Por ALFREDO CORONIL HARTMANN
Empeñado como estoy, en leer y releer todo lo que encuentro sobre la Historia de Roma, me tropecé en mi biblioteca con una vieja obra del doctor Gregorio Marañón, titulada Tiberio: historia de un resentimiento, en la cual el insigne médico y ensayista histórico español hace un estudio profundo de la decisiva importancia del resentimiento como motor de la acción política y como causa explicativa de reacciones y actitudes de muchos personajes históricos.
Dejando a un lado algunas afirmaciones científicas hoy obsoletas —el libro es de los años treinta— que nos parecen, con razón, un tanto excéntricas, como la de vincular el hecho de ser zurdo con posibles inclinaciones homosexuales, etc. El enfoque en su globalidad mantiene vigencia.
Es indudable que la explicación de la acción de muchos hombres de Estado, de muchos líderes, de muchos jefes políticos, pura y simplemente de muchos individuos, se encuentra impregnada, enraizada, imbricada en el resentimiento, en frustraciones, complejos, revanchismos o reconcomios más o menos soterrados, que no llegan a aflorar en su plenitud, como es lógico, sino cuando alcanzan la cumbre del poder o la riqueza y no temen que el demostrar esos resabios pueda significar resistencias importantes a su ascensión, a su ambición personal.
El personaje que toma Marañón para su ensayo, el emperador Tiberio, el segundo de los césares, es por demás interesante. Conviven en él, dentro de esa personalidad complejísima, los más dispares elementos: un republicanismo auténtico —quizá idealizado— que deriva en despotismo, por desprecio de la condición humana de sus gobernados; particularmente patéticos resultan los intentos de Tiberio Claudio César Nerón por devolverle al viejo senado romano a aquellos otrora venerados Padres Conscriptos, la dignidad y las atribuciones de los tiempos de Cincinato.
Hijo de un republicano convencido, el lavado de cerebro al que lo sometió su madre Livia, casada en segundas nupcias con el emperador Octavio Augusto, no bastó para borrar la fascinación que sobre él ejercía el espejismo de una idílica Roma republicana, En muchas oportunidades Tiberio decidió renunciar a varias de las prerrogativas que le daba su posición imperial y acudió al senado para renunciar a ellas, solo para encontrarse que no creían en su sinceridad, que sospechaban que les estaba tendiendo una trampa y le ratificaban —aumentándolos, de ser posible— sus privilegios, por ello muchas veces se le oyó murmurar, enfurecido, después de constatar el servilismo, el coro monocorde de los miembros del Senado romano, farfullar entre dientes: “Raza miserable, destinada a la servidumbre”, y cosas por el estilo.
En el fondo, Tiberio fue un déspota, llevado al ejercicio autocrático y distante del poder, más que todo por la repugnancia que llegó a sentir por sus conciudadanos y particularmente por la clase política, por la clase senatorial de su tiempo.
Marañón va desmadejando toda la serie de pequeñas y grandes frustraciones, de pequeñas y grandes heridas, de afrentas más o menos graves que sufriera el joven y exitoso general y que fueron moldeando su carácter hasta convertirlo en un anciano rencoroso, despectivo, escéptico, pero que nunca abdicó de su lúcida inteligencia y de su profunda penetración de la condición humana.
Resulta particularmente dramático imaginar cómo designó a su sobrino Calígula para sucederle, a conciencia de que era un ser despreciable, un verdadero demente, pero que era, a su juicio, lo que se merecía aquel pueblo romano degradado hasta el último extremo.
La suprema ironía fueron sus relaciones ambivalentes con ese sobrino tortuoso; el perspicaz anciano penetró a fondo la personalidad de Calígula, por eso dijo: “Cayo vive para perderse y para perder al mundo entero”, también declaró un día “estoy criando una hidra para el pueblo romano, un Armagedón para el universo”.
Otro día le dijo directamente al sobrino: “Tú asesinarás a Tiberio Gemelus —su propio nieto— y otro te asesinará a ti”. Pero, a pesar de todo, no era excesiva su mortificación; había dicho, muchos siglos antes que Luis XV en el mismo estilo de apres moi le deluge, “después de mí, que el fuego haga desaparecer la Tierra”. Expresión que refleja su profundo desprecio del poder y de la vida, dicha a los setenta y ocho años, después de veintitrés de poder absoluto sobre los destinos del Imperio Romano, es decir, del mundo de su tiempo.
Siempre se dijeron de él cosas extremas. Paul Valery, el gran poeta francés, en sus Cuadernos, expresó: “Tiberio, que se convirtió en el trono en un hombre lleno de reflexión, cruel porque era un sabio”, y Axel Munthe, el médico sueco e inolvidable autor del Libro de San Michel, escribió: “Su vida en la isla fue la de un anciano solitario, dueño fatigado de un mundo ingrato, idealista, taciturno y amargo, con el corazón destrozado, un hipocondríaco, diríamos quizás hoy en día. Su magnífica inteligencia y su excepcional sentido del humor habían sobrevivido a su fe en la humanidad. Él desconfiaba de sus contemporáneos, él los despreciaba. Esto no es sorprendente ya que los hombres y las mujeres en quienes confió le traicionaron casi siempre todos”.
El drama humano de Tiberio y lo que representa como arquetipo histórico daría para un comentario más extenso del que hoy nos proponernos hacer, pero, en todo caso, resulta de particular interés recordar cómo en todos los tiempos históricos, desde que el hombre es hombre y desde que el poder existe, y desde que la sociedad humana se organizó, son el resentimiento, la frustración —diríamos hoy en día— los complejos, uno de los grandes motores y explicaciones de la historia y de la conducta de los hombres, de todos los hombres, solo que en los más comunes ejemplares, sus efectos se disuelven en la cotidianidad, en cambio en los poderosos nos afectan a todos.
Por ello sería sano, si fuese posible, conocer un estudio psicológico profundo de los personajes que llevamos al poder y de las oscuras substancias que se mueven en sus subconscientes, ya que por desgracia, una vez ungidos, lo que podría ser miseria interior se rebela y estalla en manifestaciones que abarcan en su amplitud y que dañan en su profundidad muchos importantes esfuerzos de la sociedad, de las organizaciones que en ella conviven y de los individuos más valiosos.
En una oportunidad, publiqué un artículo, de título aparentemente tremendista: “Examen médico para candidatos”.
Indudablemente, que la motivación periodística del momento podía referirse a ciertas realidades cronológicas de determinados aspirantes, que en definitiva terminan siendo más adjetivas que sustantivas, pero iba mucho más allá de un problema de almanaque. Ese examen médico debía estar complementado con un profundo estudio de la personalidad del individuo, que nos demostrara que tiene el razonable equilibrio, necesario para disponer del destino colectivo y no para ponerlo en peligro al servicio de sus más primitivos instintos y de sus más bajos afanes de desquite.
El planteamiento, lo sé, es utópico, pero qué deseable sería poder hacerlo realidad, cuánto dolor y cuantas tragedias colectivas podrían evitarse.