Papel Literario

Trejo escondido en las palabras

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Por ÓSCAR RODRÍGUEZ ORTIZ

Elusivo, el Oswaldo Trejo persona real y tangible es casi tan difícil de aprehender como sus trabajosos y trabajados textos literarios. No es que sean “complicados”, que los hay peores en la literatura universal, sino que se niegan al rápido abordaje y retardan la costumbre de ‘intimidad’ con los hechos ficticios que poseen los lectores. Vamos buscando la “comunicación” y nos topamos con un jeroglífico. Mala recomendación para introducirlo. Como la publicidad que argumenta las curiosas bondades de su producto señalando ante todo sus impedimentos: el broche que no cierra de un solo movimiento, una mesa de dos patas, una taza de borde ladeado. Objetos absurdos a primera vista, por lo menos abstrusos, imprácticos. La descripción casi evoca la que se haría apresuradamente de Alicia en el país de las maravillas. El poeta argentino Raúl Gustavo Aguirre ha advertido contra las deficiencias de leer a Trejo para quedar absortos en la contemplación de sus audacias estilísticas, una de las causas de sus ‘problemas’, pues hay otras.

Rehúye, evita, sortea, esquiva, torea, se escapa, son sinónimos aplicables a la obra y al autor. ¿Guardará algún terrible secreto este hombre sociable y a la vez un poco misterioso que se presenta como ‘ingenuo’ para disimular su embrollo? Sus lectores de todos los tiempos, desde 1948 cuando publicó el primer libro, y no se diga desde 1968 cuando comenzó a llevar lo suyo a límites impensables, coinciden en aceptar que la ‘excepcionalidad’ de esa obra —por distinta— conduce a la experiencia común de tropezarse con ‘brumas’, ‘niebla’, ‘oscuridades’, una especie de capa u obstáculo que dificulta la captación de lo que ocurre. A retener para más tarde las dos fechas indicadas.

En sus cuentos hay un bobo que, por “idiota” en el sentido de capacidad intelectual, tergiversa los hechos; dos ancianas sordas que, desde luego, hablan inútilmente para no entenderse; el caballero de las barajas que, salido del papel, ¿es héroe de una epopeya o un simple ciudadano confundido ante el espejo? Safo en bicicleta como en los alegres cuadros de bañistas de Matisse; las cárceles de Piranesi; horror y complacencia en una cueva. Esto es: una obstrucción entre lo que pareciera estar representado y la representación. Que el mundo sea visto —o dicho— por un idiota y unas sordas a lo mejor se relaciona con la literatura del absurdo, tan característica de los años cincuenta y antes. Pero el bobo y Auradelia intercambian de sexo, uno se hace otro gracias a una habilidosa metáfora surrealista aunque propia de la literatura fantástica. Piranesi propondría pesadillas, torturas ante el espacio arquitectónico saturado, casi un espectáculo: una ‘locura lúcida’, deliberada. Todos los espejos de Trejo, y tiene muchos, lo mismo que los de buena parte de la literatura universal cuando están bien usados, predican el simbolismo o el conflicto de la identidad y el doble. Igual función parecieran cumplir los ‘cuadros’ y los autorretratos de sus libros. Significados en los que no se agotaría esta narrativa si se la quiere apreciar desde posturas filosóficas, psicológicas o sociológicas. Hay también  en un cuento un arquitecto ‘loco’, un imaginero o suerte de demiurgo popular al estilo de Juan Félix Sánchez en los páramos andinos, capaz de hacer una ciudad de hierro a su imagen y semejanza: lo utópico —¿quimérico?— de edificios inverosímiles semejantes a algunas construcciones verbales de Trejo; construcciones que crean un espacio sagrado; textos que hacen lo propio: sancta sanctorum de complicada penetración, cuya clave hace un poco de burla a las apuestas interpretativas. Es de observar que sobre este mismo tema del artesano demiurgo, muchos años después de Trejo, Peter Weiss escribió un relato sobre el cartero Cheval, quien en sus ratos libres  y con manía de artista hizo un monumento particularísimo e impráctico. Locuras o absurdos. ¿Ionesco o Faulkner si se piensa en el proceso interior del bobo en el cuento “Escuchando al idiota”? De hecho Faulkner comienza una de sus novelas con la conocida cita de Shakespeare: la vida es una aventura insensata contada por un idiota. Dice Borges que de los significados filosóficos del poeta inglés se pueden sacar ‘mensajes’, o sencillamente estar atentos al rumor de sus palabras. Tarea escéptica la de vaciar los libros de derivaciones morales o trascendentalistas para colocarnos en la vía de lo que la crítica ha detectado más en Trejo; que se está ante un acontecimiento de las palabras, que estas funcionan  en los textos particulares, en la unidad del libro, en el conjunto de la obra, con autonomía: una libertad que puede volverlas locas, pero que jamás les permite el libertinaje pues están autocontroladas. “Tendría que esperar las siguientes palabras —se dice en un cuento de Trejo—, reclamarlas si tuviera algún interés en el amor. Tendría que hacer deducciones, barajar todas las palabras, hacer solitarios. Habría que tomar en cuenta para el juego la confusión del sonido de las palabras , de sus grafismos, de sus significados, porque ellas también deben tener un acaecer extraño dentro de ti, sufrir grandes y variadas transformaciones”. Ellas mandan, no los personajes, situaciones, tramas, etc.

