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Sylvia Plath: vida con demonio interior

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Por NELSON RIVERA

Precocísima Plath

Otto Plath, nacido en Alemania, fue un reputado biólogo, entomólogo, lingüista y profesor universitario. El día que obtuvo el divorcio de su primer matrimonio se casó con Aurelia Schober Plath (1906-1994), profesora de lengua, primera generación de emigrantes que habían llegado a Estados Unidos desde Austria. Hija de estos dos padres sólidamente formados, la primogénita Sylvia nació el 27 de octubre de 1932 en Boston. Dos años y medio después, en abril de 1935, llegaría Warren, su único hermano.

Aurelia, que se había graduado con honores, es devota de la gran narrativa en inglés: Melville, James, Tackeray, Dickens, Austen. Sueña con ser escritora. Lleva un diario, donde consigna el crecimiento de Sylvia. A los 8 meses dice su primera palabra. Dueña de una memoria prodigiosa, es una brillante escolar. Gana premios una y otra vez. Con el tiempo, recibir reconocimientos se convertirá en una necesidad.

La pequeña ve poco a su padre, pero tienen un vínculo cargado de  resonancias: se dirige a ella como si fuese una colega. Le habla de los hábitos de los abejorros, materia de la que es un famoso experto. Aurelia, por su parte, deja una profunda huella en su hijos: leen juntos a diario. A los cinco años Sylvia lee y escribe. Sin percatarse, aprende las formas de la métrica. “Con tan solo siete u ocho años ya comprendía las técnicas básicas de la rima y los versos yámbicos”. En sus poemas aparecen las frases redondas, pausas en su lugar, preciso uso de la lengua. Algún estudioso ha encontrado ecos de Yeats, que la madre le había leído, en sus primeros poemas. No solo escribe: corrige. En un cuaderno de 1940, pueden leerse hasta tres borradores que la niña de 8 años va perfeccionando hasta alcanzar su propia aprobación.

El mundo se resquebraja

El 5 de noviembre de 1940 fallece Otto Plath. Sylvia acaba de cumplir 8 años. Cuando la enfermedad de su padre arrecia, la envían a vivir con sus abuelos, a metros de la playa. Frente al Atlántico se forja el vínculo irrompible de Sylvia con el mar.

Las consecuencias de esa muerte son tectónicas: el miedo, como plataforma sobre la que transcurre la existencia, se instala en la psique de Sylvia: conciencia de la fragilidad, comprensión de que ahora viven en las proximidades de la pobreza. Aurelia regresa al mundo laboral, con una voluntad que no cedería nunca. No se quejan. El tiempo mostrará las eficacias con que Aurelia Plath encaró la conducción familiar.

La precoz tiene 8 años cuando se inicia en la práctica que no abandonará nunca: enviar sus manuscritos a diarios y revistas. En agosto de 1941, próxima a cumplir 9 años, el diario Boston Herald incluye en su sección de cultura el que sería su primer poema publicado. Los temas de sus poemas están por encima de su edad. La pequeña Sylvia mira lejos, al horizonte.

En su psique se encuentran corrientes de varia dirección: su individualismo adquiere sólidas formas, al tiempo que la dependencia de su madre se estrecha en todos los planos. Ante la omnipresente Aurelia, Sylvia siembra la visión, que crecería más adelante, de una madre entrometida y asfixiante. Aurelia no lo sabe, pero en los años finales de Sylvia —y así lo plasmará en la novela de tintes autobiográficos La campana de cristal— será dibujada como la madre-demonio, agobiadora mujer que, fundada en su deseo de hacer de Sylvia “una buena estadounidense”, la educó bajo formas y rigores que le pesaban y de los que no lograba liberarse.

La vida sin Otto Plath

Leen poesía y cuentos de hadas, van al teatro y al cine (Sylvia entra en la sala abrazada a sus muñecas). Es obediente, aplicada. Los premios de la escuela llegan con inusitada frecuencia. Más o menos a los 10 años, unas primeras ráfagas de rebeldía asoman en sus poemas. Muy temprano se pregunta por la tensión entre disciplina académica y creatividad. Tiene amigas. Es expansiva, voraz, sofisticada, adicta al éxito. Gana concursos que le reportan algún dinero.

Detesta perder el tiempo. En marzo de 1944, con 12 años, publica su primer relato. A los 14 años asiste a su primer baile. Cuenta sus medallas: bailó con siete chicos. Pronto aparece su curiosidad por las musas masculinas: Adán, Hércules, Hermes. Entre 1943 y 1948 es girl scout. Se interesa por la historia y los versos de Sarah Teasdale (1844-1933), poeta suicida. A los trece años aparecen los primeros trazos de la depresión, y también los signos de madurez en su poesía.

15, 16, 17 años. Las claves de su carácter se expanden e intensifican. Lleva consigo el peso de su inteligencia. Se expresa con lengua elegante y precisa. En Sylvia se desarrolla una capacidad para la respuesta brillante, velocísima y fulminante, muchas veces seca, muchas veces irónica, que abruma a quienes la rodean.

Cometa rojo, la biografía de Heather Clark, registra la impresionante cantidad y diversidad de sus lecturas. Escribe, uno tras otro, ensayos para su escuela. Sylvia es un inmenso receptáculo de todo cuanto se ofrece ante ella. Entre los premios que gana, hay uno nacional. A veces se impacienta con sus amigas. Juega básquet, tenis, disfruta de paseos al aire libre. Toma clases de pintura, disciplina en la que muestra especiales talentos.

Trabaja: cuida niños, hace tareas de limpieza en su escuela. Los días en los que se enferma —episodios de fatiga— se atrinchera a leer. Su imaginación —lo reflejan sus poemas, relatos y las páginas de su diario— se interna hacia formas del apocalipsis, la violencia y la destrucción, la idea de la prisión/el prisionero, el Holocausto, la brutalidad de la guerra. En su escritura, pequeños asuntos de la cotidianidad adquieren la categoría de dramas. Algo en ella estaba atraído por lo apocalíptico.

