Papel Literario

Textos publicados con seudónimos: Edgar Hamilton y Juan E. Zaraza

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Grupo cero de teoréticos. G.O.T.

De Edgar Hamilton. Papel Literario de El Nacional, 04-07-1971

Grupo Cero de Teoréticos, con siglas más traducibles al cristiano que En HAA, no era grupo esotérico en cuanto a sus rituales y propósitos, pero si tenía aquel ambiente de tertulia propio de iniciados, de piaches todavía a nivel de aprendices. En ese sentido, pues, dijimos que era esotérico, por su ocultación nominal y por su sortilegio de círculo, y que ambos no son inventos nuestros lo demuestra que alguien del G.O.T ande desesperado en busca del tiempo y los papeles perdidos. Medio vivimos y medio morimos en aquella época y, como quien no quiere y a la vez quiere, atizábamos la memoria hace poco, en un bar de los que antes de desaparecer frecuentaba Rafael Oliveira, y ¿qué sacamos a la superficie? Un poema amoroso que Rojas Guardia leyó silbando eses, en abril de 1931. La conferencia de Carlos Eduardo Frías sobre cinema parlante cuando se atrevió a insultarlo para elogiar al cine mudo y, en buena hora, a Einstein, y acerca de la cual LAM (¿Luis Álvarez Marcano?) escribió una entusiasta nota días más tarde. Una lectura poética de Carlos Augusto León, de la que no hay grabación pero sí copia en un viejo baúl con remates de hojalata estrellada, y que coincidió con los ejercicios musicales de Ascanio Negretti, Luis Calcaño, Albeiro Roldán y Ríos Reyna, no por cierto los únicos, pues cuando Víctor Manuel Rivas fue invitado de G.O.T. las divas María Teresa Castillo, Eva Mondolfi y Pomponette Planchart interpretaron música popular, con acompañamiento del mismo Ascanio Negretti, de Inocente Palacios Cáspers –recién graduado con 20 puntos– y Moisés Moleiro.

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Sacco y Vanzetti en Venezuela

De Edgar Hamilton. Papel Literario de El Nacional, 12-09-1971

La publicación en El Nacional de una serie de reportajes acerca del proceso de Sacco y Vanzetti, nos trae a la memoria un tiránico recuerdo, radiación de descontento, fondo de malos días. Sacco y Vanzetti traspasaron nuestras fronteras, rigurosamente cerradas por el gomecismo, y fueron una forma velada de expresar el repudio. Todo aquí estaba envenenado, y más allá, en la metrópoli, enfermo por una bonanza que iba a dar de pronto en la crisis, algún poeta compuso una elegía a los anarquistas, mientras el órgano de la FEV –La Universidad–, según uno de sus redactores afirma, editorializó sobre el proceso. En Caricaturas consta otra protesta, en medio de notas jocosas. En el Stand Nacional, el 4 de septiembre, algunos jóvenes montaron un espectáculo beisbolero en donde los equipos se llamaban Sacco y Vanzetti, perteneciendo al primero G. Zuloaga, J. Corao, T. Báez, P. Maury, y al segundo C. López, C. Maal, V.M. Corao y A. Boulton. La prensa del exilio –Salvador de la Plaza, los Machado– dedicó extensos comentarios al proceso. Más tarde circuló en Venezuela Los mesianistas (traducción literal: Los dioses del relámpago), la terrible obra teatral de Maxwell Anderson en donde los dos revolucionarios están representados en las figuras de Capraro y MacKready. Poco se conoció 22 de agosto, la novela de Ash, pero en cambio, en la década de 1950, cuando Howard Fast estaba de moda entre los luchadores clandestinos y los estudiantes marxistas, todo el mundo hablaba de La pasión de Sacco y Vanzetti.

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Mientras pasan los días. Enemigos de la Biblioteca Nacional

De Juan E. Zaraza. El Nacional, 27-02-1970

La Biblioteca Nacional, es lamentable, también tiene enemigos, pues no todos los visitantes poseen la devoción de Aquiles Nazoa, Rosas Marcano, Manuel Alfredo Rodríguez, Rafael José Muñoz o Argenis Gómez; ni todos los que han pasado por allí como directores o altos empleados han sido lo suficientemente cuidadosos para impedir sustracciones, mutilaciones, garabateos y niñerías: ni todos los del personal constituyen un modelo de atención como Caracciolo Rivas, Jesús María Sánchez, Pacheco, o los de la Biblioteca Circulante; ni todas las reformas que han llevado a cabo, algunas vigentes, parecen las más recomendables.

Tiempos hubo, y no sé si han pasado, en que años y años de periódicos estaban amontonados en un cuarto, sin posibilidad de encuadernación por falta de presupuesto. Las adquisiciones brillaban por su ausencia al punto de que para conseguir un autor moderno había que llegarse hasta la librería más cercana. ¿Puede, todavía hoy, conseguirse en la BN a Pedro Páramo, El empleo del tiempo, Cambio de piel, La celosía, o Beckett, el último Malraux, Albee o Bellow? Ni siquiera los escritores jóvenes venezolanos se ocupan de enviar sus ejemplares por triplicado a la BN y no hay manera de hacer reproducir, como no sea en una máquina Xerox a 1,50 por página, materiales de importancia.

El destino de ciertos ejemplares y diarios es incierto. Una vez consulté El libro rojo, cuyo título no es ese, desde luego, y dos años más tarde, aunque figuraba en el fichero, no aparecía para su entrega. Un folleto que supongo interesante y cuya cota es V-22 C- 312 (León Valles. Compendio de guerrillas) no he podido lograrlo, pese al interés que reviste para los estudios históricos, sobre todo por su fecha de edición, a comienzos de siglo. El álbum de fotografías de Boulton sobre La Rotunda, debidamente consignado en la ficha, no ha dejado huellas. Y así sucesivamente, a menos que el azar me depare una sorpresa o un desmentido.

En cuanto al abastecimiento de materiales de escritores venezolanos que realizaron extensa labor narrativa o periodística en el exterior bajo las dictaduras de Gómez y Castro, ¿cómo conseguirlos si hasta la misma literatura clandestina o de destierro más reciente no está registrada? No las obras de Jacinto López, sino microfilms de su periódico en EE.UU., que seguramente reposará en bibliotecas de ese país, quisiera uno mirar, así como lo realizado por Zumeta o Dominici. ¿De qué medios valerse para tener acceso a “Vida obrera”, “Libertad”, “Acción cívica”, “La Chispa”, “El Martillo”, “Trabajo”, “Bandera Roja”, si la literatura política de la década 1960-70 es casi ilocalizable en la BN, por falta de cuidado de sus autores y de la acción de un grupo de investigadores que rastree aquello que va a ser realmente historia?

No, no solo amigos tiene la Biblioteca. Enemigos, muchos: los que niegan presupuesto, los que imponen limitaciones, los que introducen reformas apresuradas. Lo digo yo, que debo leer mi viejo periódico de los ochenta, acodado en la incomunidad, con un muchacho al lado, inquieto él por las aventuras del suplemento, y con estudiantes de bachillerato al frente, que bien podían consultar su Baldor o su Siso Martínez en una biblioteca del liceo.

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El miedo de Andrés Barazarte

De Juan E. Zaraza. El Nacional, 22-03-1969

Andrés Barazarte, protagonista de País portátil de Adriano González León, pertenece a la estirpe de Henry Fleming y Francis Macomber. En Barazarte, que como el sol cruza la ciudad de Este a Oeste para levantarse sobre el miedo y erigir voluntariamente su destino a través de un acto de valor, el combate interior, la superación de la duda, la lucha para retener la orina y demostrarse a sí mismo que tiene tabaco en la vejiga como Epifanio, José Eladio o Víctor Rafael, sus lejanos ascendientes, constituyen la prueba contra el miedo orgánico, contra la estructura de la cobardía, y son las estaciones de un calvario y el descenso a los infiernos, ahora, en él, dentro de Andrés Barazarte, en la Caracas de 1964, desplegados entre frenazos, recuerdos, olores, sudor, aceite, personas. El viaje de Andrés, viaje en autobús, en carrito por puesto, en taxi, a pie, desde el Este, a la altura del edificio Galipán, hasta Los Magallanes, ese barrio de clase media depauperada, de porteros y selladores del 5 y 6, de proletarios, es un viaje simbólico. Dentro de la violencia de País portátil, sin propósito alguno de simbolizar, este itinerario del miedo en un joven que adquirió tempranamente compromisos y solidaridad con sus amigos en una casa de pensión, en un liceo, en una célula, representa un viaje del miedo hacia el valor, de la potencialidad dudosa, inhibitoria y urinaria hacia el acto sólido, despojado de resortes y rápidamente concertado en el momento decisivo con un apretón de vejiga y de gatillo.

El Fleming de La insignia roja del valor y el Macomber de Hemingway, como Andrés, acontecen dentro de una operación de miedo, siendo el organismo mismo un aparato de temblor, sonoramente angustioso en cada uno de sus nervios, vibrátil ante cualquier desafío o señal externa. Fleming huye en el primer combate pero también dispara, y una y otra vez va tropezando con advertencias en el camino, con recriminaciones en el espíritu, que lo hacen edificarse o desplomarse: la mirada neutra, opaca y acusadora de un soldado muerto, el fusil que cae al suelo en el instante de la fuga, los errores cometidos a plena conciencia aunque no fuesen visibles ante los compañeros de regimiento, hasta que por fin llega el acto de disparar y matar en una guerra decretada por otros, y de embanderarse en el coraje. Macomber, por su parte, viaja, no con un pelotón de soldados como Fleming, sino en un safari, y esa excursión salvaje o esa incursión de prueba terminarán por redimirlo de aquel miedo que lo ponía enfermo. Para llegar al acto supremo de apuntar al hocico del búfalo y disparar y pegar a los cuernos que saltaban como techos de pizarra, Macomber necesitó del empuje orgánico, de la misma concentración de honor y voluntad, que Andrés para quitar el seguro y presionar el disparador de la metralleta, apuntada contra sus captores, en la línea final de País portátil, en el gesto antimiedo, antipotencia, actualizante, que cierra su vida novelesca.

El miedo de Fleming no obedece a una genealogía y en Macomber mucho menos, o si obedece en alguno de los dos casos, ni Crane ni Hemingway nos la explican. Cuando Fleming se incorpora al ejército, es verdad que el discurso de la madre y aquella última mirada pudieran denunciar en él un escondido tesoro de temblores. Pero nada más. Y en cuanto a Macomber, solo aparece allí, en el campamento, y de sus terrores ante los rugidos del león sabemos en el justo instante. Y nada más. En cambio, Barazarte se proyecta en la Caracas de 1964 a través de una larguísima genealogía faulkneriana de la que se entresacan caudillos, hombres de avería, florentinos-quitapesares trujillanos, desertores. ¿Desertores de qué? Desertores del valor, del coraje, como Nicolasito, el padre de Andrés, rama del árbol genealógico donde se quiebra el valor y empieza a anidar el miedo. De modo que en Andrés, el terror que afloja la vejiga y moja, no proviene solo de la infancia, sino de una ruptura genealógica. Como en Sangre patricia, donde Tulio Arcos es punta de raza, Nicolasito es el coletazo de una genealogía que pasa hereditariamente a la conciencia de Andrés, y este la recoge, abulta y convierte en sedición.

Andrés se salva noblemente, con más nivel y sentido humanos que Fleming y Macomber, porque Andrés no está en medio de los disparos solamente ni en la precaria compañía de un campamento. Lo salva una generación, lo salva una violencia, lo salva una empresa de solidaridad. Esa generación y esa violencia y esa solidaridad merecen, pues, otra nota nuestra.