Por LORENA GONZÁLEZ INNECO
“(…) si las escenas a perdurar se toman en distintos momentos, ese mismo jardín alojará innumerables paraísos, cuyas sociedades, ignorándose entre sí, funcionarán simultáneamente, sin colisiones, casi por los mismos lugares. Pero serán, por desgracia, paraísos vulnerables”.
Adolfo Bioy Casares
I
Cuando iniciamos el proceso de la muestra Tiempos de espera, tal vez no sabía con exactitud en dónde nos estábamos sumergiendo. Mi inquietud inicial fue particular, breve y ahora creo que un poco ingenua. La preocupación puntual era difundir y poner en escena lo que algunos artistas amigos estaban desarrollando durante el complejo proceso de confinamiento y pandemia.
No soy —nunca lo he sido— una fanática o experta en redes sociales. El mundo virtual siempre me ha parecido tan expansivo y amable como incomprensible y aterrador, en especial por la cantidad de capas que su indescifrable proliferación multiplica. En ocasiones se me hace imposible saber con exactitud dónde estoy, aunque uno pueda observar una gran cantidad de sombras y siluetas que van y vienen. Es similar a la penumbra. Sé que a muchos les apasiona al final del día esperar la desaparición total de las emanaciones naturales para encender alguna luz. En mi caso, situación que descubro en los lapsos de mi propio confinamiento, suelo antecederme a ese suceso y antes de que la nada irrumpa voy encendiendo maniáticamente las luces.
Parece que ahora siento un ligero vértigo ante las penumbras. Tal vez nunca me gustaron, pero me hubiera sido imposible saberlo en ese tránsito vital de casi veinticinco años clavada en oficinas a toda marcha, en rutas irremediablemente posteriores a la contemplación sublime y admirable de la caída de la tarde.
II
Con Tiempos de espera intuí, levemente, que el Instagram era la estrategia más sencilla y accesible. Me imaginé el carrusel de diez tomas, andando como un proyector de diapositivas. Rápido: un, dos, tres… ya. Las palabras de los artistas, las selecciones. Pero José Luis García, ese amable creador, compañero de ruta y maestro secuencial de los algoritmos, me redimensionó el esquema. Hablamos mucho, me explicó cómo era, qué significaban los momentos de la publicación, las formas particulares en las que se aprecia una imagen en esos tabiques impalpables, las trayectorias, los sonidos, las frases… Imaginamos colores y volúmenes, los soñamos en esa área intangible, cerramos y abrimos las deliberaciones, definimos las estrategias.
Si algo he adorado en todos los procesos curatoriales que he desarrollado durante estos años, ha sido con precisión la posibilidad de adaptarse al espacio museográfico. Para mí las paredes hablan, las esquinas dialogan, las luces, las entradas, las salidas, los tomacorrientes, los cables, los bombillos… todo tiene un peso esencial que hay que poner a dialogar. Es necesario que todo se integre para que esa zona sea reveladora, para que el lugar de la ficción diga lo que tiene que decir. Yo concibo la curaduría y el montaje de una muestra como una gran ambientación. Es una dramaturgia de la imagen, una puesta en escena.
III
En el caso de Tiempos de espera lo que José Luis me proponía y lo que Gabriela Benaim aprobaba era adaptarnos a ese espacio simultáneo, efímero, secuencial. Un lugar de apariciones y desapariciones, un ritmo engranado con ese entorno virtual al que nos estábamos aferrando. Abracé la idea con plenitud y el proyecto arrancó, con la máquina encendiéndose una y otra vez, en simultáneo, al ritmo de las mareas. Al principio era un solo artista y todo marchaba con cierta normalidad. Luego apareció otro. Más adelante vendría un texto, sus palabras, el fragmento de otro, la posibilidad de las mías. En ocasiones alguien destacaba alguna imagen, no la de ahora sino una anterior; las historias en movimiento de Instagram crearon nuevas ondas de encuentro, surcos vibrantes: germinan las etiquetas, los comentarios, las apariciones, los vacíos. Es el furor de una corriente alterna.