Cuando se gradúa en la primera secundaria, julio de 1947, “gana el codiciado premio de Wellesley”. Recibe reconocimientos inéditos hasta entonces. Flirtea. En su agenda anota su desempeño: ha salido con 21 chicos en unas pocas semanas. No quiere aparecer ni fácil ni remilgada. Cuida su virginidad. Su madre la acerca a Nietzsche. Su ejemplar, que la sobrevivió, está profusamente anotado, de la primera a la última página. “Últimamente he adquirido la incómoda costumbre de cuestionar las verdades en las que se ha basado mi vida, como la religión, la naturaleza humana, y otras leyes”.

Un profesor, medular en su formación intelectual, Wilbury Crockett, la guía por los caminos del teatro y la filosofía griegos, los narradores rusos del XIX, la literatura en inglés de varios siglos —de Shakespeare, vía Yeats, a Frost y Auden— y un universo de autores cada vez más habitado. En los años de su última adolescencia y su etapa siguiente en Smith College, forjaba las bases de una biblioteca mental, de un cuerpo de ideas y un mundo de conocimientos que ella ponía a prueba en sus intercambios. No siempre resultaba cómoda para sus amigas. Hacía sentir los versátiles filos de su inteligencia, en medio de las altas y bajas de su ánimo. Crockett decía: su talento es “casi aterrador”, su brillantez, “mercurial”. Con una determinación que dejó estupefacto a su mentor, por ejemplo, le presentó una antología de la poesía estadounidense con poemas de Dickinson, Frost, Eliot, Edna St. Vicent Millay, Poe, Pound, Whitman, Sandburg, Sara Teasdale y Edwin Arlington Robinson.

Los años en el Smith College

Sylvia Plath quería estudiar en el Smith College —una de las universidades femeninas de élite—, pero no había dinero para ello. Entonces la maquinaria de sus aspiraciones se puso en campaña: trabajó (labriega en una plantación, criada, servicios de limpieza, cuidando niños, por ejemplo), ahorró, participó en concursos que le podían deparar algún ingreso, envió poemas y relatos a revistas, preparó una minuciosa solicitud de beca, que iba acompañada de categóricas recomendaciones (“expediente fantástico”, “la mejor alumna que jamás he tenido”).

Julio de 1950 marca un momento capitular en la vida de Plath. Luego de anotar tres epígrafes —Macneice, Yeats y Joyce—, comienza su diario de adulta, estremecedor, brillante, verboso, que comienza así: “Tal vez nunca sea feliz, pero esta noche estoy satisfecha. Basta una casa vacía, la fatiga difusa y cálida tras pasar el día acomodando los estolones de las fresas al sol, un vaso de leche fría con azúcar y un platito de arándanos con nata. Ahora ya sé cómo puede vivir la gente sin libros, sin la universidad”.

De su trabajo en el campo surge “Fresas amargas”, su primer poema publicado en un medio de circulación nacional: en el Christian Science Monitor, el 11 de agosto de 1950. Todavía no ha cumplido 18 años (“Se pasaron la mañana en el fresal/ Hablando de los rusos./ Acuclilladas entre las hileras /Las escuchábamos./ Oímos decir a la jefa: ‘Deberíamos/ Bombardearlos y borrarlos del mapa”).

En septiembre de 1950 Plath ingresa al Smith College. La asignan a Haven House, residencia que comparte con otras 48 estudiantes. En las cartas a su madre son detectables los altos y bajos en su ánimo. Sin embargo, al mismo tiempo, comenta con severidad el funcionamiento universitario, la ansiedad de las estudiantes —ella también— que esperan por las invitaciones de sus pares varones de Yale y Dartmouth, lo predecible de las conductas. La autoexigente siente horror por la mediocridad. Su poema “Oda a una ciruela mordida” es publicado en Seventeen Magazine, la popularísima publicación para adolescentes.

Siente repulsa por la guerra, a la vez que fascinación. Destaca como estudiante. La vuelven a publicar en Seventeen. Pasa fines de semana completos en la biblioteca. Asiste a bailes. Recibe constante atención masculina. Trabaja largas jornadas como niñera. En 1951 la invitan a una fiesta en una casa de ricos, de la que surge una de las cartas a su madre más extensas, catorce páginas de una crónica escrita con caligrafía impoluta. En poemas y relatos de la época están la pacifista, la mujer empática con los marginados, el humanismo. Sus posiciones morales son ambivalentes: monta en cólera cuando se entera de que un pretendiente no es virgen, al tiempo que ella se pregunta por la libertad sexual de las mujeres. Su mundo de relaciones con los hombres adquiría a veces las proporciones de una madeja imposible de explicar. Escribe: “Soy una polígama incurable”. Le inquieta no encontrar un hombre de su talla intelectual. “Físicamente quiero un coloso; hereditariamente, quiero una estirpe sana; mentalmente, quiero un hombre que no esté celoso de mi creatividad”.

Cuando recibió un premio de la revista Mademoseille, de 500 dólares, pensó que podía dejar de trabajar un tiempo. Pero el acecho de la depresión la puso de buscar trabajo a los pocos días. Copio las primeras líneas de la entrada del 3 de noviembre de 1952: “Dios mío, si alguna vez he estado a punto de suicidarme es ahora: corre por mis venas una sangre insomne y lánguida, llueve, el aire espeso y gris (…)”. De una carta a su madre, del 19 de noviembre, estas dos frases: “He estado considerando el suicidio para salir de esto”. “Siento que debo huir de esto, o me volveré loca”. En un ensayo de marzo de 1951, sobre Edipo Rey, escribió: “El adversario fatal es uno mismo”.

Escribe con facilidad. Recibe cartas de lectores que la admiran. Dedica un trabajo académico a la duplicidad en Mann —dedicaría su tesis al doble en Dostoievski—. Indaga en el pensamiento de Nietzsche. Su oído y capacidad para el análisis deslumbran. “Se había vuelto experta en desarmar poemas y volver a armarlos, explicando, estrofa por estrofa, cómo la forma elegida de rimas, medias rimas, asonancia y disonancia funcionaban en el conjunto del contenido”. Los ensayos se suceden: Milton, Carlyle, Hopckins, Eliot, Yeats, Ransom. El 18 de marzo de 1953 conoció a Auden. A continuación armó un grupo con otras siete compañeras y le invitaron a cenar. Días después, Plath se las arregló para reunirse con el poeta para leerle algunos poemas. La respuesta hirió a Plath: debía “tener cuidado con los verbos”.

