Por EDUARDO AGUIRRE ROMERO
A mi hijo Eduardo
Martín de Riquer envidiaba a quienes no habían leído el Quijote, porque les queda esa primera vez. Tras ver Tolkien, la película dirigida por Karukoski, sentí algo similar hacia quienes todavía pueden adentrarse en blanco por las páginas de El señor de los anillos. Pero ¿es hoy posible? Como ocurre con don Quijote y Sancho, Frodo y Sam forman parte de un imaginario colectivo que nos hermana sin uniformizarnos, logro poco frecuente. Este artículo no pretende ser una reseña del filme, excelente pese a una insuficiencia a la que me referiré, sino una invitación a ahondar en la figura de J.R.R. Tolkien (1892-1973). Según Carpenter, en su biografía del escritor (Minotauro, 1990), rechazaba que sus ficciones contuviesen información acerca suya; sin embargo, aseguró haber escrito con su sangre El señor. ¿Y hay algo que diga más de un autor que lo escrito con esta?
Con gran acierto, Karukoski estructura su filme a través de los lazos fraternales que estableció desde el colegio con Geoffrey B. Smith, Robert Gilson y Christopher Wiseman, en el grupo de debate Tea Club, Barrovian Society (TCBS), que continuarán en la universidad y durante la Gran Guerra. En cambio, pasa de puntillas por el catolicismo del escritor, que en él no fue creencia tardía. ¿Es posible contar su vida sin ese pilar maestro? No sin distorsionarla.
Aunque en El señor no se cita ninguna religión, el catolicismo late como un eco del futuro. Tolkien fue percibiéndose de ello después, como expresó en sus cartas (Minotauro,1993). Lo católico estaba sin estar. Sin apologética. Michael White, en Tolkien (Península, 2002), tras recalcar la importancia que la religión tuvo en su vida se pregunta si al inventarse una mitología pagana su subconsciente no estaría castigando al catolicismo, en una reacción freudiana de “rencor” por la muerte de su madre, en plena juventud, víctima de los sufrimientos por hacerse católica. Demasiada conjetura. Todo es más sencillo; o mejor, más puro.
En efecto, la fe le fue inculcada por su madre, Mabel Suffield (1870-1904), quien se había convertido al catolicismo, tras la muerte de su marido. Parte de la familia le retiró su respaldo, necesario para salir adelante con dos hijos. En 1956, el escritor afirmaría en una carta que su infancia “fue ensombrecida por la persecución”. Y añadió: “Pero la caridad ha de abarcar una infinidad de pecados”.
En la guerra y en la paz, su religiosidad fue la trinchera invisible, le protegió no con alambradas sino con certezas. Si ideó edades remotas no era por nostalgia de un paganismo idílico. La Comunidad del Anillo actuó con libre albedrío, pero en la hora decisiva no fue el azar el que hizo que Gollum estuviese allí, sino la Gracia.
Participó como oficial de transmisiones en la batalla del Somme, en la que murieron más de un millón de combatientes. Pero para saber no basta con haber estado. Se queda en la superficie quien en El señor no advierta que también en el corazón de los personajes tienen lugar batallas, especialmente en el de Frodo. Por fortuna, no todo el mundo académico ha dado la espalda al padre de los hobbits. Eduardo Segura, filólogo y uno de los asesores de Peter Jackson para su adaptación cinematográfica, es una de los voces más prestigiosas y queridas entre los interesados por su legendarium. También desde la filología, Martin Simonson analiza con rigor y amenidad la obra maestra de Tolkien, en su El Oeste recuperado. La literatura del pasado y la construcción de personajes en El señor de los anillos (Peter Lang, 2019).
Sobrevivir a una guerra es mucho más que retornar vivo a casa. Sabía que el mal debe ser combatido, sin convertirte en lo que combates; por ello, la misión de destruir el anillo recayó en un bienaventurado.
Cuatro colegiales sentados alrededor de una imaginaria tabla redonda. Cuatro estudiantes universitarios que soñaban con mejorar el mundo; de “anhelo evangelizador” lo califica John Garth en su Tolkien y la Gran Guerra. El origen de la Tierra Media (Minotauro, 2003), extraordinario trabajo de investigación. Cuatro amigos que marchan al frente, del que solo regresaron dos: Tolkien y Wiseman. La amistad como épica; mucho más allá del legítimo anhelo de alcanzar éxito y reconocimiento: influir en el corazón de los hombres para hacerlos mejores, “con la ayuda de Dios”.