El arquitecto ‘aficionado’, el jugador de cartas, tan presente en sus libros, los intelectuales que se reúnen para inventar palabras, a lo mejor singularizan la manera de escribir de Trejo: paso a paso, frase por frase en un edificio verbal cuyas columnas y ladrillos resultan exclusivamente palabras. De las escasísimas declaraciones que el autor ha dado sobre su obra, acaso pueda retenerse como recomendación única que, así como escribe palabras, se debe leer deletreando. Más que una lengua inventada, ‘nueva’ con respecto al castellano literario o al contexto de las letras  venezolanas —tendría un parentesco con las posiciones de Ida Gramko, Antonia Palacios o Alfredo Silva Estrada, tan distintos entre sí y de Trejo—, se trata más bien de una lengua ‘imaginada’, algo así como ‘ideal’: desfigura, ‘corrompe’ el idioma y la sintaxis, cambia de lugar o elude las conexiones lógicas. ¿Una lengua que parodia el idioma, hace chistes a su costa o inocentemente tuerce? En algunos casos prescinde del artículo que haría ‘normal’ la frase y la pone a cojear para que luzca el trastabille; puede suprimir también los verbos activos o pasivos valiéndose exclusivamente de gerundios y participios hasta lindar con lo ‘imposible’ y lo extravagante. Todo para hacer de ellas otra cosa: no dejan de ser palabras, pero desean no parecerlo se acercan poco a las acostumbradas. En algunos momentos semejan palabras, pero a lo mejor no lo sean si se atiende a la manera como están colocadas en las páginas del libro. Puede pensarse al respecto en algunos de los cuentos del volumen Al trajo, trejo, troja, trujo, treja, traje, trejo  que deben ser ‘vistos’ más que ‘leídos’: las palabras tachadas en el relato “Memorandum para cuando vuelva Dante” hacen que el ojo lector trabaje el doble. Pero se encuentran también las frases peculiares. “El cuarto en el que nadie adentro” que resulta por cierto una de las expresiones menos felices de sus libros. “En semejante trance, con la mirada pidiendo disimulación, apurando despedida silenciosa, alejando el caballero”. Llega a ser una de las construcciones comunes. “Entrando por las cada vez más puertas” se leen, tres ejemplos entre miles, en cuentos publicados después de 1980 y, aparte de las novelas, tal vez sea posible rastrearlos antes no sólo como síntomas estilísticos. Como las barajas o el tarot, no están en su obra para adivinar el futuro del logos sino el azar del verbo. Lo mismo que los diccionarios y repertorios de palabras: no le importa su semántica, es decir, lo que significan, incluso cómo significan. Son recursos usados antes por el culteranismo y las vanguardias: el invento ocurre dentro de un patrón de invención aunque en el marco de la literatura venezolana Trejo luzca exclusivo.