Un relato escrito en 1952, “Domingo en casa de los Minton”, que resultó ganador en una convocatoria de Mademoiselle, lleva a Plath a New York, durante junio de 1953. La hospedan en un exclusivo hotel para mujeres. Durante ese tiempo le correspondió editar casi la totalidad de las 380 páginas de la edición correspondiente a agosto: articulillos sobre moda, tendencias, avisos, consejos de belleza y asuntos afines. La exigencia no termina allí: debe ir a cocteles, almuerzos, desfiles y reuniones para socializar; asistir a conciertos, espectáculos de ballet, exposiciones de pintura y al Yankee Stadium; entrevistar o simplemente dejarse ver. A la “perfecta chica de oro”, mesurada bebedora, de gusto impecable para vestir, la experiencia le resulta deleznable.

Primer intento: 1952

El 27 de junio Plath regresa extenuada e inquieta. La rondan preocupaciones domésticas. El dinero faltaba. No la habían admitido en un curso de escritura creativa. Se reprochaba: “Eres una hipócrita incoherente y muy asustadiza: querías tiempo para pensar, para saber de ti misma, de tu capacidad para escribir, y ahora que la tienes, casi tres meses espantosos, y estás paralizada, conmocionada, sumergida en la náusea inmóvil”. Presa del insomnio, apenas come. El 6 de julio anota en su diario que tiene fantasías “de cuchillas de afeitar y autolesiones y salir y terminar con todo”. Unos días después, el 14 de julio, habla de camisas de fuerza, ruina, asesinato de su madre.

Mientras, da los primeros pasos en la investigación preliminar para su tesis sobre el Ulises de Joyce. Sostienen los expertos que los apuntes de Plath son excepcionales (“era capaz de desentrañar el Ulises y hacer todas las conexiones mitológicas sin pestañear”). Sin embargo, la magnitud del desafío, en aquellos días cargados de dificultades, le producía un pesado agobio. “Y si Joyce fue en parte responsable del colapso de Plath, también lo fue de su resurrección. Ocho años después de estar a punto de morir en el verano de 1953, transformaría su tragedia personal en un drama turbulento y emocionante en La campana de cristal, su versión subversiva de Retrato de un artista adolescente”.

Aurelia se percató de que las cosas no andaban bien. En su diario anotó que Sylvia había perdido la joie de vivre. Plath leía, con obsesiva disciplina, una colección de ensayos, Psicología anormal moderna de Freud. El capítulo “Ezquizofrenia”, de E. W. Lazell, está subrayado y comentado, página a página.

Las notas del 14 de julio de 1953 fueron las últimas por mucho tiempo (no retomaría su diario hasta casi 30 meses después, el 22 de noviembre de 1955). En el último párrafo de la entrada de ese día, es inequívoco el estado de su desesperación: “Olvida los detalles, olvida los problemas, echa abajo las paredes que se interponen entre tú y el mundo”.

Ese mismo día Aurelia Plath descubrió que su hija tenía cortes en las piernas. Ante la pregunta, Sylvia responde: “Sólo quería ver si tenía agallas”. En el dramatismo del intercambio que siguió a continuación, le dijo a su madre: “¡Me quiero morir! ¡Vamos a morir juntas!”.

El 15 de julio la llevan a la consulta médica. El 16 comienza a trabajar como voluntaria en un hospital. El 21 asiste a la primera sesión con el psiquiatra. El 29 de julio ocurrió lo que, de inmediato, adquirió las proporciones de un trauma de extremas y duraderas consecuencias: le hicieron un electroshock (práctica psiquiátrica común en ese tiempo). “Como vuelvan a hacerme esto, me suicidaré”.

Los días que siguieron, Plath permaneció recluida en su casa. El 22 de agosto, sábado, fue a la playa y en la noche a bailar. El 24 de agosto, Aurelia salió con una amiga a ver un documental sobre la coronación de la reina Isabel. En el momento en que sus abuelos salieron al jardín, Sylvia abrió la caja fuerte de su madre, sacó un frasco que tenía 50 somníferos, escribió una nota que decía “He salido a dar un largo paseo. Vuelvo a casa mañana”, y la dejó en lugar visible. A continuación bajó al sótano, cuya entrada estaba casi bloqueada por la pila de leña.  Movió los troncos, se introdujo y, desde allí, los volvió a ordenar donde estaban. Adentro, se tragó 40 pastillas.

Aurelia regresó a las 4 y a las 5 hizo la denuncia a la policía. Solo a la mañana siguiente Aurelia se percató de la desaparición de las pastillas. La movilización que se produjo a partir de ese momento fue extraordinaria: un masivo despliegue de vecinos, amigos, voluntarios y autoridades que peinaron campos, bosques, senderos e instalaciones del acueducto de un río. En las 253 informaciones publicadas en diarios de varios estados, se hablaba de su belleza e inteligencia.

El 26 de agosto, a mediodía, un perro que no cesaba de ladrar, entró a la casa y se lanzó hacia los troncos. Warren, el hermano de Sylvia, los apartó, bajó al sótano y la encontró tirada entre sus vómitos. Sylvia se había caído y golpeado en la cara. Le salvaron la vida.

De vuelta a las aulas

Tras el momento de incredulidad, comenzó la recuperación: hospitales, psiquiatras, diagnósticos, tratamientos que, con el paso del tiempo, serían cuestionados por otros especialistas (entre los innumerables ramajes que se desprenden del tronco biográfico de Plath, el de los desaciertos y fallos en la práctica profesional, es abultado y controversial).

En enero de 1954 los médicos aprobaron el regreso de Plath a la universidad, donde recibió una amplia comprensión de profesores y alumnas. Mientras su fama de chica-genio se extendía, la universidad la becó: querían liberarla de la presión económica. Había en ella hambre de vida. Escuchaba grabaciones con lecturas de poetas (“pasó una larga tarde de domingo con los Crockett escuchando a Robert Frost ante el crepitar del fuego”). Leía con desafuero. Hoy salía con un hombre, mañana con otro, y al día siguiente con un tercero. Por momentos, mantenía relaciones  simultáneas.

Sus cartas de aquellos meses pueden leerse como una exhibición de su talento para el ensayo literario. En ellas, Dostoievski comenzaba a ganar terreno en su interés. Asistía a conferencias y debates. Eran días de apogeo intelectual y creativo.  De sus clases con Alfred Kazin, escribió: “Es el gran Dios (…) la luz que enciende mi año”. Él, a su vez, se confesaba: “Será mejor que yo”. Por aquellos días conoció a Richard Sassoon, un inteligente judío de origen persa, con quien Plath mantuvo una compleja relación, que se prolongó por algún tiempo.

