Jackie Kay (Edimburgo, 1961) es la Makar —poeta nacional— de Escocia. Además de poesía ha escrito teatro, ficción, autobiografía y textos para niños. Su obra se construye a partir de diferentes voces y en su poesía se escucha la sonoridad del lenguaje cotidiano. Entre sus temas se encuentran las relaciones dispares, los problemas de identidad, la diferencia y la solidaridad. Los poemas seleccionados forman parte de su primera colección The Adoption Papers (1991), con la excepción del último, «George Square» que pertenece al libro Life Mask (2005).
Danza de las flores del cerezo
Los dos estamos empeorando
No sabemos quién se contagió primero
Él piensa que fui yo
Yo creo que fue él
Pasamos las noches buscando pistas
Un recuerdo se disuelve en otro como tinta en el agua.
Los dos estamos empeorando
Sé que es inútil preguntarlo
Pero con quién estuvo él entre
Mayo de 1987 y marzo de 1989.
Siento su respiración en mi espalda
Algo que le sube por dentro y después se va.
En la mañana todo parece distinto
Ninguno de los dos sabe quién se contagió primero
Desayunamos juntos, leemos los periódicos
Salvo los lentos sorbos de té todo es silencio
Estar juntos es mejor que nada
Él piensa que yo lo contagié.
En el almuerzo peleamos por cualquier tontería
Me dice que ya no tengo sentido del humor
Le digo que no soy de Glasgow
Donde todos piensan que la muerte es un chiste
No es un chiste. Me estoy muriendo, coño
Yo creo que él me contagió.
Piénsalo me dice, es el sueño de toda pareja
No voy a tener que esperarte del otro lado
Voy a tenerte cada noche: tus gloriosas piernas
Tu vientre fuerte, tu cara adorable
Yo lloro cuando él me dice esas cosas
Me encojo y me falta la respiración
Crees que eres la única que te estás muriendo
Condenada llorona, reina de las quejas.
Me empuja, caemos en el suelo en un torbellino;
Cuando terminamos nuestros labios se encuentran
Nos hacemos cariño, nos tocamos despacio
Nos mecemos abrazados, sus brazos se vuelven míos
No hay nada afuera más que el ruido del viento
La danza de las flores del cerezo en medio de la noche.
Aguacero
Los rumores se esparcen como una tormenta
por todo el pueblo en el que vivimos
mientras nos escondemos detrás de las cortinas
entreabiertas, mirándonos a los ojos.
Hablamos de mudarnos más hacia el oeste
porque este vecindario ha sido siempre un infierno
pequeño; pero entonces recordamos
que tu papá vive todavía en esa casa
donde recalentábamos la pasta con albóndigas
a la hora del almuerzo escuchando a Louis Armstrong
y bailando con la música a todo volumen que sonaba
igual que nuestros corazones, bum, bum, bum.
No sé si ya sabías que yo salía con Davy;
cuando nos encontramos nada más dije Hola.
Solía cargar su foto en la cartera y a veces la sacaba
para mostrarla a los amigos sin que viniera al caso.
Tiempo después supe que te habías casado con Trevor.
Todas las noches soñaba que entraba desnuda
en el comedor de la escuela, hasta que alguien me llamaba
para despertarme. Entonces nos encontramos en un bar.
No has cambiado nada, me dijiste. ¡Qué alivio!
Tú tampoco, te dije. Y hubo una carcajada que resonó en la calle.
Te miré, reconociéndote, hasta que me dijiste
por qué no vienes a casa, a Trevor le va a encantar.
Él no estaba. Todavía no sé cómo pasó.
Ni siquiera nos molestamos en recordar el pasado.
Pasé mis dedos por las trenzas con cuentas de tu pelo
y te dije que me gustaba cómo te quedaban.
Nos sentamos a mirarnos hasta que se nos llenaron los ojos
como una copa de vino. Y entonces hice aquello
con lo que había soñado tantas veces. Te desvestí
lentamente, cada pieza de ropa se desprendió
con un suspiro. Acaricié la seda de tu piel
hasta que volvimos a la infancia, corriendo
montaña abajo en medio del aguacero,
gritando y riendo; totalmente empapadas.
Tormenta de verano en Capolona
Decido no hacerle caso al instinto que me dice
que en el cielo se anuncia una tormenta: el modo
como la luz parpadea, el olor a grama mojada;
lloras porque quieres salir y las cuatro paredes
de la casa se nos vienen encima como una avalancha.
Hay amapolas en el pasto que parecen
gotas de sangre; el aire se afila como un arado,
te estás riendo feliz dentro de tu coche
cuando caen las primeras gotas grandes como uvas;
esta es nuestra última oportunidad de ver los viñedos.
Mañana vamos a estar volando.
Camino más rápido. Gente extraña nos mira
desde las ventanas. ¿Estaré loca? Estalla la risa como un rayo.
Las amapolas se mecen en el pasto al ritmo
del tambor que retumba allá arriba.
Comienzo a correr empujando tu coche.
Las gotas se han convertido en piedras.
Me están castigando como en los viejos tiempos.
Me siento culpable, cuento en mi cabeza gada golpe
le pido a cada árbol que nos preste abrigo.
Dicen que se muere más gente partida por un rayo
que en todos los accidentes de aviación.
No te escondas bajo un árbol. Puede que no escampe.
Un hombre se asoma desde la casa de una granja.
¿Bambino? Grita. Venga, venga. ¿Está loca?
Adentro de la pobre casa los peces se multiplican.
Nos ofrecen torta de limón que combina muy bien
con café negro, que me tomo mientras te distraes
jalándole los pelos al dueño de la casa. La mujer
plancha camisas que ya se han lavado mil veces.
Sólo conozco diez palabras en italiano.
¿Ese es su hijo? Sí, se ahogó.
Hace ya cinco años. No sé cómo decir cuánto
lo siento. Me preguntan dónde está mi esposo.
Les digo que no tengo. Me responden qué lástima.
Estamos seguros en esta casita de cuento.
Por la ventana comienza a clarear y la lluvia
es otra vez inofensiva y suave, como por arte
de magia. Salimos después de decir diez veces
Ciao y nos prestan un paraguas por si acaso.
Los dos viejos nos dicen adiós desde la puerta.
Regresen cuando el niño esté más grande
y muestran con la mano la altura que imaginan.
Les digo que sí, pero sé que voy a regresar
mucho antes con un paraguas y una torta de limón.
George Square
Mi padre de setenta y siete años
se pone los lentes de leer
para ayudar a mi madre a terminar
de abotonarse por detrás el vestido.
«¡Qué pareja que somos!»
dice mi madre. «Yo con mis manos doloridas,
tú casi ciego y sin fuerza en los dedos».
Y así se van, mis viejos
a protestar contra la guerra en Irak,
él con sus caderas de plástico, ella con su artritis,
a reunirse con los otros en George Square entre banderas
que se saludan como viejas amigas, ondeando al viento,
como ya lo han hecho antes tantísimas veces
por la paz de la tierra, por piedad, por la paz, por la paz.