Una imagen algo borrosa, como la que resulta de una cámara fotográfica intencionalmente desenfocada. Vasco Szinetar le ha hecho varios retratos, el más audaz muestra la cara de un Trejo superpuesta a sus mismos rostros. No ha querido ‘fotografiarlo’ del ‘natural’ sino acaso presentarlo en lo que su obra tiene de negativa a la ‘representación’ ¿Una lectura ‘cubista’ ojos debajo de la nariz o dobles ojos? Quizá en libre asociación, ese retrato evoque el cuadro Desnudo bajando la escalera  de Marcel Duchamp. Sólo que la vibración y el movimiento de Duchamp y Szinetar no dicen que en el escritor venezolano lo que se desfigura y elude, se ‘congela’. Narrativa que tiende a coagular el tiempo y el espacio, a volverlos irreales. ¿Dónde pasan los hechos, a quiénes ocurren?, ¿cuándo? ¿Tiene esto importancia? Desde luego, muchos lectores han terminado por pensar que la coagulación es algo próximo a lo inhumano: no se está, dicen, ante una literatura ‘vital’, apasionante por su implicaciones humanas, asible por sus significados psicológicos, ontológicos, sociales, etc. Pero este congelamiento no es como el de Beckett: las palabras pueden llegar a ser totalmente irreales en ambos, en las novelas de Trejo su delirio puede causar la angustia de la lectura que busca la dirección de ese torbellino, pero no pareciera haber la cerrazón fatalista del irlandés. El Ecce homo en tanto personaje puede llegar a ser triste o extravagante, jamás es un detritus.

Personajes, acciones narrativas, lugares cuando los hay. Que los hay y el lector detecta como el único trofeo que puede rescatar de sus esfuerzos —el barrio de Catia en los años cuarenta, una aldea posiblemente andina, un apartamento romano decorado a la manera posmodernista de los años cincuenta, la calle por la que pasa una manifestación estudiantil, los diablos de Yare metidos en el infierno de Dante, una ciudad fantasmal, vecinos ruidosos— se volatilizan y tienden a perder consistencia.

Sin embargo, Trejo también es hijo de su tiempo, no es un Dorian Gray inmutable respecto a su propia obra y a los libros ajenos. Su narrativa ha ‘evolucionado’ y la primera es distinta de la posterior aunque ya la anuncie. En ambos momentos, una negativa a la anécdota ‘bien contada’, esto es, a la tradición de contar. Los esfuerzos de la crítica por meterlo dentro de la historia literaria del país, intentos de analogía, han señalado que a fines de los cuarenta se incorporó a las renovaciones buscadas por el grupo Contrapunto. Trejo sostiene sin embargo que él llegó de último y más bien fue una especie de discípulo que protagonista: estaba al lado, no en el corazón del asunto, al igual  que le ocurrió con experiencia de pintor. Quizá siempre ha trabajado al margen, paralelamente, al borde, en la proximidad, sin encontrarse por completo en medio de lo estéticamente definido. Indefiniciones que provenientes del exterior han acabado por dar a sus narraciones ese aire único, que procede de lo interno. Lecturas internacionales y ‘modernas’ que propagaba el joven maestro Mariño Palacio. Acaso de allí saldría la tradición contemporánea del cuento venezolano enredadísimo. Es decir, en la literatura del país lo que predomina, y Trejo no sería excepción al respecto, es “el cuento que no parece cuento”, según el modo ideal de ese género, el cuento “mal hecho”, deliberadamente distorsionado por la superposición de planos y el abultamiento de otros factores sobre su anécdota. Incluso, cosa propia de finales de los cuarenta en Venezuela, una cuentística llena de adjetivos, que Julio Miranda ha caracterizado como literatura ‘seudo’: conseguir la cosa por el artificio.