A  la madre inquietaba “la promiscuidad” de su hija. Plath no para: escribe hasta cinco y seis poemas por semana, consciente de sus luchas contra el exceso de matices y de adjetivos. En los poemas de entonces aparecen imágenes que serían presencias recurrentes en su poesía posterior: “Huesos, niebla, hielo, sol, sangre, piedra, calaveras, brujas, lunas, estrellas, corazones, llamas, viento y flores”. A mediados de 1954 (tenía 23 años), perdió la virginidad. El hecho quedó documentado, entre otras razones, porque una hemorragia posterior la obligó a ir a una sala de urgencias.

Terminó su tesis —sobre el doble y su relación con la locura en Dostoievski— con dos meses de anticipación. El 1 de abril de 1954 recibe una carta de la Universidad de Columbia otorgándole una beca para una residencia de posgrado de dos años. La rechazó, quería irse a Inglaterra. Son días de abundante cosecha: los premios literarios llegan uno tras otro. También el aviso de que ha sido aceptada en el Rafcliffe College. El 20 de mayo, una carta le informa que ha ganado una beca Fullbright para el Newnham College, Cambridge, Inglaterra (institución para mujeres, que había sido fundada en 1871). Recibió su grado, suma cum laude, el 6 de junio. Llegaba así al umbral de una nueva vida.

El pajarito y la vaca

Entre septiembre de 1955 y febrero de 1956 Plath estuvo en Cambridge. Al llegar se encuentra con realidades que no había conocido: escasez de los productos más básicos, un estado generalizado de empobrecimiento, una economía que no se había recuperado de la Segunda Guerra Mundial. Desde el próspero Estados Unidos, Aurelia Plath enviaba cajas con medicamentos y productos básicos.

Atrás había quedado su afán competitivo, aunque su mordacidad permanecía lista para saltar sobre sus cartas o su diario: “Las mujeres aquí son espantosas. Hay dos tipos: el pajarito de piel clara que adora los beagles y el té darjeeling, y la vaca intelectual, con un corte de pelo monástico, tobillos de elefante imposibles y un mugido de horror cuando tiene un hombre a menos de tres metros”. Su presencia era imposible de evitar: vestía con elegancia y colores brillantes. “No se parecía a nada que hubiésemos visto antes, tan limpia y peinada” (…) “demasiado sofisticada”, escribió una de sus profesoras. No tenía amigas. Era muy solicitada por los hombres y llevaba un intenso programa de citas.

La eficacia estadounidense, que llevaba en las venas, se manifestó de inmediato: a los cinco días de haber llegado, comenzó a enviar poemas y relatos a las revistas literarias. Leía literatura inglesa de los siglos XVI, XVII y XVIII con desafuero. También teatro, de Esquilo a Strindberg. Escribía relatos y ensayos. En las cartas a su madre, sus tres propósitos de vida se mantenían inalterados: casarse, tener hijos, ser escritora (“Sálvame de ese ácido de limón amargo e irónico que acaba corriendo por las venas de las mujeres solteras, inteligentes y solitarias”).

A finales de enero de 1956, los primeros síntomas de la depresión la sobrevolaban. La relación con Sassoon se deterioraba. Ardía en deseos de que un ser con fuerzas apareciera en su vida. El 24 de febrero, el día antes de conocer a Ted Hughes, escribió: “El más miserable de los días: horrible frío húmedo, medicación, lejos, insomnio, gran depresión”.

El destino en forma de hombre blanco

Había leído a Hughes. Conocía sus poemas. Con su facultad para escuchar cada poema como si fuera una melodía, de inmediato hizo suyo el espíritu a-literario, antiacadémico y libre de su poesía. Le bastaron unos pocos poemas para identificar la voz, el sexto sentido y el talento de aquel joven, hijo de una madre ahorrativa y de un vendedor de periódicos (el padre de Hughes fue uno de los 17 soldados británicos, de 250.000, que sobrevivieron en la batalla de Gallipolli, 1915-1916).

Finalmente, el 25 de febrero de 1956, se produce el teatral encuentro: Plath compra un ejemplar de una revista que editan Hughes y sus amigos. Se marcha a su casa. Le bastan unos poemas para regresar al punto donde la había adquirido, para tomar nota de la fiesta de lanzamiento. Esa tarde le escribe a su madre:  “Esta noche voy a una fiesta para celebrar la publicación de una nueva revista literaria que supone un brillante contraataque a las dos revistas literarias muertas, irregulares, mal escritas que hay aquí, que se basan en caprichos, en prejuicios y caprichos”.

Los testimonios coinciden: fue una fiesta salvaje, de excesos alcohólicos. Sylvia Plath estaba muy borracha. Buscaba a Ted, al mejor poeta. Él la había visto en las calles, muchas veces, la rubia espigada vestida de rojo o de amarillo. “Sylvia le pidió a Luke que le dijera quién era Ted Hughes. Y de repente allí estaba él, mirándola directamente a los ojos. Ella comenzó a citar su poema “Las novias de Fallgrief”; gritaban por encima de la música, “como si estuvieran en medio de un vendaval”. En un borrador inédito de su poema “St. Botolph’s”, Hughes escribió que él y Plath se retiraron al cuarto de la caldera, más tranquilo, donde guardaban las cajas de alcohol, “lejos de la chusma’ (…) Él le dijo que tenía ‘obligaciones’ en la habitación de al lado: su novia del momento. Pero luego la besó y le agarró los pendientes y la cinta de pelo roja. Cuando intentó besarla de nuevo, esta vez en el cuello, ella le mordió la mejilla”. Hughes llevaría la marca de los dientes de Plath en su cara a lo largo de un mes.

