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Soy católica

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Por ALICIA ÁLAMO BARTOLOMÉ

El inicio

Soy católica por nacimiento y convencimiento. Nací en una familia cristiana, pero no muy practicante, porque mi padre, si bien con mayor formación religiosa que mi madre, transcurrió su juventud en la época que el positivismo reinaba en los medios universitarios e intelectuales y era costumbre inveterada que los hombres no fueran a misa. Todavía en 1941, cuando llegamos del exilio a vivir un año en Barquisimeto, ciudad natal de papá, recuerdo que los domingos asistíamos las jovencitas Álamo Bartolomé a la misa de 10 am en la Iglesia de la Concepción, donde hasta un banco marcado tenía la familia Álamo, pero los jóvenes no entraban a los oficios, se quedaban  conversando en atrio del templo, en espera de la salida de las muchachas al terminar éstos.

Mamá era hija de ateo, por lo menos así se declaraba mi abuelo Ricardo Bartolomé, recio español de Castilla la Vieja, que nunca se nacionalizó ni dejó su castiza manera de hablar, a pesar de haber llegado a Venezuela a los 16 años. Aunque todos sus hijos fueron bautizados, no quiso que su amada primogénita, Iginia, mi madre, hiciera la primera comunión, la hizo a los 29 años cuando se casó con Antonio Álamo. Sin embargo, mamá, después de casada y madre, se ocupó de que sus hijos cumplieran con los preceptos de la religión católica. A mí me bautizaron a los dos meses de nacida en la Iglesia de Santa Teresa, no era nuestra parroquia, lo era San Juan, pero papá era muy amigo del párroco, P. Parra, y todos sus hijos fueron bautizados por él. Nos pusieron un solo nombre, no eran mis padres amigos de duplicar —yo tampoco—, pero el P. Parra, muy devoto de la Virgen de Lourdes, a la hora de ponernos el agua a las mujeres Álamo Bartolomé agregaba el “de Lourdes”. A la usanza de la época, me confirmaron el mismo día. Seguramente en el Palacio Arzobispal, residencia oficial del arzobispo de Caracas, Mons. Rincón, pero no me confirmó él, sino el nuncio de Su Santidad Pío XI, Mons. Cento, más tarde cardenal y camarlengo en Roma, que estaría de visita cuando llegó la tercera hijita del ministro de Fomento a solicitar el sacramento de la Confirmación.

Papista y sionista

Desde entonces, Alicia fue católica, apostólica y romana, como se decía en aquella época. Ahora diría, antes, polaca, luego alemana y hoy argentina. No sé si por ese sello que el nuncio me dejó en la frente, siempre he sido y  soy papista. Me enseñaron a serlo mis tías Álamo Dávila, católicas devotas, de quienes aprendí las primeras oraciones y recibí los libros iniciales de devociones infantiles.

Por otra parte, soy sionista. Mi admiración y respeto por mis hermanos mayores en religión, los judíos, es una constante en mi vida. Nunca separo los  Testamentos, el Viejo y el Nuevo, los siento como una continuidad. Para gran paradoja de nuestra humanidad inconsistente y conflictiva, nos separa precisamente lo que nos une, la figura que atraviesa latente y en presagio el Antiguo Testamento para hacerse presente, brillante y activa en el Nuevo: Jesús de Nazaret, Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre para nosotros lo cristianos, pero sólo hombre para nuestros hermanos mayores. Nunca olvido que el cristianismo nace en la sinagoga, donde empezó la prédica de Jesús.

Cristianismo presente

En mi casa siempre se celebraron las fiestas cristianas. En Navidad nunca han faltado el tradicional nacimiento y el arbolito. Cuando era pequeña, en Caracas o en Los Teques, recuerdo que íbamos al monte a buscar la hierba estoraque que daba al pesebre un particular aroma del cual siento nostalgia en estas fechas. Asistíamos a las misas de aguinaldo a las 5 am, con mucho frío, viendo el rocío en las plantas, casi como escarcha. En Caracas, íbamos después a patinar en la avenida La Paz. No faltaba el sabroso probar de las fritangas características: arepitas, chicharrón…

No recuerdo haber dejado nunca de ser católica, ni una falla de fe, sí tal vez épocas de mayor o menor devoción, de tibieza en el cumplimiento de las pocas obligaciones de la vida de piedad, lo que me hacía sentir mal, pero ninguna duda en cuanto a la verdad y grandeza de mi religión, de mi Iglesia. Admiro profundamente la estabilidad monolítica de la Iglesia Católica, que a través de los siglos ha resistido las intemperancias, pecados y ambiciones de su jerarquía, sin perder nunca el norte de su doctrina. Cuando más débil parece más confirma su origen divino.

