Apóyanos

Tadeo Mim, Felipe Mandi, Héctor Clau y Adriano Berzo

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Por JOEL BRACHO GHERSI

Tadeo Mim

Los árboles al trasluz son laberintos, piensa Tadeo Mim. El sol deja entrever pasajes ocultos, bifurcaciones. Y a Tadeo Mim le gustan las bifurcaciones.

Imagina la vida como una serie de decisiones binarias: si o no, con o sin, derecha o izquierda. Cada decisión es un movimiento, un trazo en el plano del laberinto. Pero para Tadeo Mim los laberintos no tienen salida, o la salida no tiene importancia. Importa sólo la bifurcación en sí misma, lo que se pierde y lo que se encuentra después de la esquina.

Tadeo Mim escoge siempre la esquina desconocida, el camino nuevo. Sin creerse aventurero o despreocupado. Tadeo Mim es más bien un catador, un convencido de la degustación de escenarios.

Por eso anda con calma, respira, observa. Le gusta encontrarse en lugares extraños, en situaciones que le son ajenas. Es muy feliz cuando le hacen invitaciones por compromiso, sin esperar su presencia. En esos casos acude sin falta. Le emociona la cara que ponen al abrir la puerta y encontrarlo al otro lado. Y sobre todo le agrada saberse él mismo fuera de lugar, desconocedor de los códigos y confundido ante los chistes compartidos.

Sólo en los otros se aprende, piensa Tadeo Mim, mejor las ventanas que los espejos.

Le encantan los desconocidos impertinentes: vendedores, mendigos, proselitistas religiosos, taxistas locuaces y contadores de tragedias íntimas. Tadeo Mim los escucha, pregunta, repregunta, se queda con ellos y a veces los sigue. Qué emoción conocer esas vidas, tan distintas. Qué alegría compartirlas al menos por un rato.

Pero no tiene muchos amigos, es lo malo. En cuanto comparten un par de cosas y comienzan a coincidir en gustos y opiniones, le aburren irremediablemente.

Así que dobla en la siguiente intersección y los deja atrás. Los laberintos deben recorrerse en solitario.

Felipe Mandi

El cuerpo se alinea en vertical. Los codos apuntan a lo alto. Las manos giran con gracia en un movimiento exacto. Los músculos se tensan y la figura toda se hace más estilizada, más fresca. Hay algo luminoso en el gesto de una mujer que se amarra el cabello, piensa Felipe Mandi.

A Felipe Mandi le gusta ver a la gente pasar. Le gusta contemplar su vaivén, esa manera de compartir espacios sin tocarse, esa danza de los desconocidos. Cada uno por su cuenta pero todos participan de la misma ceremonia, con pasos aprendidos y momentos para cada cosa.

Y en medio del gentío, Felipe Mandi persigue instantes memorables: las amigas que ríen a la vez y bajan las cabezas al unísono; el que arquea las cejas y acelera el paso como recordando un asunto pendiente; la muchacha que de pronto se adelanta al grupo y se voltea para decir algo; la mujer que ahora mismo y frente a él, dándole la espalda se amarra el cabello.

Habituado a mirar, Felipe Mandi se enamora de lejos. De las mujeres ha amado un movimiento, una manera de girar o de posarse. No siempre las ha amado a ellas, es la verdad. Y relaciones así no duran mucho. Pero la imagen, la imagen perfecta de cadencia elegante, esa es para siempre.

Muchos desconfían de Felipe Mandi. Habla poco, sonríe solo, mira fijamente: es un tipo raro. Aunque encantador, también hay que decirlo. Te ve como si hicieras algo muy importante, te presta una atención que nunca te habían dado. Quizá por eso suspiran por él. Quizá por eso la larga lista de mujeres que buscan quien las mire como mira Felipe.

Héctor Clau

Aun en los días más calurosos de la temporada seca, a Héctor Clau le gusta tomar chocolate caliente a mitad de la tarde. Aprendió la costumbre de su abuelo, venido de tierras frías. Y para Héctor Clau es muy importante respetar las costumbres. Porque sólo en la continuidad de la costumbre, piensa, tenemos certeza de ser quienes somos y venir de donde venimos. Sólo la repetición nos confirma.