IV
Una tarde, luego de una actividad, me encontré sentada con un café en la mano en el balcón de mi casa. Afuera, flotaba un Ávila verde y frondoso, visitado por la pantalla grisácea de un horizonte de nubes repletas de lluvia. En los pandeos de las colinas era atravesado por intermitentes esferas de luz que coloreaban algunas zonas concéntricas de su estructura. Abrí el Instagram y me dije a mí misma con gusto y placer: vamos a ver cómo va la exposición. Al pronunciar estas palabras me detuve con sobresalto… ¿Qué es lo que estoy diciendo? ¿Dónde está esta muestra? ¿Dónde las voces, la culminación, el recorrido? Entonces regresé a la pantalla invadida por el vértigo de la penumbra y comencé con desafuero a fijar las historias, quería tenerlas en alguna parte. Entraba, salía, intentaba, subía, bajaba… Al pasar los días comprendí que era inútil. Otras ondas construían ese no lugar que sin embargo sigue siendo un lugar. No había nada más por hacer. Solo seguir alimentando la máquina, ponerla a andar, para que ella misma en su fantástica periodicidad haga surgir la potencia de la imagen.
V
Varios días continué pensando en este extraño e inédito modelo curatorial que estaba surgiendo: simultáneo, impredecible, sugestivo. Frente al ensamblaje vino a mi memoria ese texto que me ha acompañado durante tantos años: La invención de Morel de Adolfo Bioy Caseres. En ese libro del año 1971, un preso político huye de Venezuela, víctima de una cruel dictadura. En las ruinas trastocadas de una inconcebible isla descubre una máquina reproductora de imágenes con la cual Morel —residente transitorio del lugar y creador del invento— logró detener la vida y el amor por una mujer. Aunque toda la arquitectura del entorno está destruida y el territorio es salvajemente irregular, la máquina funciona como una entidad autónoma que se moviliza gracias a la fuerza de las mareas. En cada emisión surge la posibilidad viva del recuerdo para multiplicar, más allá del abandono de ese mundo deshabitado, imágenes y momentos secuenciales de una vida otra que absorbe los pasos del expatriado, quien también sucumbe ante el desdoblamiento: el desvanecimiento de su cuerpo mientras se reproduce a través de la imagen.
VI
Mientras pensaba en Tiempos de espera recordé un momento crucial de la novela de Bioy Casares, el autor destaca que cuando intelectos menos bastos que el de Morel se ocupen de aquel invento, el hombre elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más quiera y perdurará en un íntimo paraíso. No obstante si esas escenas a perdurar se toman en distintos momentos, el resultado será que ese mismo jardín alojará innumerables paraísos, cuyas sociedades, ignorándose entre sí, funcionarán simultáneamente, sin colisiones, casi por los mismos lugares. Pero serán, por desgracia, paraísos vulnerables, porque las imágenes no podrán ver a los hombres, y los hombres necesitarán algún día la tierra del más exiguo paraíso y destruirán a sus ocupantes o los recluirán en la posibilidad inútil de máquinas desconectadas.
¿Es esto un reflejo de lo que está sucediendo en este convulso tiempo que nos ha tocado transitar? ¿En qué lugar de este texto está reflejada esta exposición, y a dónde irán a parar los derroteros de las imágenes que la componen?
VII
¿Somos también esos paraísos vulnerables de los que habla Bioy Casares? Algunas frases del libro brotan repentinamente y todo comienza a parecerme tan similar. Las dos lunas y los dos soles, el museo, la isla, la dictadura, los sótanos, el hambre, la enfermedad misteriosa, la pandemia, la patria extraviada, la eternidad rotativa.
Pero en esencia la analogía que cobra más fuerza es esa imagen emanando por entre las mudables distribuciones del Instagram, al ritmo de las mareas, templada por la fuerza sinuosa de las corrientes.