De Trejo señala sin embargo este mismo crítico que en sus libros iniciales no se trata de crear ‘metáforas’, lírica a lo poético, sino que los cuentos mismos, en su totalidad, son metáforas. Se podría completar la observación añadiendo que Trejo pretende hacer de las palabras acaso metáforas de las artes plásticas, su primera actividad y cultura para, posteriormente, hacer de sus textos algo así como una metáfora de los ideogramas, ‘escritos en chino’, ‘incomprensibles’. Doble negación, literaria y pictórica de la tradición inmediata y sofocadora de lo criollo y el paisajismo de las perspectivas o el claroscuro mediante la emoción de los cuadros abstractos y no figurativos. En algunos cuentos iniciales de Trejo hay una especie de abstracción naif o naturalezas muertas a lo Georges Braque. Sus compañeros de la escuela de Artes Plásticas se encontraban también en el mismo dilema: todavía en esa época, Soto, Cruz Diez, Alejandro Otero, Mateo Manaure o González Bogen pintaban desnudos académicos, paisajes, motivos criollos, pero habían comenzado a verlos con otros ojos. En libros siguientes aborda también temas más ‘realistas’, incluso ‘costumbristas’, particularmente en el volumen Cuentos de la primera esquina.

Contra toda especulación cronológica y de orden evolutivo este libro es de 1952, si bien pareciera pertenecer por su modo a otra época anterior del autor y de la literatura nacional. Es la misma incertidumbre o evolución del ‘espíritu moderno’ que hace cambiar a Guillermo Meneses de “La balandra Isabel” a “La mano junto al muro”, dos cuentos modelos y magistrales de la literatura del país. En Trejo, es necesario insistir, existe una sistemática —una convicción estética que se traduce en un preciso ‘sistema’ o conjunto con sus ‘métodos’— voluntad de negarse a contar: cuentos que pueden ser fácilmente anecdóticos, otros simbólicos y hasta alegóricos, todos en perspectiva de elusión y toreo. Así mismo están los cuentos “Escuchando al idiota”, “Aspacia tenía nombre de corneta” y “Horas escondido en las palabras”, tres esenciales para su perspectiva, que comienzan a cumplir su modo último y definitivo. ¿Lo anuncia o lo realizan ya?

Pero como su producción más peculiar cristaliza a partir de 1968 con la novela Andén lejano, la crítica ha tratado de vincularlo a la generación de los sesenta. Su relación estaría en esa atmósfera de novedades, de definición de la contemporaneidad como censura del pasado artístico inmediato,  tendencia “cubista” y abstraccionista de los años cincuenta, que él cumple luego. Lo moderno es inconformidad y sensación de insuficiencia, de lo anterior, aparte de novelería. Trejo tendría entonces un aire ‘moderno’ que no tiene de pronto algún narrador muy joven. Aquí se atraviesan las pugnas estéticas entre distintas artes, figurativas o no, irreconciliables. Una califica de tradicional y decimonónico —o criollista— todo lo que cuenta y narra; la otra asegura que toda innovación o es formalismo o es simple jueguito. La de Trejo no es una ‘antinarración’ o trabajo hecho ya contra algo, sino que definitivamente se sostiene por sí mismo y acaso guarde algún parecido con la literatura sin ser aliteratura. Por eso el lector suele verse obligado al esfuerzo supremo de ‘adivinar’, lo que pasa en sus cuentos, pelea en lo que se discute además si son las capacidades perceptivas o del lector las que fallan, si el autor no ha llegado a ‘explicarse’, o es de aquellos que pertenecen a la categoría del ‘no me dice nada’.

