Entre el 24 de noviembre y el 2 de diciembre del año recién terminado viajé a Venezuela, invitado por la Embajada de España, para participar en la III Feria del Libro del Oeste de Caracas. Además de los actos previstos en la feria, tuve el honor de protagonizar una lectura poética en La Poeteca, un espacio ejemplar, íntegramente dedicado a la poesía, ubicado en la zona de Las Mercedes. Los encuentros con poetas venezolanos tuvieron lugar casi desde mi llegada y no cesaron hasta el último día, hasta el momento triste de la partida. Entre las múltiples atenciones que recibí, una de las más valiosas fueron los libros que me regalaron. En el control de equipajes del aeropuerto no me sucedió lo que al otro escritor español invitado, el amigo José María Pérez Zúñiga, a quien uno de los policías, tras registrarle la maleta, le preguntó por qué se llevaba tantos libros, si es que iba a leérselos todos. Un país en el que a uno le regalan libros los amigos y en el que esos mismos libros se convierten en objetos sospechosos en el control de equipajes: esta podría ser una de las imágenes de la Venezuela actual. Las líneas que vienen a continuación son, en cierto modo, una respuesta a ese registro de equipajes al que, pese a llevar varias bolsas con libros, no fui sometido: pienso leérmelos todos, pero de momento he estado leyendo al menos un libro de cada uno de los poetas que me regalaron sus obras y he querido dejar un breve testimonio de esas lecturas. Es también un modo de volver a estar un poco más cerca de los amigos de Caracas, de su afecto y su imperturbable humanidad.
Con Alfredo Chacón (San Fernando de Apure, Estado de Apure, 1937), que siempre estaba allí, en primera fila, con sus ojos fijos en lo inescrutable, sin mover los labios o reflexionando sin perder el hilo a través de los más complejos parajes del pensamiento o de la estética, indicando, en suma, con la mirada o las palabras, todas las posibilidades del mundo. Su libro Sin mover los labios (2015) habla de piedras y restos, cuerpos y no cuerpos, lejanías que quedan como el único vínculo, poemas que dicen siempre lo mismo y tránsitos por el mundo como si se tuviera todo el tiempo del mundo. Cada poema suyo es una pequeña joya que se descubre al abrir un cofre, inesperadamente, una joya que creíamos ya imposible de contemplar, o incluso de tener entre los dedos, pero que sale a nuestro encuentro de un modo a la vez rotundo y lábil. El desgarramiento y el ahogo adoptan aquí las maneras de caballeros misteriosos que, con guantes de seda, nos cogen de las manos para llevarnos a terrazas friolentas, hasta heladas. Somos conducidos a la intemperie por medio de los más calibrados gestos, y en ese tránsito entre instantes que nos rebasan nos conducimos como hipnotizados hasta un lugar que está junto a nosotros y nunca habíamos visto. Alfredo Chacón ha estado muchas veces ahí. Es como un guía en el que se puede confiar, un guía que, sin mover los labios, nos dice las palabras importantes en cada momento.
Algo profundamente conmovedor, e inexplicable, se siente al leer la poesía de María Antonieta Flores (Caracas, 1960), con quien me había estado escribiendo esos días y que pudo venir finalmente a La Poeteca. Al pasar a través de sus poemas, padecemos su misma intemperie, nos sentimos socavados en lo más íntimo del vivir, rendidos o cercados por unas palabras que, aun dichas en voz baja, punzan en algún lugar muy vulnerable de nuestros cuerpos. Las letanías de Los trabajos interminables (1998) se inmiscuyen en la sangre, bajo la piel, interminables, y comienzan allí su ciclo de carcoma y de devastación. Paradójicamente, es la propia palabra, la sinrazón del canto, la melodía turbadora, el ritmo compulsivo, lo que nos protege de sí misma, de sí mismo, en la medida en que la lectura devuelve a estos poemas su razón de ser: fueron dichos como garfios lanzados a lo más subterráneo en busca de pecios de un cuerpo roto y, al llegar hasta nosotros, les devolvemos nuestras roturas, nuestra indeclinable lealtad de sepultados y ausentes.
