana, filtrándose a través del derruido techo, creando una insospechada escenografía: maquinarias, durmientes, rieles, vagones y restos de una locomotora, algunos de ellos grafiteados por algún artista callejero, en su aspiración inconsciente de acreditarse una obra que sólo le pertenecía a la fatalidad y al tiempo. El piso era una alfombra vegetal, entretejido por rizomas desde donde se erigían, épicas e irreverentes, grandes estructuras de hierro mohoso. Parecía ser un jardín de esculturas en alto relieve, cincelado por los años, la lluvia, el olvido y el sol inclemente; sin duda, una caricatura moribunda de la modernidad a destiempo. El viento, entre los jirones del antiguo techo, dejaban escuchar silbidos agónicos, agudos estertores, sollozos y quejas del metal en su fatiga, similar al lamento de una ballena herida, arponeada de muerte, o los sonidos propios de la desmantelada cubierta de un buque abandonado, en los segundos previos a su explosión y hundimiento. Sólo entonces entendí que allí se hacía la síntesis, el caos tenía múltiples vértices: el bar, la estación, el periódico y la canción de Patsy Cline. Yacía allí una atmósfera cifrada, encriptada e ininteligible; recuerdo haberme preguntado ¿qué relación azarosa podría tener la maduración de un brebaje con la elección de una botella al azar, envuelta en papel con titulares referidos a un evento específico entre miles, en una página cualquiera de un diario en particular? La botella no era más que un pequeño y caótico universo, desde donde emergió la explicación buscada durante el viaje, que me fue revelada sólo al ingresar a la estación. En efecto, esa burda botella, más bien, se había transformado en un microcosmos rodeado de titulares durante la maduración del elixir que, por fatal concatenación, me llevó al sitio y a develar el espíritu del lugar, su genius loci. De esa manera lo deduje, estaba seguro de que todas y cada una de las botellas almacenadas en la trastienda del bar, debidamente envueltas, esperaban sólo por algún cliente anónimo que, ingenuamente, desactive el envoltorio, extraiga la espoleta a cada botella y detonen en miles de caóticos significados, buscando asirse unos a otros, que le den sentido, orden y certidumbre. Volví al auto cargado de ideas y fotografías, con la intención de continuar la marcha, ahora de regreso; ya no se escuchaba Crazy, tampoco loas a la inquisición y a la censura, sólo noticias domésticas de la mañana. Me preparé para el retorno con una botella vacía que alguna vez fue sólo un placebo y con los restos de un periódico que ahora servía, extrañamente, para limpiar el parabrisas empañado por la humedad y el rocío del amanecer. La última vez que fui al bar del médico asesino, antes de mi recorrido, sin saberlo, lo hice como paciente, con interminables preguntas. Entendí que no existen respuestas esperándonos, que lo único predecible es lo incierto, por ello, no aspiraría más una explicación fundante; sólo buscaría un genio residual en aquella  botella que encendiera la locomotora, en un viaje de retorno a contraviento, entre duermevelas y contra la ventana. Abandonaría el auto, no manejaría nunca más y emprendería, desde ese momento, un viaje interminable de regreso en tren.