Leonardo Padrón | Cotur

Por LEONARDO PADRÓN

Venezuela tiene ya más de dos décadas bajo la sombra totalizante del chavismo. Se dice en una línea. Pero en esa delgada reunión de palabras no cabe el horror de un país devastado. Todo comenzó —lo sabemos— con un resentimiento llamado Hugo Chávez. Ya en el poder, ungido de un cándido fervor popular, el teniente coronel —dueño de un carisma letal— se afanó en desmantelar el sistema democrático y erigir la autocracia de su ego. “¡Hasta el dos mil siempre!”, bramaba, retador y petulante. Pero si hablamos de egos, nadie supera el de la muerte y —en un chasquido— esta le hizo entender quién tiene la última palabra. Para estupor de millones, su deceso no fue el fin de la pesadilla.

Ocurrió un punto de inflexión: Nicolás Maduro heredó el poder. Y entonces los venezolanos descubrimos que la ruina es una palabra con muchos sótanos. Sobrevino la miseria y la precariedad. La destrucción nos cubrió como una ola de magnitudes bíblicas. Y con ella volvió la resistencia ciudadana. Y todo subió de volumen: la represión, la tortura, los asesinatos. La gente comenzó a huir en cifras apocalípticas. Las cárceles se atestaron de gente que pensaba distinto. Los niños se hicieron lívidos del hambre. Paladas de odio inundaron cada rincón. Y el país se nos rompió en pedazos.

Han sido tiempos feroces, sin duda.

Este libro reúne parte de lo acontecido en la segunda década de la dictadura chavista. Textos que escribí en la prensa nacional desde el año 2015 al 2018. Algunos clasifican como crónicas, otros apenas son reflexiones en voz alta y quizás ciertas inflexiones líricas destilen otras etiquetas. Ya en un anterior libro titulado Se busca un país había escrito sobre los crispados años que van del 2013 al 2015. Pero la turbulencia no ha cesado. Todo lo contrario. Durante este lapso la violencia se hizo tan escalofriante como rutinaria. Los analistas políticos coinciden en etiquetarnos como los sirios de América Latina. Los años que aquí recorro están signados por un balancín que va del entusiasmo a la frustración, de la épica civil a la desesperanza airada. Somos una montaña rusa que no se apaga. El diagnóstico es unánime: hemos sido arrasados por el ácido sulfúrico de la revolución.

Para un escritor releerse es un oficio cruel. Pero el episodio se torna más rudo cuando la materia de tus escritos es el país. Recorrer la ruta —con perspectiva y pies detenidos— te permite esclarecer la mirada sobre los episodios que desembocaron en un fracaso colectivo. La esperanza quedó hecha un estropajo. Y la única premisa ha sido volver a levantarnos. Hemos sido caída y resurrección demasiadas veces. Este inventario de historias mínimas solo aspira a luchar contra el virus de la desmemoria. Solemos convertir en olvido eventos que han definido nuestra tragedia. Cada cicatriz cuenta. Cada intento por salvarnos. Resulta imperativo no olvidar. Para llevar la cuenta de los crímenes. De los caídos. De los gritos sin fondo. Para remar contra la impunidad. Para aprender del desvarío. Para intentarlo distinto. O mejor. O siempre.

Mucho ha ocurrido luego de la última página escrita en este texto. Sobre todo desde enero del 2019 cuando surgió una nueva estrategia democrática encarnada en un joven político llamado Juan Guaidó. Estrenamos año con un lance inédito; la promesa que invocaba un líder fresco con rasgos de outsider. Una esquizoide aritmética de aciertos y desatinos ha ocurrido desde entonces. Un año después teníamos dos presidentes (uno interino, el otro un invasor), dos tribunales de justicia (uno en el destierro, el otro en flagrancia), tres asambleas de diputados (un rubro delirante), una oposición de múltiples rostros, hiperinflación, hambre, burbujas y excesos. Y un exilio con ribetes de estampida. Pero también surgió un tumultuoso apoyo internacional a la causa democrática. Ese fugaz entusiasmo desembocó en una antología de desaciertos de toda índole. La oposición se atomizó aún más, haciendo gala de su vocación para el fracaso. La sociedad civil cayó de bruces en la desesperanza y la calle se apagó por completo. El régimen elevó su capacidad de envilecimiento. Nicolás Maduro convocó un nuevo fraude electoral para obtener una Asamblea Nacional a su imagen y semejanza. Y las pocas rendijas democráticas que sobreviven (prensa, portales web y múltiples ONG) son perseguidas con virulencia y encono. Todo se estrecha. Sube la presión. Urge un desenlace.

Estamos en el amanecer del siglo XXI y así nos tocó comenzar el futuro a los venezolanos. Por eso releernos es también una estrategia. Para derrotar al olvido y sus gérmenes. Para vencer la amnesia de nuestros errores. Toca hacer el inventario. Una y otra vez. En nombre del país de nuestros insomnios.


*Tiempos feroces. Leonardo Padrón. Kalathos ediciones.


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