Por CAROLINA GUERRERO (1)
La interrupción que agrieta a las épocas de aparente sosiego y de ilusión de estabilidad suele ser leída como una breve coyuntura, un paréntesis en la predictibilidad de la historia compartida. Si se prolonga, la fantasía sobre la eternidad de un modo colectivo de ser, de un supuesto ADN nacional, enuncia el pronto retorno a la situación de origen. Pero cuando dicha fisura se extiende por más de dos décadas, la sociedad que la padece cree encontrarse en transición hacia el florecimiento de una posición mucho mejor a la inicial, que habrá de (re)compensar su temporal tránsito por el calvario.
La sola idea de transición invocada desde el presente inocula una mentira: la fe en la linealidad de la historia, en el determinismo evolucionista y en el mejor devenir. Ella contiene un orden secuencial. Es el espacio entre dos puntos, y no solo implica que del A se llega al B, sino la preexistencia del B desde el mismo instante en que aquella se considera activada. Se perdió de vista el hecho de que nunca puede afirmarse que el presente constituya una transición. No existe oráculo que certifique estar en vísperas de una transformación radical, que, además, habrá de ser feliz. Solo es cierta la transición que observamos en el tiempo pretérito, en el pasado distante.
Sin embargo, peligrosamente, también la mirada histórica ha confundido la configuración de catástrofes inéditas con transiciones. Es el caso del Régimen del Terror. Ese extravío no es un leve asunto de interpretación. Representa el velo sobre los ojos de Occidente y ha afectado en particular la alerta política que toda sociedad, heredera de la tradición republicana, debería preservar encendida.
El terror desatado por la centralización y confiscación del poder político republicano en manos de aquella facción liderada por Robespierre no fue un mero pasaje entre la Toma de la Bastilla (marca de natalidad de la Revolución Francesa) y la conformación de la república (además atravesada por restauraciones monarquistas, la comuna, guerras mundiales y un episodio totalitario). No fue el corredor contingente entre el absolutismo y el republicanismo. No fue solo una espantosa transición.
Lejos de consistir en el tránsito puntual del fanatismo, el Régimen del Terror inauguró un modo alternativo de vida en común, antitético a los valores de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Con ello, y hasta el presente, resquebrajó al republicanismo de los modernos enmascarándose precisamente como su expresión más pura. Los valores políticos sustantivos que esculpió la modernidad occidental, gravitantes alrededor de la libertad del individuo y la vida digna de ser vivida, quedaron retados, incluso desplazados, por la violencia “emancipatoria” del discurso social colectivista.
Hoy, las repúblicas de Occidente continúan desestimando el terror emanado de las revoluciones sociales. Creyéndolas transición, dejan de advertir que todas ellas –malabaristas de la violencia radical física, discursiva y simbólica– han logrado autorizarse a sí mismas.
- Doctora en Ciencia Política. Profesora Titular de la Universidad Simón Bolívar. Directora del Instituto de Investigaciones Históricas “Bolivarium”.
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