También en primera fila, pero en el otro lado, junto a María Antonieta Flores, se encontraba una persona concentrada, hierática, como imbuida de una colosal capacidad de escucha y percepción. Supe luego que era Santos López (Mesa de Guanipa, Estado Anzoátegui, 1955), que me regaló, entre otros libros, su Canto de luz negra (2018). Es un libro que ha permanecido hasta hoy envuelto en su retractilado, misterioso, con algo dentro, entre la cubierta y el plástico: un juego de siete cartas titulado “Oráculo del Silencio”. Al abrirlo, el libro muestra sus entrañas: salvo dos, los poemas se atribuyen a alguien apellidado Solórzano que, mientras convivía con los indios del Amazonas, compuso un manuscrito inacabado que le es entregado al autor por un amigo para que lo termine. Descendemos a un mundo extraño, entre visiones de pájaros, bejucos, serpientes, exilios, en medio de una violencia desmedida y arcaica, en una especie de viaje iniciático que tiene mucho de exilio hacia lo desconocido de nosotros mismos. “La verdad no está en lo que se dice ni en lo que es posible decir, está siempre en lo que no se dice y en lo que no se puede decir”, afirma Adonis en una de las citas de la última sección.
Entrar en la poesía de Graciela Yáñez Vicentini (Caracas, 1981), a quien conocí la primera noche, en “el chino de las cervezas”, junto a Rafael Castillo Zapata y Franklin Hurtado, es una experiencia extraña. Sin conocer las pistas, los trasfondos, uno se encuentra en medio de un mundo que se refleja a sí mismo. La poeta se desdobla en otra poeta desdoblada: Egarim Mirage, heterónimo descompuesto en un espejismo doble, que parece haber nacido como una gemela fantasmal y que podría haber escrito, sonámbula, en un simulacro de vida, todos los poemas de Íntimo, el espejo (2015). Tras una infinitud de desaprendizajes, en este libro, que es varios libros a la vez, no solo porque contiene diversos ciclos de escritura sino porque lleva en su interior una invisible maquinaria de reduplicación indefinida, las páginas que vamos leyendo son puertas que abrimos con llaves que el propio libro nos ofrece: la fascinación por los espejos, como un gran espejo plantado en medio de una casa embrujada, contamina la pasión amorosa, las búsquedas del origen, la autoexploración incesante. Es un libro sobre la intimidad como fantasma o espejismo.
La ópera prima de Carlos Egaña, jovencísimo poeta nacido en Caracas en 1995 con quien compartí una mesa redonda sobre poesía actual, se titula Los Palos Grandes (2017). El último texto del libro es una suerte de “poética” que lo define como “un libro anarquista, verdaderamente blanchoteano: / un experimento que supera los géneros, la opresión, el fascismo de la lengua”. En efecto, hasta llegar a ese último texto hemos atravesado por toda una serie de escrituras de muy diversa índole: poemas, aforismos, fragmentos de novela, lo que parecen anotaciones de diario, siempre en la órbita de la pulsión experimental, declaradamente urbana, caraqueña, escritos con un lenguaje dislocado, autorreferencial, polifónico. La violencia de este lenguaje es un trasunto de la violencia de fondo, omnipresente, en que se han criado los millennials venezolanos. Con una lucidez y un bagaje que no condicen con su juventud, Carlos Egaña traza el retrato de una ciudad inhabitable en la que, entre la mugre y los tiroteos, en el desorden de todos los sentidos, al amparo del humo de los bajos fondos, la poesía se sigue postulando como “motor de la última euforia”.
En 2014 publica Kira Kariakin (Caracas, 1966) su libro En medio del blanco. A Kira la conocí una luminosa mañana en la Universidad Católica Andrés Bello, junto a Fedosy Santaella, y luego compartimos con otros amigos cervezas en la terraza 360º del Hotel Altamira Suites. Integrado por cincuenta poemas breves, más algunas fotografías también obra de la autora, En medio del blanco es una especie de breviario de incertidumbres. Portadora de “la compulsión de la huida”, Kariakin viaja a través del instante para entresacar sus zumos vitales. Pero las únicas certezas de cada instante son las de su ingrávida presencia y su ausencia inmediata. El poema se teje como una red protectora, pues la huida a través de las penumbras de la vida es un ejercicio arriesgado. Se descubren en esas interioridades de luz amortiguada pasajes del corazón que no siempre quisieran haberse descubierto. En medio del blanco es un libro valiente: muestra heridas sin cauterizar, enfermedades incurables, la rotura del ser por todas sus costuras. Al mismo tiempo, sin embargo, es un muestrario de estrategias de defensa. Ante esta poesía es pertinente recordar aquel verso con que Rilke concluye su “Réquiem para el poeta Wolf von Kalckreuth”: “¿Quién habla de victorias? Resistir lo es todo”.