Inicio eucarístico

Hice mi primera comunión en San José de Costa Rica el 13 de enero de 1937, el día de mi cumpleaños número 11, a la usanza de mamá: ella sostenía que antes de esa edad un niño no sabía lo que hacía. También la hizo dos años después Cecilia. Todos los Álamo Bartolomé comulgamos por primera vez a  esa edad, salvo Antonio, que lo hizo en Caracas, antes del exilio, junto con Berenice y era año y medio menor que ella; privilegio del Príncipe, porque para mamá, su varón mayor, era tal. A Iginia hija le tocó hacerla a los 12, porque nos veníamos de Costa Rica y se escogió que la hiciera en Barquisimeto junto con Leopoldo, el día que este cumplía los 11 años. La última en acercarse al banquete eucarístico fue la menor, Beatriz, en Caracas, también en su 11º cumpleaños el 17 de julio de 1944.

Los Álamo Bartolomé no fuimos en grupo a la mesa de la primera comunión, sino solos. El lugar de la mía fue la Capilla del Sagrario de la Catedral de San José de Costa Rica. Tenía como escolta a Cecilia e Iginia ataviadas de ángeles con alas desplegadas. Celebración muy íntima con un posterior y también íntimo desayuno familiar. La recibí de manos del canónigo P. Kern, un sacerdote alemán que fue mi primer y asiduo confesor. Su estampa era como la de San Nicolás. La confesión terminaba siempre con un estribillo: Tenga siempre mucha paciencia. En manos de él me puso la profesora particular que me preparó, también de origen alemán y cuyo nombre no puedo recordar sino fonéticamente, la señorita Krisch o algo así.

Las clases eran los sábados por la tarde junto con otros niños. A pesar de mi temperamento inquieto, por una parte, y perezoso, por otra, que prefería seguramente el juego u otra actividad vespertina y sabatina —teníamos clases los sábados en la mañana en la escuela—, no recuerdo haberme sentido molesta o rebelde para asistir a ellas. En esos tiempos los niños obedecíamos a los padres sin chistar —al menos nosotros—, pensando que toda decisión para nuestras vidas les correspondía a ellos, al menos en los primeros años, después estábamos claros en la libertad en cuanto a la vocación profesional. Eso correspondía a una inteligente manera de educar de mis padres que hoy aprecio mucho.

Quizás en mí hubo una particularidad poco común: después de la primera comunión quise seguir las clases de religión. Quería saber más, profundizar, de manera que los 4 años que siguieron antes del regreso a la patria, asistí todos los sábados a la pequeña aula de la alemana. Estudié Historia Sagrada, que es el Antiguo Testamento en lenguaje para niños, texto muy útil que hace falta hoy, no sólo para conocimiento religioso, sino cultural: el arte universal está pleno de figuras y episodios bíblicos, quien no los conoce se queda en Babia a lo mejor ante una obra maestra. Les pregunto a veces a jóvenes y no tan jóvenes quién es Goliat o Judith y ponen cara de Babia. De manera, pues, que cuando dije al comienzo de este artículo que soy católica por nacimiento y convencimiento, adelantaba el contenido de estos primeros párrafos que ya no necesita mayor explicación.

Semana Santa

Desde pequeños mamá nos llevó a participar en los ritos de Semana Santa,  como los oficios de Jueves y Viernes Santos, la visita a los siete templos para rezar ante los tradicionales monumentos que ocultan el Santísimo y rivalizan en su concepción artística. En San José de Costa Rica me sucedió algo inusitado. Allí era habitual que en las procesiones tradicionales parte de los personajes bíblicos, salvo Jesús y María, fuesen seres humanos, niños o adolescentes. Un año fui escogida para representar a María Magdalena. Eso me marcó. Vestida con sus galas, sin su cabellera pero sí una melena de crespos medio escondida tras un velo, me encaramaron en unas andas, atada por la cintura a un palo oculto tras el ropaje. El momento difícil era guardar el equilibrio en el levantamiento hasta los hombros de los fornidos transportadores, después se cogía el paso. Creo que eran dos o tres procesiones: miércoles por la tarde —había actividad escolar por la mañana—, jueves y viernes. En mi caso, hubo que hacer algo especial: cambio de posta a mitad de camino. Mi humanidad de 12 años pesaba demasiado para mis cuatro pobres cargadores. ¿Cómo me sentí allá arriba, en el imprescindible bamboleo y siendo centro de atención y admiración del pueblo devoto? Pues muy bien, ufana, ya había nacido en mí la actriz desde el año anterior, cuando interpreté La bella durmiente en el Teatro Nacional de San José. Actitud no muy católica, pero sí histriónica que aminoró mi comprensible debilidad humana.