Sylvia Plath escribió en su diario: “Entonces ocurrió lo peor, ese tipo grande, moreno y macizo, el único allí lo suficientemente grande para mí, que andaba encorvado sobre las mujeres, y por cuyo nombre yo había estado preguntando desde que entré, sin que nadie me contestara, se acercó y me miró fijamente a los ojos, y resultó ser Ted Hugues. Volví a ponerme a hablar a gritos de sus poemas y a citar la frase: “Preciado diamante imposible de rayar” y él me dijo a gritos, colosal, con una voz que podía haber salido de un polaco: “¿Te gusta?”, y me ofreció un brandy, y yo grité que sí (…) y yo iba dando pisotones en el suelo y él también, y luego me estampó un beso en la boca y me arrancó la cinta del pelo (…) y mis pendientes de plata favoritos y ladró: ja, me lo quedo. Y cuando me besó en el cuello le di un mordisco largo y fuerte en la mejilla, y cuando salimos de la habitación la sangre le corría por la cara”.

Hughes, un nuevo tiempo

Siguieron, a continuación, varias semanas de turbulencia interior: Plath seguía enamorada de Saasson, veía a otros hombres, la figuración de Hughes la perseguía. Hughes, por su parte, le pidió a un amigo que investigara dónde vivía Plath. El 29 de abril, Ted Hugues y Sylvia Plath verbalizan su compromiso. El 7 de mayo, los hombres desaparecen de la agenda y del diario de Plath. Le cuenta a su madre: “Lo más desgarrador es que en los últimos dos meses me he enamorado terriblemente, lo que solo puede conducir a un gran dolor: he conocido al hombre más fuerte del mundo, exalumno de Cambridge, poeta brillante cuya obra brillante adoraba antes de conocerlo, un Adán Corpulento y lozano, mitad francés, mitad irlandés, con una voz como el trueno de Dios; cantante, narrador, león y viajero del mundo y vagabundo que nunca se detendrá. Los momentos en que estoy con él son un horror porque soy muy fuerte, creativa y feliz, y su propio poder, brillantez, salud infinita y voluntad de hierro para vencer al mundo son las razones por las que lo amo y nunca podré hacer más, porque se irá a España y luego a Australia y nunca dejará de conquistar personas y recitar poemas”.

A partir de la página 453, y a lo largo de las casi 600 páginas siguientes, Cometa rojo es también, en alguna medida, una biografía de Ted Hugues, lector voraz de Shakespeare, que recitaba de memoria páginas y páginas de Shelley, Yeats, Kipling y Eliot —sin error alguno—; que había hecho el servicio militar y había trabajado como guardia de seguridad en una fábrica y como lavaplatos en un zoo, desempeños en los que se entregaba a los libros; un hombre que había decidido ser poeta sin quejarse; capaz de vivir con lo mínimo (de hecho, vivía en la pobreza); hostil a cualquier forma de ostentación, ajeno a las modas; un erudito que apenas levantaba la cabeza; un hombre que llevaba consigo matices de crueldad, una especie de energía animal; dotado de “una inmensa capacidad para mantener la calma. Era inmensamente inteligente, un hombre que pensaba por sí mismo”. Como Plath, despreciaba a los críticos. Y que, antes de conocerla, había escrito “El pensamiento zorro”, uno de sus poemas fundamentales.

Los primeros tiempos están marcados por la impaciencia del reencuentro, el enamoramiento como causa estética, un erotismo cargado de violencia. Leen, hacen excursiones, Plath estudia y, simultáneamente, amplifica su visión hacia autores europeos de lengua inglesa. Durante ese semestre estudia 50 tragedias —una cada tres días—. De inmediato, inicia su campaña promocional de Hughes: se convierte en su agente. Envía sus poemas a diarios y revistas en Estados Unidos. Se influenciaban. Se critican. Ella escribió: “Nos desvalijamos el uno al otro”. Seis semanas después de haber iniciado su relación, el 16 de junio, se casaron.

Las realidades de la convivencia

1956 marca el inicio, hasta su suicidio en 1963, de un período en el que Sylvia Plath escribió poemas extraordinarios, lo mejor de su obra. La luna de miel los conduce a España: a Plath le horrorizó la precariedad de los lugares donde estuvieron. Experimentaba ciclos de entusiasmo y caída, fatiga y bloqueo. En una carta escribió: una relación como la de ellos “quizá traiga una tragedia”. Plath pensaba que ambos serían famosos y fechaba la correspondencia de ambos.

Hughes trabajaba para la BBC. A la joven, cuya familia se había empobrecido tras la muerte del padre, le importaba la estabilidad económica. A veces era ella la que ganaba algo de dinero, a veces él era el afortunado. Se repartían las tareas y los horarios de escritura: vivían en un lugar muy pequeño. Los celos, por el pasado del otro, irrumpían cada tanto. Ambos entendían las tensiones en juego: la rivalidad podría emerger en cualquier momento. Plath escribe en su diario frases que hacen pensar en una persona casi intoxicada. En uno de sus relatos más famosos, “La caja de los deseos”, finalizado en el otoño de 1956 —al regresar de España—, narra el suicidio de una esposa abrumada por la brillantez del marido.

En febrero de 1957, un jurado integrado por W.H. Auden, Stephen Spender y Marianne Moore, premió a Hughes por El halcón bajo la lluvia, su primer libro. Fue publicado en Londres y New York. En una carta Hughes escribía: “El matrimonio es mi medio. También mi suerte se nutre de él, y mis producciones. No tienes idea de la vida tan feliz que llevamos Sylvia y yo”. Una vez que Sylvia se graduó —Magna Cum Laude—, la pareja viajó a Estados Unidos: no tenían dinero, Hughes no tenía trabajo, pero ella tenía una plaza que la esperaba en Smith College.

En Estados Unidos: de junio 1957 a junio de 1958

La alivió regresar a su país después de dos años. Estaba bajo el acecho de la depresión. En la entrada del 1 de octubre de 1957, “Carta a un demonio”, Plath escribe: “Está ahí. Lo huelo y lo siento, pero no le daré mi nombre. Le avergonzaré. Cuando diga: no vas a dormir, no eres capaz de dar clase, le daré un puñetazo en la nariz y seguiré a pesar de todo. Su mayor arma es y ha sido la imagen de mí misma como el éxito perfecto: en la escritura, en la enseñanza y en la vida. En cuanto huelo el no-éxito en forma de rechazo, una cara de perplejidad en clase cuando no explico bien algo o una terrible frialdad en las relaciones personales, me acuso de ser hipócrita, de hacerme pasar por alguien mejor de lo que soy, y de ser, en el fondo, pésima”.