Que la piel tiene memoria no es conocimiento exclusivo de los dermatólogos. De alguna manera, tatuar, escribir sobre la piel es impugnar su transitoriedad, plantarse ante la asombrosa recuperación de los tejidos y trazar en las orillas del cuerpo un destino que se acarrea hasta el final, hasta la liberación de todos los tatuajes que se alcanza solo en el último poema. Estoy hablando del libro Tatuajes criminales rusos (2018), el primer poemario de Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Estado Carabobo, 1970), destacado narrador y ensayista a quien tuve el placer de conocer en la UCAB. Dar voz a lo que yace bajo la piel, a las inscripciones traumáticas que combinan belleza y sufrimiento: he aquí el designio de este libro sorprendente e inspirador. La combinación de prosa y verso, muchas veces en un mismo texto, la disposición de varias series que se van alternando (las historias de reclusos, las seis “baladas de la Educación Siberiana”, los poemas dedicados a frases inscritas en partes del cuerpo o aquellos que describen los dibujos tatuados) y la exploración de los tatuajes como códigos al límite de lo indecible hacen de este libro de Santaella todo un tratado sobre la memoria del cuerpo y sobre la convulsa relación entre crimen, supervivencia y belleza.
A Carmen Verde Arocha (Caracas, 1967) la conocí el primer día de la feria, pues compartimos una lectura de poemas junto a Miguel Marcotrigiano. Luego asistió, junto con sus alumnos, a todos los actos en los que participé. Para leer su libro Canción gótica (2017) es imprescindible un sutil movimiento de retracción: el que somete la lógica a los sentidos, la razonable superficie a los légamos profundos. Solo así, retirándonos como lectores a un espacio de encantamiento, como si hubiéramos descendido a una mina envueltos en tímidas antorchas, podemos recorrer los pasillos de ese palacio suntuoso que es Canción gótica. A lo largo de sus páginas, en poemas que con frecuencia se presentan en dos o hasta tres versiones distintas (como si la autora supiera que la poesía es siempre una aproximación, un inestable estandarte, un balbuceo), se corroen las ideas y las convenciones más asentadas. Cada poema está dicho con la sutileza de quien teje en silencio un vestido que una muchacha llevará al altar para ser allí desnudada por unas pocas monedas y convertida en concubina de noches con sabor a limón. Al mismo tiempo, se produce el milagro de una sensualidad que brota de varias bocas a la vez, como las varias versiones de muchos de los textos. Y es que “la quemadura del deseo” ha arrasado aquí con la vida, duplicándola, multiplicándola hasta el infinito.
¿Qué podría decir de Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958)? Él no recordaba que hace muchos años, quizá hacia 1996 ó 1997, nos habíamos carteado en una ocasión (conservo una exquisita tarjeta postal de su puño y letra). Fue siempre para mí, desde entonces, una referencia, alguien a quien, a pesar de no conocer, creía conocer. Lo poco leído entonces, sobre todo “la mejor obra de arte del Whitney Museum”, quedó en mi memoria como un secreto talismán. Conocer a Rafael y compartir con él tantos momentos impagables fue uno de los grandes regalos del viaje. Su libro Estancias (2009) contiene tres series de poemas en prosa, cada una formada por veinticinco textos. En la primera, “Parte de piedra”, se establece la identificación del poema con el guijarro y, a partir de ahí, un contrapunto entre el amor no correspondido y la piedra, que, desde su centro o su marginalidad, irradia, a pesar de (o gracias a) haber sido hendida por un rayo y haber sufrido la erosión de las aguas, un brillo inmarcesible. Castillo Zapata busca aquí la condición de la piedra: “Parecerse a ti sin ser la muerte”, dice el penúltimo fragmento. Es decir, transformar el dolor en poema, brillo nocturno, quieto resplandor. En la segunda sección, “Mecánica celeste”, la mirada, en un movimiento quizá juanramoniano, se dirige de la piedra al cielo, esa “página clara”: allí observa, como después de mucho tiempo a oscuras, la vastedad de la luz, las nubes (trasunto ahora de la palabra evanescente), la tormenta, el día que termina. Frente a todo ello, la mirada, la pupila, extasiadas, prorrumpen en una adoración hipnótica, casi hímnica. Por último, la sección “Providence” es un canto de amor a esa ciudad, feminizada: a sus tobillos de arena, sus muslos de madera, sus brazos de pizara, su cabellera de humo de fogatas. El amor por la ciudad se vuelve más intenso cuando la nieve la cubre: la palabra busca entonces los labios enterrados para saciar su pasión.