La guerra, incluso mucho después de haber concluido, siguió disparando al corazón de los hombres. Tras el armisticio, Lewis –quien como él había combatido en el Somme–, fue uno de sus amigos más queridos, en los Inklings, aunque no sin distanciamientos. En su paso del agnosticismo a la fe fue decisivo su debate nocturno con Tolkien y Dysson, en 1931, sobre Cristo como mito que es verdad. De nuevo, junto al libre albedrío zigzagueó la Gracia. Doce días después, Lewis escribía: “Acabo de pasar de creer en Dios definitivamente, en Cristo, en el cristianismo (…). Mi larga charla nocturna con Dysson y Tolkien ha tenido bastante que ver con aquello”.
Ronald, el joven oficial de transmisiones, fue al frente “almado y armado”, como Manuel Altolaguirre escribió de Garcilaso. Le protegían dos escudos: su fe y su amor por Edith Bratt, con quien se había casado en marzo de 1916. Huérfana como él, también hubo de sufrir menosprecios por haberse hecho católica, en enero de 1914. Hay biógrafos que consideran su conversión mero formalismo; quizá sea más justo apuntar que la llama de la creencia prendió en ella de otra manera.
Arthur Charlan ha analizado la relación entre la fe de Tolkien y sus vivencias de dolor, en su clarificador ensayo La resiliencia en la vida de J.R.R. Tolkien, premio Elfwine 2016, punto de partida para su próximo y esperado trabajo. Las personas resilientes, como ciertos metales, resisten los impactos, pero además salen fortalecidas espiritualmente del dolor.
El mal puede ser poderoso, pero está fuera de su naturaleza hacer milagros. Tolkien, gran lingüista, construyó la palabra eucatástrofe, solución repentina –aunque no arbitraria–, que evita la derrota final del héroe, como resultado de una acción pasada que, de repente, revela su trascendencia. En efecto, compadecerse de Gollum permitió inesperadamente la destrucción del anillo. Pero las victorias definitivas solo le corresponden a Él.
Hay una figura esencial: el padre Francis Xavier Morgan Osborne (1857-1935), tutor de los hermanos Tolkien, al quedar huérfanos. Nacido en Cádiz, pertenecía a la célebre familia de bodegueros ingleses. Trabajó con el cardenal Newman, en el Oratorio de Birmingham. Ferrández Bru ha estudiado su figura en El tío Curro. La conexión española de Tolkien (Luna Express, 2018). En el filme es interpretado por Colm Meany, quizá en un excesivo registro de severidad, hasta la escena final de la boda, en la que le reconoce a Tolkien que este hizo bien en “insistir” en su noviazgo con Edith, pese a que él mismo le impuso mantenerse separados unos años para que no le distrajese de sus estudios. Según Carpenter, “no era un hombre lúcido”, pues no percibió el amor que se tenían. Seamos justos con él, pues Tolkien lo fue. Asumió la difícil tutoría y la ejerció como un padre, con errores y aciertos. La Gracia vigilaba.
Sobre su religiosidad son indispensables los estudios de Pearce, Tolkien, hombre y mito (Minotauro, 1998) y Señor la Tierra Media (Minotauro, 1998), este como editor. Más recientemente, Laconte con Un hobbit, un armario y una guerra (Larrand, 2018), quien la analiza en paralelo a la de Lewis.
Dos de los hijos de Tolkien, Christopher y Michael participarían en la Segunda Guerra Mundial. Su hijo mayor, John, fue ordenado sacerdote católico en 1946, y en 1973 oficiaría la misa funeral por su padre.
En la mirada final de Frodo a sus amigos, antes de partir a los Puertos Grises, prodigiosamente expresada por Elijah Wood, henchida de ternura y piedad, pero también de dolorosa percepción de lo inevitable, leemos que no todas las heridas sangran de la misma forma, ni se reciben en los mismos campos de batalla.
Cuando Tolkien concluyó El señor mandó una copia a Lewis, y este le escribió: “Y la larga coda después de la eucatástrofe, te lo hayas propuesto o no, produce el efecto de recordarnos que la victoria es tan pasajera como el conflicto (…) dejándonos una impresión final de profunda melancolía”. Y él mismo confesó al editor: “Está escrita con la sangre de mi vida, gruesa o delgada, como sea, y no puedo hacer otra cosa”.
Ronald y Edith, dos huérfanos. Por cierto, Frodo también lo era.
Y sí, cómo no sentir envidia por quien puede adentrarse en blanco por El señor. Pero los grandes libros son ellos quienes te eligen. “Nada reemplaza para mí (…) la frescura de lo no leído. Sin embargo lo que leemos y cuándo lo leemos, como la gente que encontramos, depende del destino”, escribió Tolkien en 1959. No depende, pues, de uno mismo. Solo cabe mantenerse alerta, si puedes y tienes… en tu trinchera invisible.
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