La actividad docente de la señora Hughes —así la llamaban— transcurría a su aire: un programa basado en autores y temas de su gusto. Las opiniones estaban divididas: Plath tenía afectos y alumnas que le temen y la detestan. Ganaba premios, grababa poemas para transmisiones radiales, se angustiaba por el tiempo que consumía la actividad docente, que no le permitía escribir. La vida transcurre entre las exigencias del trabajo, el cansancio, las expectativas, la rivalidad y el apoyo mutuo, la mutua admiración y las tensiones. Un trabajo de 14 semanas en la Universidad de Massachussets para Hugues hizo que, al menos durante un corto tiempo, experimentaran la tranquilidad de tener ingresos suficientes para vivir. También ganaban dinero extra por la publicación de sus poemas. Sin embargo, ambos resentían el trabajo a tiempo completo, que los separaba de la propia escritura. Hughes no se sentía bien. No había encontrado en Estados Unidos lo que esperaba. Había decidido que volverían a Inglaterra, al final del curso.

Plath vio un día a Hughes caminando al lado de una alumna. Se desató una crisis que avanzó hacia la agresión física: “De vuelta a Elm Street se pelearon: le dejó a Ted marcas de uñas ensangrentadas en las mejillas y se torció el pulgar. En su diario habla de mordiscos y gruñidos. Algunos han supuesto, a partir de esta entrada, que Hughes la golpeó, pero la sintaxis de Plath es ambigua”.

Robert Lowell & Co.

En septiembre de 1958 se mudan a Boston. En el ánimo de cada uno, la depresión camina con sus pasos silenciosos. Las noches son de turbulenta sexualidad, los días de silenciosa concentración, sonatas de Beethoven y un aire de melancolía. Plath no soporta ese transcurrir sin rutinas. Primero se empleó como secretaria en una clínica psiquiátrica y, a las semanas, como secretaria en un departamento de Harvard. Sentía que ambos vivían sin rumbo.

Justo por esos días, Boston se ha erigido en un “epicentro” creativo. Robert Lowell ocupa un lugar capitular. En la ciudad viven Ann Sexton, Maxine Kumin, Adrienne Rich, Stanley Kunitz, Elizabeth Hardwick, George Starbuck, Sam Alpert, Richard Wilbur y John Holmes. Pronto se relacionan con ese mundo. En el primer contacto, es solo “la esposa de Hughes”. No tarda en adquirir el perfil de la poeta, intelectual erudita, asombrosamente culta. Se reúnen con Lowell, Robert Frost y Elizabeth Hardwick. Lowell avanzaba en la escritura de su innovador Estudios al natural —donde narra sus episodios maníacos, la depresión, las hospitalizaciones y más—.

Plath se inscribe como oyente en el seminario de escritura creativa que Lowell dictaba en la Universidad de Boston. Con frecuencia resulta amenazante para sus compañeros. “Era precisa, analítica y (…) devastadora”. Su presencia contrastaba con la de Anne Sexton, quien entonces escribía su libro “Al manicomio y casi de vuelta” —en él se explaya sobre su adicción al suicidio, que finalmente lograría en 1974, luego de 12 intentos—. Sexton pertenecía a las antípodas: no era intelectual ni lectora, pero su poesía tenía un magnetismo, una intuición casi animal. Lowell, pero sobre todo Sexton, influenciaron a Plath. “Plath se apropiaría de las cadencias y los tropos judíos de Sexton para reforzar su propio poema de venganza y dolor, mientras que Sexton se basaría en la imaginería nazi de Plath en su obra posterior”.

Ya habían tomado la decisión de volver a Inglaterra a fin de año, cuando Hughes recibió, el 11 de abril, la noticia de que había obtenido un premio Guggenheim: 5.000 dólares que constituían un verdadero alivio. En junio, un médico informó a Plath que no estaba ovulando. La idea de una vida sin hijos equivalía a una maldición. “Dios Santo. Esto es lo único a lo que no puedo hacer frente. Es peor que una enfermedad terrible”. Pronto, el que era un diagnóstico errado cambió por la buena nueva que tanto anhelaba: estaba embarazada.

El 11 de julio iniciaron un largo viaje por carretera, con paradas, acampadas, inmersiones en la naturaleza —bosques, planicies, playas, riberas, lagos y enormes descampados—. El 9 de septiembre, llegaron a Yaddo, la famosa colonia de artistas, fundada en 1900. En los casi tres meses que duró la estadía, Plath no solo osciló entre rachas de miedo y entusiasmo por su embarazo, también escribió 3 relatos y 11 poemas.

De regreso a Inglaterra

En diciembre de 1959 están de vuelta. Sin dinero. Buscan un lugar para vivir. Sylvia se prepara para el parto. El 1 de febrero se mudan. Reciben ayuda de Aurelia Plath, la señora Prouty y de algunos amigos. Hughes temía a los múltiples cambios que traería la llegada del bebé. El 1 de abril de 1960 nació Frieda Rebecca. Plath elaboraba la ropa de su hija. Vivían frugalmente. En sus cartas y diarios resalta el júbilo de la madre: júbilo que no alcanzó a su poesía, en la que eran patentes las imágenes cargadas de pesadumbre. En una época donde los padres permanecían ajenos, Hughes cuidaba a su niña, mientras Plath escribía. Tenían algunos amigos, casi todos escritores. En la primavera entablaron amistad con Al Álvarez, el poderoso crítico de poesía de The Observer. Cenaban con Eliot (la más alta referencia literaria de Hughes) y con Spender. Hughes pasaba por un momento de auge y reconocimiento, grababan sus poemas, le entrevistaban, era objeto de atenciones.

En octubre se publicó un pequeño tiraje de El coloso —libro de Plath— que, a posteriori, fue leído como un gran paso de aproximación a la estética de Ariel, su libro fundamental.  Alvarez escribió: “La mayoría de sus poemas se apoyan en una masa de experiencia que no sale a la luz (…) Esta es una sensación de amenaza, como si estuviera constantemente amenazada por algo que solo pudiera ver con el rabillo del ojo, es lo que da distinción a su obra”.

En diciembre (1960) llegó la noticia del segundo embarazo. Previo al último día del año, Plath y la hermana mayor de Hughes tuvieron una agria pelea que nunca tendría reparo, y que se prolongaría más allá de la muerte de Plath, toda vez que Olwyn Hughes fue, por cuatro décadas, la agente que controló los derechos de su obra.