Mientras observo las propuestas de los artistas y frente a la erosión de todas las estructuras que en medio de esta pandemia atravesamos, el proceso me anega y naufrago en una contingencia de los sentidos. El espacio remite a la puesta en marcha de la ficción, pero no como una proyección simple de las sombras del pasado, sino como el motor capaz de hacernos sobrevivir en medio de la debacle.
Como en aquel artefacto el cuerpo entra y sale, asoma la imagen, estamos y desaparecemos. Es un acontecimiento. Sí, quizás somos paraísos vulnerables. Escapamos a la enfermedad, la desolación y la muerte en este mundo sin armazón, sin puntales ni vigas que nos ha tocado vivir. Los motores del torrente encienden la maquinaria, el artificio interactúa en múltiples esferas conectadas y apacibles, reconfiguradas, azarosas y etéreas. Es el engranaje transitorio de un caudal, de una huella tan presente como discontinua: la mía, la de los artistas, las de los usuarios.
VIII
Mientras veo las imágenes de los creadores, sus palabras, el montaje, las interacciones y los comentarios, no dejo de pensar que en la obra deberían germinar los destellos de una descarga única: traslaciones tangibles y figuradas de un intercambio que a través de las distintas artesanías de la materia y gracias a la técnica, se harán visibles en el formato. Es para mí el destino único y especial de una imagen, estructura donde resonarán por siempre las respiraciones infinitas de la metáfora. ¿Podremos encontrar este ansiado paraje? ¿Nos toparemos con esa estructura de acción y resistencia, de particularidad y sentido múltiple, de unidad y polisemia?
La verdad no lo sé, nunca podremos saberlo. Con seguridad la obra se levantará y también caerá, en tiempos tan diversos como similares. Mientras tanto el artificio de Morel continuará reescribiendo los reflejos de nuestras vidas mediante la historia imperecedera de viejas e inéditas imágenes, de sombras antiguas y desconocidas, de indescifrables iconografías que navegarán por siempre en el vaivén infinito de las mareas.
IX
Poco a poco, también me he entregado al curso de esta incertidumbre. Como el fugitivo de La invención de Morel, subo cada tarde desde los bajos hacia las rocas para esperar en silencio la aparición de Faustine. Miro la pantalla y observo detenidamente, por entre los resquicios de un silencio compartido, voy palpando cómo va el transcurso de la muestra. Ya no la interpelo ni intento atraparla. Sólo la observo en su rutina particular, en su ritmo indescifrable.
A mi anterior ansiedad por fijarla, por controlar su principio y su final, ha surgido el vigor sereno de encontrarme con mi propio desdoblamiento en cada secuencia. Allí estoy y no. Antes me paralizaba el vértigo; ahora me sorprendo alguna que otra mañana al desear que esta presencia simultánea nunca se detenga. En todo caso, si alguna vez se diluye el artilugio y la máquina se apaga, sé que la penumbra ya no será para mí, la obsesiva y determinante escena de una inquietud.
¿X?
Tal vez las cosas serían distintas, se vieran de otra forma, se percibieran más lejanas, si no hubieran desaparecido. Tal vez el olvido sea tan solo una dulce y excelsa trampa de la memoria.
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“¿No debe llamarse vida lo que puede estar latente en un disco, lo que se revela si funciona la máquina del fonógrafo, si yo muevo una llave? ¿Insistiré en que todas las vidas, como los mandarines chinos, dependen de botones que seres desconocidos pueden apretar? Y ustedes mismos, cuántas veces habrán interrogado el destino de los hombres, habrán movido las viejas preguntas: ¿A dónde vamos? ¿En dónde yacemos, como en un disco de músicas inauditas, hasta que Dios nos manda a nacer? ¿No perciben un paralelismo entre los destinos de los hombres y de las imágenes?”
Adolfo Bioy Casares
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