Al cordial Trejo se le consigue sin embargo y sin problemas en un café de Sabana Grande, en la exposición de una galería de arte, en un acto oficial, en el bautizo del libro raro de un poeta desconocido, o en esos pomposos homenajes que se brindan a los ‘personajones’. Tiene una intensa vida social que por momentos hace pensar en el don de la ubicuidad si en el mismo día se coincide varias veces con su apretada agenda. Está en todas partes con sus ropas juveniles y sus ‘bleizeres’ de funcionario: pareciera accesible y al alcance de todos. Nada menos cierto. Si un lector espontáneo y de buena fe llega hasta él con una duda acerca de sus libros, por lo regular se lleva la insatisfacción de oírlo cambiar amablemente de tema. La insistencia no lo ablanda o disimula el halago de la solicitación. Debe ser hábito adquirido en el ejercicio diplomático ese de salirse por la tangente y quedar amigo del interlocutor a quien recompensa con el relato de una situación graciosa, de una anécdota inesperada y de ortodoxia narrativa —planteamiento , nudo, desenlace, incluso ‘intriga’, ejes del cuento tradicional que él no practica en sus libros— ciertas agudas observaciones sobre hechos y personas. También, si por casualidad se ve obligado a pronunciar un discurso, sortea el compromiso con la brevedad  distanciada de quien apenas cumple un deber de buena educación. Los periodistas no lo suelen buscar, o lo hacen en vano porque, contrariamente a ciertos autores nacionales o extranjeros que se mueren por declarar, disimula con los sucedidos de sus peripecias vitales, sus modestos oficios de policía, jefe de una cochinera, fabricante de queso, vendedor de seguros: ¿un Chaplin que trata de pasar inadvertido y se protege con la desatención? En fin, elude los pronunciamientos éticos y estéticos a los que son tan proclives los escritores. Hacerlos es para aquellos no solo afirmar su personalidad sino tener la sensación de estar viviendo. Trejo no acostumbra a explayarse  y acaso se resigne a decir, como todos, lo común cuando conversa. ¿O pretenderá negar con su actitud la tortura romántica del escritor sufrido, la soledad del escritor, la soledad del escritor a quien nadie comprende? De hecho, Trejo como que no se deja seducir por la mundana tentación de ‘darse a conocer’, ganar los favores del público, ‘lucirse’, o aclarar de viva voz los ‘misterios’ de sus libros. Podría suponerse que es por desdén, tal vez, mejor, por timidez o modestia, es decir, a causa de virtudes de índole psicológica o moral, cuando más bien resultan convicciones estéticas. ¿Para qué todo ese alboroto cuando un hombre hace lo que le da la gana? Por más de cuarenta años Trejo ha escrito indiferente a la ‘gloria’ del qué dirán.

Acaso también esa dificultad de no poder descubrir rápidamente la etiqueta que revele los ‘secretos’ de la vida y de las obras elusivas tienda a poner las cosas en su punto, en el plano de las estéticas que discuten si las obras literarias o plásticas representan la realidad, dicen el mundo o postulan uno equivalente. Comenzando por lo más evidente: de qué manera ellas quieren contradecir nuestro modo ‘natural’ de abordarlas. Su ‘rareza’ y dificultad recordaría el procedimiento con el que Ortega y Gasset se situó ante el arte que era ‘nuevo’ en los años veinte: “Cuando a uno no le gusta una obra de arte pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar la irritación. Más cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se le ha entendido, queda el hombre como humillado, con la oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra”.

Al contrariar el modo natural con que parecen venir las cosas hasta los hábitos del lector, la crítica no ha faltado a otra cita estética: equipararlo con los procesos ‘anómalos’ mediante los cuales las artes del siglo XX se han definido contra la tradición. Ruptura por la audacia o el desafío, por desconfianza hacia los recursos anteriores cuyos resultados eran los esperados. “Surrealismo”, “letrismo”, experimentalismo son nombres que más o menos se convocan con respecto a Trejo por lo que pueden tener de analogías con su extraño arte. En los cuentos de 1948, de hecho, flota la imaginería surrealista de un entorno cultural que todavía entonces pensaba que esa posición era una vanguardia. “La puerta se estremece. Hay carne pegada del candado y pedazos que le cuelgan. Todo él es una creciente desmadejada y el doble pecho tiene huecos sin llenar”. Nadie dejaría de evocar a Dalí ante semejante visualización metafórica por no hablar de ejemplos poéticos.  En efecto, en el libro Los cuatro pies ocurre toda una demostración visual con concesiones al paisajismo pero en una atmósfera interior de supuestas imágenes oníricas. Inconsciente que algunas veces linda con la ‘ingenuidad’ técnica señalada por Orlando Araujo. Depósito de seres, libro de 1963, tal vez tenga que ver con ese sentimiento de la nota o taedium vitae tan peculiar de los años cincuenta. Muchas veces la palabra que niega se ve obligada a pasar por trivial para hacerse ‘significativa’ porque propone una cotidianidad laberíntica, absurda. Sobre el probable ‘letrismo’ de Trejo —el juego fonético se le parece— no hay sino que ver la ‘combinatoria’ de sus construcciones verbales más frecuentes para concluir que no salen de un sombrero agitado. Su relación se encontraría mejor situada si se lo piensa vinculado al ‘concentrismo’ cuando se ‘miran’ sus novelas. Los textos no nombran las cosas o el mundo, son artefactos en sí mismos. O la difícil ‘partitura’ de páginas y páginas de poesía a lo Mallarmé en la novela Andén lejano, el andamiaje poético de Textos de un texto con Teresas, que provocaría alguna relación con el ‘textualismo’ de los estructuralistas. Un artefacto visual dirigido  a los ojos pero también a otras experiencias sensibles, la de lo gráfico: las ideas que se hacen visuales, independientemente de su cualidad de ser comprensibles para otros. Rápidamente se piensa en la angustiosa acumulación de decorados y hechos como ‘insignificantes’ que ocurren en la película El año pasado en Marienbad de Resnais. O la jocosa transcripción gráfica que En mientras octubre afuera se hace del popular estribillo “palo, palo, palo, palo, palito, palo é, é, é, palo, palito, palo, é”, mediante estos garabatos, como planas de escolar: ////// é é é é /// é. Son como los trazos dirigidos hacia el momento en que una escritura verdaderamente dificultosa lo es en su esencia: no existe para ser ‘legible’, ‘entendida’, sino tal vez para ser particularmente ‘visible’.

Semejantes aproximaciones acaban casi siempre en la otra etiqueta que sin remedio se encola sobre Trejo: una narrativa ‘experimental’. “Les anticipo —dice alguien en el cuento “Horas escondido en las palabras”— que habrá de copiar cuarenta y dos preposiciones, doce adverbios, cincuenta y cinco artículos, ocho conjunciones, doce pronombres, dos contracciones… Los jugadores solamente podrán disponer de una interrogación de veinte puntos, veintidós comas, cinco puntos suspensivos, cinco guiones, un punto y coma, y dos palabras que les dicte”. Apenas se va a destacar el lado material o físico que evoca las tareas que se imponen los artistas experimentales que a la manera de los practicantes de la música electrónica, colocados ante frases de las que ignoran su naturaleza, las estudian empíricamente para hallar sus posibilidades desconocidas, trabajo en el que inventan las normas en el mismo momento en que las están haciendo. Se observará que las numerosas comparaciones tienden a vincular a Trejo con realidades artísticas que no son exclusivamente literarias. Consérvese entonces el concepto de analogía: lo que en parte es idéntico y en parte distinto. De allí las muchas referencias a las artes plásticas que en esta lectura no deben tomarse sino como alusiones sin propósito de rigor. Experimentalismo que según ha aclarado Julio Ortega es predominantemente ‘festivo’, es decir, no se hace por medio de técnicas matemáticas, cálculos y reglas establecidas, sino que nacen así porque sí. Sólo una deliberación o postura inicial que el mismo Trejo ha ‘confesado’: no le interesa el cuento que se puede relatar oralmente, busca únicamente el que se reelabora y escribe palabra por palabra, dice él que sin saber lo que vendrá en la frase siguiente. Intención a la que terminan por ajustarse los lectores cuando para ‘gustarlo’ son trasladados al arte primigenio de deletrear. Terminado el proceso primario se preguntan si semejante acumulación de palabras no predica el silencio. Dos posturas ha tenido la crítica frente a esa constancia del autor. Una sostiene que no hay nada más allá de las palabras y en ellas concluye el esfuerzo de seguirlas y adivinar la trama que inexorablemente contienen escondidas. Otra afirma —ha dicho Juan Liscano, por ejemplo— que en esos trozos hay como la grafía del arte islámico: saturan el espacio porque tienen prohibida la representación del mundo. Un dogma y una fe. Tales lecturas, dispararían asimismo el texto  hacia la ontología del silencio —callar es mucho más que decir— o a lo mejor hacia el origen de todas las escrituras: el carácter pictográfico que muestra una forma más que un nombre, un objeto, un mundo.


*Ensayo publicado originalmente en el libro Hacer tiempos, publicado por el Fondo Editorial Fundarte, Venezuela, 1995.