Por LUIS BARRAGÁN (1)
Convengamos, sólo una particular aleación de actores, experiencias y circunstancias inéditas dan alcance a las transiciones —además— democráticas y frecuentemente impuntuales. Las grandes mayorías, pacíficas y desarmadas, en Venezuela se enfrentan a una ínfima y virulenta minoría en el poder, muy bien artillada luego de realizar el contra milagro de quebrar a la potencia petrolera que fuimos. El colapso, ya como forma y fórmula de vida, añadido el llamado daño antropológico, no es el del convencional Estado burocrático autoritario, según el canon, sino el de una experiencia con epicentro cubano, devenida cruzada anti-occidental, tramitada continentalmente por el Foro de São Paulo y sus derivados.
En continua mora con la transición, confundida con su sola expectativa, nos deslumbramos por el desarrollo y la consolidación que ha alcanzado en otras latitudes, sin reparar en el detonante, expresión que lleva la pesada carga de la incertidumbre y del riesgo, cuando deseamos y desesperamos por aligerar el paso a objeto de evadir los costos políticos y personales que acarrea. Colocamos el acento en las forzadas negociaciones de los actores, luego traicionadas; extremado el dato social y económico, confiamos en un estallido espontáneo restándole importancia a las articulaciones políticas; apostamos por la repentina insubordinación militar, cumplimentando el mesianismo ya convencional; y, entre otros factores, banalizamos el apoyo de la comunidad internacional, por militante que fuese, pretendiendo desconocer el carácter existencial y frontal de la crisis.
Pretensiones que responden quizá al menor número de casos históricos en los que el factor externo ha sido la causa inmediata, suficiente y fehaciente para iniciar la transición; quizá al complejo y pudor inducido por el discurso “patriótico” del régimen victimario, comprometidos severamente el orden público y los derechos humanos.
Están privando las viejas escenas de las invasiones convencionales, correctivas o abortivas de las potencias adscritas a la OTAN, al TIAR y al Pacto de Varsovia, en pie la narrativa de la Guerra Fría esgrimida por actores que la saben superada, intentando legitimar la referida cruzada anti-occidental. Acotemos, encontrando eco en quienes, jurando resistírseles, tienen por ilusión la ocupación del territorio nacional por fuerzas extranjeras que, además de reemplazar a las otras invasoras, aseguren la recuperación económica y social que reportó la experiencia de Japón y Alemania Occidental en la inmediata posguerra, cual ditirámbico Peter Sellers en la película The Mouse That Roared de Jack Arnold (1959).
La multipolaridad actual, siendo muy escasas las potencias con poderío militar real y palpable, ofrece otro cuadro de instancias intergubernamentales de creciente eficacia, una activa sociedad civil y una opinión pública internacionales que no debemos subestimar, como iniciadores de los procesos de transición, facultadas otras instancias para su desarrollo y consolidación, como el FMI. En las transiciones de finales del siglo anterior, tuvieron relevancia las denuncias de violación de los derechos humanos, la conformación de sendos dispositivos diplomáticos en las regiones afectadas y la celebración de elecciones monitoreadas.
Nada autoriza a hablar de una feroz y sedienta intromisión en los países ajenos, evidenciándose la fundada actuación de aquellas instituciones internacionales que velan por algo más que la seguridad colectiva, intentando cerrar la puerta maldita de una globalización del delito en sus más indecidibles manifestaciones, consagrando nichos soberanos para el tráfico ilegal de drogas, armas u órganos, y dándole un visado universal al terrorismo.
Las intervenciones humanitarias en países, incluso, previamente invadidos por fuerzas oscuras, gozan de la legitimidad indispensable que concede el principio de la Responsabilidad de Proteger (R2P) y, aunque el Protocolo Mundial de Refugiados (2018), no precise sus causas, lo hace en relación con las consecuencias del Estado Fallido, término que nos parece deficiente para considerar el problema venezolano. Lo cierto es que de la crisis humanitaria compleja hablan los millones de desplazados y refugiados venezolanos, emblematizados eufemísticamente como la diáspora, afectando dramáticamente a otros países también de ultramar. Por lo demás, tales intervenciones, sin duda, iniciadoras potenciales de un cambio político fundamental a favor del reconocimiento y respeto de los derechos humanos, puede conocer de otras complementarias, como la del auxilio inmediato de la Unesco en la búsqueda del sistema y de la infraestructura educativa perdidas: a veces, llegan sin esperarlas y, otras, sorprenden.
No hay transición política químicamente pura, pero el principio siderúrgico es el mismo, tal como se desprende de la obra sobriamente coordinada por José Alberto Olivar y Miguel Ángel Martínez Meucci, con un título inequívoco y contundente que nos interpela: Transiciones políticas en América Latina: desafíos y experiencias. El libro sabe de actores y circunstancias que, acumuladas, nos conducen a un protagonismo de la comunidad internacional como detonante de los procesos, para estas y futuras transiciones. Y el liderazgo político requiere de la madurez y disposición, yendo más allá de la carta zodiacal de sus tormentos.
- Diputado a la Asamblea Nacional (2016-2021)