El 6 de febrero Plath abortó. Más adelante, Plath contaría, en una versión hecha de medias verdades, que Hughes la había golpeado el 4 de febrero. Lo que ocurrió deriva de un ataque de celos de Plath —infundado, según amigos de la pareja—, quien rompió escritos y notas, lo que desató una confrontación física en la que recibió una bofetada, con la secuela de un moretón que se hizo al caer. Al contar el episodio a su psiquiatra —en una carta—, la versión de los hechos es un tanto distinta. Lo que sí parece tener un eco de mayor alcance está comprimido en una frase: “Ahora siento que el papel de padre le aterroriza”. Más adelante, añadía que ella y Hughes habían pasado juntos “seis años maravillosos pero tormentosos”. La recapitulación de estos y otros hechos, piezas del capítulo ‘erótica de la violencia’, que se manifestó desde el momento en que ella le mordió la mejilla —la noche que se conocieron—, podría haber cruzado un delicado umbral en febrero de 1961, cuando Hughes encontró a Plath rompiendo sus manuscritos. Se trata, como es obvio, de un ámbito complejo e incierto. Frieda Hughes —hija de ambos— ha señalado que nunca sabremos exactamente lo que ocurrió. “Sea lo que sea que pasó entre Sylvia y Ted ese día, fue lo suficientemente inusual como para que ambos poetas lo señalaran”. Reconciliados, Sylvia Plath volvió a embarazarse.

El primer sonido de la campana

Durante una hospitalización para someterse a una apendicectomía, habría concebido La campana de cristal. Decía: tras una década con la idea, se había roto el dique y se había puesto a escribir, en los días de la primera semana de abril. Su entusiasmo era evidente: en agosto la había terminado. “Plath apenas hablaba de la novela en las cartas a su madre. Sabía la devastación que causaría, pero siguió adelante”.

La novela, proyectada desde lo autobiográfico —basada en hechos inequívocos de la biografía de Plath—, provocaría un terremoto, cuyas repercusiones aún se mantienen. Fue publicada, con el seudónimo de Victoria Lucas, un mes antes del suicidio. En un  plano inmediato, causó un dolor a la familia y los amigos más cercanos, por el modo en que fueron retratados. Ocho años después de su muerte, cuando la novela apareció finalmente firmada por Sylvia Plath, causaría una demanda por difamación en contra de los bienes de la familia. En un radio más amplio, ocurrió que la novela ha sido leída —y eso no ha cambiado— como una especie de autobiografía, documento testimonial, cuya legitimidad sobrepasa la de otras fuentes y puntos de vista.

Es en aquel mundo de vaivenes y de expectativas distintas de la vida, de necesidades económicas y de un matrimonio que ya acusaba algún desgaste, cuando Plath y Hughes decidieron subalquilar el piso de Londres a la pareja de David y Assia Wevill, y mudarse a una casa en Devon, donde cada uno dispondría de una habitación de trabajo. Dada a confiar en sus intuiciones, Plath escribió sobre Assia Wevil: “La conozco, es mi alter ego”.

Inicio de la caída

No tardarían en sentir que la mudanza a esa casa había sido un error. En Devon eran unos desconocidos, no tenían amigos. Plath escribió: “Enterrada en el campo”. Escribía, recibía alguna buena noticia —una beca, por ejemplo—, su embarazo progresaba hasta que, el 17 de enero de 1962, nació Nicholas Farrar Hughes. Sylvia se abocó al cuidado de los hijos, las tareas domésticas, la jardinería y las reformas de la casa. Además, leía y recibía a los visitantes.

Hughes, al contrario, estaba desbordado. En una carta a su hermana, confesaba: “Algo empezó a pasarme en abril, más o menos, y desde entonces este matrimonio, la casa, Sylvia, etcétera, me han parecido un callejón sin salida”. A mitad de año pasaba por un bloqueo creativo. El aislamiento que había ansiado no funcionaba. Fue en aquella circunstancia en la que Hughes se enamoró de Assia Wevil, “la mujer más bella de Londres”, la musa trágica y fatal —había sufrido numerosos abortos e intentos de suicidio— que también terminaría suicidándose en 1969, pero en este caso, matando también a Shura Hughes, la hija que tuvo con Ted Hughes.

Hughes y Plath invitaron a los Wevil a visitarlos un fin de semana de mayo. Hay testimonios —incluso una sugerencia en un poema del propio Hughes— que sostienen que Assia Wevil tenía un plan. Plath entendió lo que estaba ocurriendo. A partir de entonces se desataron los hechos que conducirían al rompimiento del matrimonio. Una llamada telefónica los precipitó. Plath encontró poemas de Hugues dirigidos a su nueva musa, y escribió poemas de profundo desdén hacia Assia, quien había sufrido varios abortos: “Estoy llena de bebés, rebosante de leche”, “Tu llevas siete pequeños cadáveres en el bolso”.

En medio de la debacle, Plath intentó salvar el matrimonio. A pesar de todo, intentaba conservar su lucidez. Entendía que debía lograr una situación de independencia, pero sufría: “Estoy ensangrentada, en carne viva, con los nervios a flor de piel, porque he pasado seis años tormentosos pero maravillosos, trayendo a ambos, de la nada, libros, fama, dinero, bebés encantadores, amor maravilloso, pero ahora veo que el hombre que amé como padre y esposo está simplemente muerto”.

Ariel: el estallido poético

“Durante el mes de octubre (1962), Plath escribió casi un poema al día, una de las efusiones literarias más extraordinarias del siglo XX. En cuatro semanas escribió casi tantos poemas como los que había escrito en 1960 y 1961. Estos poemas fueron los que, como ella predijo, le harían famosa. Llenó estos poemas de imágenes de torturas, asesinatos, genocidio, guerra, suicidio, enfermedad, venganza y furia, pero también de primavera, renacimiento y triunfo. Su uso del lenguaje conmocionaba y sobresaltaba, pero su camino estaba bien marcado. Para Plath, como para Yeats y Dante, el fuego del infierno era purificador”. Se trata del conjunto de los poemas que, en 1965, dos años después de la muerte de Plath, Hughes editaría y publicaría con el nombre de Ariel, y que la elevarían como una de las voces fundamentales de la poesía en inglés del siglo XX.

