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El telón no ha caído

A propósito de la obra teatral “Ningún hombre es una isla” de José Tomás Angola

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Toda obra está destinada a un público. Desde luego tal frase es heredera de diversas aproximaciones… Los creadores, en general, no intentan copiar la realidad sino ofrecer una interpretación sobre ella, de allí que toda obra nazca de lo particular, de esa apuesta personal del autor. Sin embargo, no es raro que una pieza artística, incubada desde lo particular, termine siendo universal e, incluso, acabe convirtiéndose en la base estética de su época, como ocurre con El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes, novela que retrata las tradiciones y costumbres de la España de su tiempo y que, admirablemente, resume los ideales y los vicios de la condición humana en las acciones de dos personajes de ficción; Alonso Quijano y Sancho Panza. Dicho esto, debemos aceptar que el espectador completa la propuesta del autor y que el fenómeno artístico no puede solo ser enfocado desde el punto de vista de su mentor.

Tuve la fortuna de asistir al estreno de la pieza teatral Ningún hombre es una isla, escrita y dirigida por José Tomás Angola. Como novelista, no me eran desconocidas las obras de Ernest Hemingway, en particular: Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar, publicada por vez primera en 1952 y llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones, una de cuyas adaptaciones (la de 1958) fue protagonizada por Spencer Tracy. El título de la pieza de Angola brindaba una referencia clara a la estadía de Hemingway en Cuba pero, lo que es más importante, ofrecía al espectador una primera reflexión sobre una característica fundamental de todo escritor, la capacidad de comunicar su personal visión del mundo a través de sus soñadas invenciones. Más que islas los hombres son ciudades, como bien lo intuyera Oswaldo Trejo en aquella formidable novela editada en 1962.

Tras apagarse las luces en la sala de conciertos de la Asociación Humboldt, nos transportamos al año 1959, concretamente a la Finca Vigía, propiedad de Ernest Hemingway en Cuba. Bajo la amenaza de la tormenta tropical Grace, el Premio Nobel de Literatura y su esposa Mary inician las acciones, justo en un ambiente donde no están ausentes una vieja máquina de escribir, un bar con buen aprovisionamiento de Scotch, y una ventana que nos conecta con los incidentes del mundo exterior. Los eventos naturales parecen sucederse en paralelo a las tempestades que gravitan alrededor de la mente del propio Hemingway, alcoholizado y atormentado por recuerdos de su infancia. A manera de una broma sutil del destino, la borrasca que azota la isla posee el mismo nombre de su madre, Grace, que, con ritmo de percusión, se transforma en un verdadero referente, acaso un “toque de campana” para Ernest (José Tomás Angola). La angustia de la página en blanco o, peor aún, la tragedia de un escritor que tras recibir el aplauso universal se queda literalmente sin ideas, condenado a borronear cuartillas que alimentan el cesto de la basura, toca de manera cercana a los espectadores lanzados ya a los límites entre lo real y lo fantástico. Aparecen personajes en escena de Por quién doblan las campanas, novela ambientada en España durante la Guerra Civil. En concreto, Robert Jordan (José Manuel Vieira), luchador del bando republicano, encargado de traspasar las líneas enemigas y destruir un puente para evitar la contraofensiva del bando nacional, nos vincula con lo inevitable, con la muerte ajena y también la propia, dado que todo hombre es parte fundamental de la humanidad. Ese viaje del alma al Más Allá ha sido explorado por muchos artistas desde épocas remotas. Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco, lo plasma en su cuadro El entierro del Conde de Orgaz (iglesia de San Tomé, Toledo), como una turbulencia que rodea a un ángel sosteniendo un feto previo al alumbramiento a la luz eterna en la que moran los santos. Aquí, es un puente el que enlaza al mundo de los vivos con los dominios de la “Dama de Negro”, frontera entre lo concreto y lo espectral.

Hemingway, quien fuera cazador, sostiene un rifle en actitud de disparar, pero ya no puede atinarle al conejo de su niñez pues, hay que aceptarlo, él se ha transformado en su propia presa, trofeo digno de colgarse para admiración de todos en las paredes de su Finca Vigía. Un parlamento resulta esclarecedor: “Ese es el problema. Me estoy matando. Y no he podido lograrlo. Por Dios que lo he intentado, de todas las formas posibles… De todas las maneras imaginables. Pero soy endemoniadamente inmortal”. Pero, si estas líneas son reveladoras, la conclusión de Mary Hemingway (Andrea Miartus) lo es más: “¡Lo único que te pido es que si te vas a meter un tiro en la cabeza lo hagas en otro lado! ¡Me encanta esa alfombra… No quisiera que la mancharas!”. Si hay algo que he de reconocer a las grandes obras de la literatura, estén destinadas, o no, a ser representadas, es esa capacidad de mover al espectador, de “emocionarlo” desde el punto de vista artístico. Tras un momento de indudable tensión dramática, el auditorio se relaja y ríe ante la levedad de unas líneas que, sin dejar de ser reales, aunque pronunciadas sobre una fiera úrsida disecada, permiten que la obra respire y se encamine hacia su desenlace.

El reconocimiento que han disfrutado muchos artistas en vida suele presentar varias aristas. La atención que el público dispensa a ciertos productos del ingenio humano puede adquirir las características de un verdadero monstruo capaz de devorar en el camino a su propio creador. Así, laureados autores han sido víctimas de su éxito… En el plano de la ficción tenemos al doctor Víctor Frankenstein y la criatura compuesta a partir de partes diseccionadas de cadáveres, mientras que en el terreno de lo real encontramos a Jackson Pollock repitiéndose, una y otra vez, “¿qué más quieren de mí? Ya lo he dado todo”. En la pieza de Angola, percibimos a un Hemingway despojado de su aureola dorada, ajeno a ese altar reservado a los máximos exponentes de la literatura universal, calzando los zapatos de un ser humano con sus naturales luces y sombras que, llegado el momento, se pregunta si es posible parir algo nuevo sin repetirse. Eso se logra gracias a un trabajo actoral digno de reseñarse, unido a una puesta en escena que emplea recursos técnicos poco vistos en los montajes que estamos acostumbrados a ver en la cartelera teatral local. Hablo de video mapping, proyección estereoscópica y el uso de escenografía virtual. El público asistente a Ningún hombre es una isla se conecta, pues, con la atmósfera que rodea a un escritor y un tiempo determinados, alejándose, por consiguiente, de una mera recreación de los cincuenta, obtenida a partir de la simple reunión de algunos objetos e imágenes que pudiesen forzar la memoria hasta las últimas consecuencias. Creemos que el telón no ha descendido para esta obra de José Tomás Angola, tal cosa ocurrirá cuando se diga de ella la última palabra y, a nuestro entender, mucho queda aún por escribirse de la que consideramos, desde ya, una referencia del teatro moderno venezolano.

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