La vida según Héctor Clau se compone de una exacta sucesión de pasos cuidadosamente realizados, memorizados y vueltos a realizar. Una y otra vez. Una y otra vez. Y en cada vuelta, se siente feliz de ver todo en su sitio. La escena encaja en el molde y lo contenta.

Por supuesto, la rutina es su bien más preciado. Despertar a la misma hora, vestir del mismo modo, tomar la misma ruta, saludar con las mismas palabras. Su constancia es su orgullo: disfruta hablar de las cosas que ha hecho desde niño, del lugar al que va cada año, de su invariable receta para preparar el chocolate. Héctor, el confiable; Héctor, el que siempre regresa; Héctor, el de los planes cumplidos.

Como su abuelo, Héctor Clau es rigurosamente ateo. No creas en ningún dios, le ordenó. Y él, respetuoso de las órdenes, no creyó nunca. Pero no le hace falta. Los dioses sirven para disipar dudas y Héctor Clau no duda nunca. Ha ido resolviendo las cosas. Para un problema una solución; encontrada la solución, puede usarse de nuevo. Y tanto mejor si uno evita meterse en problemas.

Aunque a veces siente algo de envidia por los creyentes. Por sus ritos, rigurosos y acompasados. Por sus procesiones anuales. Por sus rezos todas las noches. Pero la envidia es un sentimiento peligroso: puede llevarlo a uno a querer actuar impulsivamente. Así que es mejor tomar previsiones.

Por esa razón, un domingo al mes y en celoso secreto, Héctor Clau toma el carro, sale temprano y maneja ciento setenta y cinco kilómetros hasta donde no lo conoce nadie. Y allí va a la misa. A hacer como si rezara a un dios en el que no cree, a arrodillarse cuando es debido y salir cuando el cura al final lo autoriza.

En paz.

Adriano Berzo

A Adriano Berzo le gustan los instrumentos musicales. Los colecciona, aunque no es capaz de tocar ninguno. Pero sabe, eso sí, afinarlos todos: cada semana, los saca uno a uno de sus fundas, los limpia, los afina, y hace sonar algunas notas o un par de acordes. Luego los guarda, hasta la próxima vez.

Adriano Berzo ama la música desde que era niño y los instrumentos le parecen cercanos a la magia. Artefactos increíbles e ingeniosos que guardan la potencia de una melodía o de un concierto. Pero él tiene manos torpes y no logra tocar ni la pieza más simple.

Entonces escucha a otros, grandes ejecutantes. Se emociona al verlos en escena y sentir cómo la música llena el espacio. Porque es eso lo que hace la música: llenarlo todo, abrazar a quien escucha. En medio de la sala, Adriano Berzo siente que el sonido lo sujeta. Con música nadie está solo.

Así que vive musicalmente. Tararea, silba, canta canciones mientras maneja, mientras lava la ropa, mientras camina por la calle hacia el café de siempre. Qué tipo tan alegre es Adriano Berzo. Todos sonríen si lo ven venir, los niños lo llaman el señor que canta, la gente le regala discos y le habla de canciones.

Pero en el fondo, Adriano Berzo resiente sus carencias. Sus dedos lentos y un poco gordos. La distancia infinita entre las notas que piensa y los ruidos que hace. Le parece cruel no poder tocar nada.

Es por eso que a veces, cumplida su rutina de afinación y limpieza, toma algún instrumento e imagina que toca. Que toca como nadie, en larguísimas veladas rodeado de gente. Con los ojos cerrados y arrullado por la música que no ha tocado nunca, poco a poco y en silencio va quedándose dormido.

En las noches más felices, Adriano sueña que sigue tocando.


*Tipo raros. Joel Bracho Ghersi. Foro/Taller Sagitario Ediciones. Panamá, 2017.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional