Apóyanos

Transversos. Selección y traducción de Raquel Rivas Rojas. Textos de Carol Ann Duffy

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Dormidos

Bajo las oscuras aguas tibias del sueño

tus manos me separan.

Estoy de todos modos soñándote.

 

Tu boca es una fruta caliente, mojada, extraña,

fruta nocturna que saboreo con la boca abierta

y los ojos cerrados.

 

Tú, tú. Tu aliento estalla en ardientes palabras

que explotan en mi mente. Y entonces preguntas,

me obligas a darte una respuesta.

 

Y así es como dormimos. Tú insistiendo,

demandando; yo durmiendo ferozmente,

durmiendo hasta que duele

 

que esto es real, sí, así lo siento.

Al escucharme te abrazas a mí, con fuerza,

con el desespero frenético de los que van a ahogarse.


Una semana en sueños

No esta noche, estoy soñando

en el corazón de la dulce oscuridad

de la cama que es un barco en el ático

en la casa a la orilla del parque

donde el viento entre los viejos árboles

cruje como un arca.

 

No mañana, estoy soñando

hasta que el atardecer amanezca –tarde, tordo,

timbre, tiento, tanto, tumbo, triste –

con mi mano dentro de un libro que no leo,

ave que nunca ha volado… y a lo lejos

el chillido de pájaro de un teléfono.

 

No la tarde siguiente, estoy soñando

con los lunares de la luna,

una S soñadora en la página de la cama

dentro del tomo de un cuarto en penumbras,

la lluvia sonando en el techo, rimando,

como las palabras de un poema.

 

Ni la noche después, estoy soñando

hasta que las estrellas se vuelvan azules

de imprimir las noticias de su luz antigua

con la tinta del espacio,

metros y más metros de negras noches de seda

para cubrir mi cuerpo que sueña.

 

No la tarde siguiente, estoy soñando

en la axila de la media noche

como un amante que se abraza a otro amante

sin miedo a nada, como un niño

calmado por la madre, suave y tibia,

escuchando el hechizo de doce campanadas.

 

No esa noche tampoco, estoy soñando

hasta que la marea suba y se retire

suspirando sobre la arena arrugada,

la canción solitaria de la ballena

escrita sobre olas y olas de agua

toda la húmeda noche entera.

 

Ni la última tarde, estoy soñando

ante el reloj tartamudo,

bajo las cobijas, detrás de ojos cerrados,

todos los colores disolviéndose en negro,

el último rayo de luz apurado por llegar

al encuentro con la sonora oscuridad.


Memorándum de la Virgen

Tal vez no los abscesos, el asma, el acné,

hijo, tal vez no las pústulas,

tal vez tampoco el cáncer

o la diarrea

o el tinito en el oído interno,

tal vez no los hongos,

tal vez repensar la jirafa,

tal vez tampoco el herpes, hijo,

o (texto ilegible)

o las aguamalas,

o (intraducible)

tal vez tampoco la lepra o los piojos,

la menopausia o los ratones, los mocos, hijo,

la neuralgia, las liendres,

o el olor corporal,

las hemorroides,

las arenas movedizas, los barriales,

tal vez no las ratas, hijo, la rabia, las serpientes,

la mierda,

y tal vez no sean tan necesarias las tarántulas,

el unicornio está bien,

pero tal vez no tanto las verrugas,

ni las avispas,

o (texto ilegible)

o (intraducible)

tal vez tampoco…


Alto y fuerte

Los padres con niños mutilados no fueron admitidos en el hospital vacío y les dijeron que contrataran a alguien que los llevara a Quetta, una ciudad fronteriza en Pakistán, a seis horas en carro por lo menos.

(Afganistán, 28 de Octubre, 2001)

Las noticias siempre le arrancan gritos

pero una vez su voz salió de su garganta

como un tumbarrancho, con un terrible ruido sulfuroso

que la hizo saltar, un relámpago en la oscuridad.

Ahora gritaba alto y fuerte.

 

Antes era fácil manejarla,

era una más del montón, entre los que gritan

de orgullo por el gol ganador, entre los que rechiflan

contra el diputado corrupto, entre los que aplauden

por el beso de los príncipes en el balcón. Pero ya no.

Ahora puede rugir.

 

Practicó sola en la casa, se dio cuenta

de que ya no necesitaba el teléfono para llamar, que podía

cantar como una orquesta en el baño, bostezar como un trueno

viendo la tele. Miró las noticias. Eran puras historias

sobre musulmanes, cristianos y judíos.

 

Entonces su grito fue un enorme pájaro

que voló en la oscuridad; cada ala un inmenso alarido,

horrible de escuchar, en el pico el silbido de una lanza arrojada.

Se quedó toda la noche despierta, entre el viento y la noche, aullando,

pronunciando relámpagos.

 

Era puro sonido que le nacía de adentro,

estruendoso como una avalancha. Mordió las radios,

se las tragó enteras, hizo gárgaras con las noticias,

hasta que las palabras se volvieron ruido

–corrió dentro de la iglesia y roció a la congregación

con balas que nadie había pedido– basura sin sentido

en la cueva de su boca.

 

Su voz resonó en la ciudad entera,

gritando apuestas, despertando a las campanas en las torres.

Gritó por los campos, haciendo crecer los ríos, sintiendo

los bosques. Llegó al mar, chirriando y mugiendo,

vomitando agua y sal.

 

Le aulló a la luna hasta que se salió

de su órbita. Le berreó a la oscuridad en la que

los aviones de guerra zumbaban con descaro. Gritó

hasta que cada ruido del mundo cantó en la saliva

en la punta de su lengua: el chillido de una bomba,

la explosión de un revólver,

 

los rezos de los curas, la alfombra

en la mezquita, la informal rasgadura de la carta,

el llanto de la madre, el golpe en la caída, la tos

del presidente, los gritos de los niños escondidos

debajo de los bancos, alto, más alto, cada vez

más fuerte, las noticias.


Cuarto

Una silla para sentarse,

un atardecer mugriento del lado equivocado de la vía,

y mirar cómo se encienden las luces de los que viven en los otros cuartos.

 

Todavía no hay cortinas. Sólo un bombillo frío

que espera una polilla. Duro silencio.

Los techos de las casas se extienden desde aquí hasta quién sabe cuántos meses.

 

Cuarto. Una cama usada

que recuerda una muerte de otro tiempo. Cuarto.

Después las nubes del color del pulmón de un fumador. Y después qué.

 

Tras una fría ventana negra, una cara

se quita los lentes y mira hacia afuera otra vez.

Es de noche; la luna sin gracia y un gato orinando en la pared. 90 libras por semana.


Tiempo mezquino

Los relojes retrocedieron una hora

quitándole a mi vida toda luz

mientras caminaba por la peor de las calles

llorando por un amor perdido.

 

Y, por supuesto, una lluvia tiesa

cayó sobre las calles desoladas

en las que sentí mi corazón rumiar

uno a uno todos los errores.

 

Si el cielo oscurecido pudiera devolverme

más de una hora de este día

hay palabras que nunca hubiera dicho

ni te hubiera escuchado decir.

 

Pero, como se sabe, moriremos

cuando estemos más allá de la luz.

Estos son los días más cortos

con sus noches infinitas.

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