Hugues vio, con total claridad, lo que aquellos poemas llevaban en su interior: “En su obra reinventó a heroínas clásicas como Clitemnestra, Antígona y Medea. Desafió tabúes más profundos que Lowell y Sexton, matando a padres, madres, hijos y a sí misma en poemas sobre la aniquilación, la huida y la trascendencia. Estos poemas furiosos, urgentes y a veces temerarios desafiaban la métrica formal, pero sus estrofas eran simétricas y rítmicas. Esta poesía se desviaba en una nueva dirección, al igual que la vida de Plath”.

Muchos de sus poemas enfrentan a la obra de Hughes: son contestaciones, poemas de firme voz alta, que rompen ciertos límites de la contención y que cuestionan, como sofisticadas proclamas, formas predominantes de la cultura. Aunque son numerosos los poemas concebidos bajo un espíritu de venganza o de confrontación, son potentes poemas “representativos de una nueva épica literaria y vital”, tal como se lee en la fuerza conmovedora de “Un regalo de cumpleaños”, “El pretendiente”, “Yendo allí”, “40 de fiebre”, “Ariel”, “Amapolas en octubre”, “Lady Lázaro”, “Papi” y “Carta de noviembre”, entre otros. Esta es una poesía que se planta ante el mundo y se agita ante el dolor humano, en un trazo que va de lo íntimo a Hiroshima y los campos de concentración del nazismo. Cuando Al Álvarez leyó estos poemas dijo: debería ganar el Pulitzer (lo que ocurrió de forma póstuma). Hughes le escribió a Edward Lucie-Smith, poeta y crítico de arte: “Deberías leer los poemas, son extraordinarios, de una mujer en llamas”. En su ensayo “Morir es un arte”, George Steiner dijo de uno de los poemas del libro (“Papi”) que era “el Guernica de la poesía moderna”.

La casa Yeats

Hiperactiva e irritable, a comienzos de diciembre de 1962, Plath se muda a Londres. Encontró disponible la casa donde vivió Yeats y la rentó: aquello podría ser un buen augurio. Hablaba de forma arrolladora, fumaba, tomaba anfetaminas, peleaba con su madre —que había estado de visita entre junio y agosto, en medio de la fractura del matrimonio—. Se hundía, perdía peso: diez kilos durante el verano. Hughes visitaba a sus hijos cada semana. En aquellos días escribió: “Se ha convertido en un muñeco de sastre para mí”. No había espacio para el perdón. No podía sacarse de encima la figura de Assia Wevill.

Buscaba trabajo, al tiempo que los reveses, las hostilidades de lo cotidiano aparecían durante el que fue un durísimo invierno. Otra vez faltaba el dinero, las tuberías de la vieja casona se habían congelado, Plath se sentía como una madre sola y empobrecida. Veía a su psiquiatra a menudo. A mediados de enero, en una carta a su madre, hace un pesimista boceto de sus perspectivas. Vivía de los cheques que le enviaban Aurelia Plath y la señora Prouty, lo que acicateaba su orgullo. El 23 de enero recibió la noticia que La campana de cristal, firmada por Victoria Lucas, había comenzado a circular.

Los hechos se habían concatenado para colocarla en un punto de enrevesadas dificultades. No quería vivir en la misma ciudad que Hughes y Wevill. No quería volver a Estados Unidos sin una idea de cómo empezar una nueva vida, pero con la responsabilidad de dos hijos. Tampoco volver a casa de su madre, lo que representaba una especie de derrota vital. En Londres estaba aislada y se sentía denigrada: no tenía el capital social que había tenido en su país. Una carta-confesión, fechada el 22 de enero, alarmó a la señora Prouty: “Frieda me pone muy triste. Ted viene una vez a la semana para verla, se aferra cariñosamente a él, y luego grita ‘papá, ven pronto’ durante el resto de la semana, despertándose por la noche, triste y obsesionada con él. Es como una especie de espejo, completamente inocente, de mi propia sensación de pérdida”. Mientras, seguía escribiendo.

Capítulo final

El 5 de febrero escribió su último poema, “Límite”. Dicen sus primeros ocho versos: “La mujer se ha perfeccionado. /Su cuerpo //Muerto luce la sonrisa del acabamiento, /La ilusión de un anhelo griego //Fluye por las volutas de su toga, /Sus pies // Descalzos parecen decir: /Hasta aquí hemos llegado, se acabó (…)”.

El 6 de febrero se encuentra con Hughes. Él escribe en su diario: “Estaba muy alterada, pero no más que mil veces antes. No dejaba de preguntarme si tenía fe en ella, lo cual me parecía algo nuevo y extraño”.

El 7 de febrero, el doctor Horder la encuentra en estado grave. Le dijo: tienes que ingresar al hospital de inmediato. Ella no quería. Pesaba el recuerdo insoportable del electroshock. Esa tarde llama a Jillian Becker, su amiga, para ir a su casa con los niños (“¿Puedo ir de inmediato?”). Y allí se refugió los siguientes tres días.

El domingo 10 anunció a Becker que volvería a su casa ese día. “Tengo que volver. Tengo que ordenar la ropa. Y estoy esperando a una enfermera (…) Parecía vigorizada, algo eufórica, como pocas veces, si es que alguna vez la había visto antes así”. No contó que el médico le había notificado que tenía una cama lista para su hospitalización y que debía ingresar el lunes 11.

“Sobre las siete de la mañana, el lunes 11 de febrero, Sylvia puso pan, mantequilla y dos biberones de leche en la habitación de los niños. Abrió las ventanas, los cubrió con mantas extras, salió de la habitación y pegó con cinta adhesiva los bordes exteriores de la puerta (…) En un trozo de papel pequeño y rasgado, con letras mayúsculas en grande, escribió su última nota que estaba en líneas inclinadas: POR FAVOR, LLAME AL DR. HORDER A PRI 3804 (…) Sylvia Plath apoyó sus últimas palabras en la silla del bebé en la entrada del piso. En la cocina, tapó las rendijas de la puerta y la ventana con paños de cocina y trapos, y se encerró en ella. Abrió los grifos de gas, se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza en un paño doblado sobre la puerta del horno”.


Cometa rojo. Arte incandescente y vida fugaz de Sylvia Plath. Heather Clark. Traducción: Gudrum Palomino y Julia Viejo. Bamba Editorial. España, 2023.