A Miguel Marcotrigiano (Caracas, 1963) lo conocí, como dije antes, en la lectura que compartimos con Carmen Verde Arocha en la feria. Generosa iniciativa suya fue invitarme a leer mis poemas en La Poeteca, donde además me acompañó y presentó. Lo que Marcotrigiano nos propone en su penúltimo libro, Fosa común (2016) es un viaje en el tiempo. Mejor: treinta viajes en el tiempo. Adoptando las voces de muertos célebres, la mayoría escritores (salvo Marilyn Monroe, que, sin embargo, escribió unos cuantos bellos poemas, y Bob Marley, algunas de cuyas letras pueden considerarse poemas), y al menos la mitad suicidas, Marcotrigiano adopta la voz de cada uno de ellos, a veces en forma de epitafio (y entonces el libro recuerda al de Edgar Lee Masters, uno de los integrantes de esta fosa común), otras veces como revisión de toda una trayectoria, como en el caso de Montaigne o Emily Dickinson. Cuando se trata de un escritor suicida, el poema reconstruye las circunstancias del suicidio, pero vividas desde dentro, desde la propia conciencia, sabedora de que se encuentra ante lo que Keats, en la cita inicial, señala como “la muerte, la alta recompensa de la vida”. En esta fosa común, de la que curiosamente forma parte un solo venezolano, el crítico y profesor Basilio Tejedor, vida y muerte son cara y cruz de la misma moneda. En cada poema leemos la cara y lo que se nos transparenta bajo las palabras es la cruz.
El último e impactante libro publicado por Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) se titula Las bellas catástrofes (2018). Jacqueline me regaló en La Poeteca también un ejemplar de su poesía completa, que reúne sus trece libros anteriores, con el temor de que hiciera demasiado pesado mi equipaje. No fue así: vino conmigo y estoy deseando leerlo tras conocer sus bellas catástrofes. Este libro lleva el subtítulo de “poesía documental”. Cada uno de los diez textos viene precedido por una fotografía, una cita (desde Anna Ajmátova hasta Victoria de Stefano, pasando por Lezama Lima o William Blake); asimismo, la mayoría de ellos termina con unas palabras a modo de colofón o recordatorio. Se trata de poemas que narran una catástrofe que se ha convertido, con el paso del tiempo, en belleza, es decir, en imagen, en horror petrificado, en relato y, ahora, en poema. Desde el tsunami de 2004 en el Océano Índico hasta el desastre de Vargas ocurrido en 1999 en ese estado venezolano, pasando por catástrofes más íntimas como la muerte de Robert Walser, el suicidio de Neil y Kazumi Puttick, el matrimonio inglés que en 2009 se lanzó por el acantilado de Beachy Head junto al cadáver de su hijo de cinco años, hasta “el suicidio más bello del mundo”, el de Evelyn McHale, que se tiró desde lo alto del Empire State Building en 1947 y cuyo cadáver fue fotografiado por Robert Wiles. Los poemas sellan una alianza testimonial con el suceso, que es interiorizado por el poema hasta el punto de secretar, como un cuerpo que hubiera sufrido punciones en una zona infectada, pasajes simbióticos, versos de entrañada comunión que refutan el carácter de mero “documento” de estos textos.
Por último, pues hubo también algo de colofón en nuestro encuentro, hablaré de Carlos Katan (Caracas, 1992). Coincidimos en una mesa redonda sobre poesía actual, pero lo más increíble fue encontrarnos en la puerta de embarque del vuelo Caracas-Madrid. Vinimos conversando en el avión, entre turbulencia y turbulencia, sobre poesía venezolana, española y latinoamericana. Estudiamos la posibilidad de organizar una lectura en Madrid, que finalmente se hará durante el mes de enero. Unas semanas después de regresar, supe que uno de los libros que Carlos Katan me había enviado en pdf había ganado el III Concurso Anual de Poesía Lugar Común-Embajada de Italia. Se trata de Formas de la aridez, un poemario de lenguaje sintético y hasta minimalista que habla del retroceso a las formas elementales de la experiencia. Los lugares, la infancia, las partidas, los regresos, los sentidos son transformados por una especie de fiebre –nombrada ya en el primer poema– que, de algún modo, atenúa el peso de cada elemento. Es como vivir sostenido por nada, como esas levitaciones que se van intercalando entre los poemas por medio de las imágenes de la serie Pleasures and Terrors of Levitation (1961) del fotógrafo norteamericano Aaron Siskind. “La desnudez / de los signos / es mi única / morada”: así termina un libro que abre nuevos caminos a la poesía venezolana contemporánea.