La Acción Católica

Al Papa Pío XI lo llaman el de la Acción Católica porque fue el creador de este movimiento laico, como brazo del apostolado jerárquico de la Iglesia. Otra creación acorde a los tiempos tuvo ese Sumo Pontífice: la Oficina Católica Internacional de Cine (OCIC), también en los años 20 del siglo pasado. Comprendió la influencia que el nuevo medio de comunicación tendría en la sociedad y la posibilidad de transformarlo en medio apostólico. Fui miembro activo de su filial en Venezuela, el Centro de Cultura Fílmica (CCF). Otra acción notable de este Vicario de Cristo fue su denuncia de los peligros y horrores del nazismo en una memorable encíclica, la única en la historia de la Iglesia que no fuera originalmente publicada en latín, sino en alemán, en un afán de llegarle al pueblo germano. ¿Quién le dio los datos? Su nuncio en Berlín, el cardenal Eugene Pacelli, futuro Pío XII.

Me interesa especialmente el nacimiento de la Acción Católica porque en ese quinquenio que viví en Costa Rica empezaron los balbuceos de este movimiento y mamá nos llevó a Berenice y a mí a participar con ella en éstos para mujeres, sin distinción de Estado o de edad, que promovía el párroco de la Iglesia de la Soledad, el Pbro. Carlos Borge. Mamá le hizo notar su casi igual nombre al de nuestro eximio y atormentado poeta, P. Carlos Borges, y él le dijo que también se apelaba así, pero se había quitado la ese porque cada vez que salía en la prensa una poesía del nuestro, de marcado corte erótico, lo llamaba el obispo.

Una vez en Venezuela y el año que vivimos en Barquisimeto, se reunió allá el congreso nacional de la Juventud Católica Femenina Venezolana (JCFV). En el país el movimiento estaba más avanzado, existía entre las mujeres la división por edad y estado civil, de manera que la JCFV era ya una rama independiente, floreciente y activa. Mamá nos llevó a las interesantes sesiones de ese congreso, donde se elegía al final la nueva junta directiva para el período siguiente de dos años. Quedó electa como presidenta nacional Helena Aguerrevere Vera, caraqueña gentil, con quien luego hice, ya en Caracas, gran amistad y fuimos compañeras en el CCF, que ella presidió en años siguientes. A mí me encantó ver aquellas jóvenes líderes, discutiendo y tomando resoluciones. Cuando nos vinimos a la capital, todas las Álamo Bartolomé nos inscribimos en la JCFV, Berenice llegó a ser presidente nacional y yo dirigente nacional. En la JCFV avancé en mi formación católica doctrinal. Teníamos círculos semanales para esto, retiros mensuales y anuales, como preparatorios de las fiestas, tal la de Pentecostés, por ejemplo. De manera que cuando me asomé al Opus Dei, tenía mucho adelantado.

San Josemaría Escrivá

En 1956 me escogieron para, dentro del comité preparador del Congreso Eucarístico, que se celebraría en Caracas a fines de año, dirigiera y organizara la participación de la juventud en el acontecimiento. Motivé y moví algunos grupos, entre otros, el de unos jóvenes alumnos y exalumnos del Colegio San Ignacio, que dirigía P. José María Vélaz, fundador de Fe y Alegría. Yo hacía esquemas para orientación de lo que pretendíamos y de uno de esos que entregué a ese grupo, el sacerdote me comentó: Ah, sí, esto está basado en El valor divino de lo humano, libro que yo desconocía.  Se lo comenté al secretario ejecutivo del comité, el Dr. Odón Moles, médico psiquiatra y sacerdote, que era el vicario del Opus Dei en Venezuela, a quien había conocido cuando en enero de ese año entré a formar parte del comité. No tenía la menor idea de quién era ni qué significaba eso del Opus Dei. Sólo me fijé en que era un hombre muy joven, menos de 40 años, muy alto, elegante dentro de su sotana impecable y decididamente guapo. Me compré los lentes más oscuros que encontré para no mirarlo, ¡en las reuniones vespertinas del comité con luz artificial! El Dr. Moles me dijo que ese libro era de Jesús Urteaga, sacerdote del Opus Dei. Por supuesto, me interesé en leerlo puesto que me habría inspirado por control remoto. Me gustó mucho y enseguida le pregunté al vicario por alguien que nombraba mucho Urteaga, un tal Josemaría Escrivá de Balaguer y su libro Camino. ¡Era el fundador del Opus Dei! De anteojitos que leí Camino. Ahí empezó todo. Me cautivó la doctrina de santificar el trabajo cotidiano, santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo, sin salirse del estado laical ni de la profesión u oficio. Cumplidos ya mis 30 años, por primera  vez me había planteado la posibilidad de ser monja, carmelita descalza, por más señas, dada mi admiración por Santa Teresa de Jesús y el Carmelo. Lo consulté con mi confesor, el P. Pedro Pablo Barnola S.J., me dijo  vamos a verlo y en unos meses el vamos a verlo se volteó como una tortilla: de monja de clausura me resolví a buscar la santidad en el mundo y a propósito del mundo. En enero de 1957 pedí mi admisión en el Opus Dei. Hoy soy supernumeraria soltera, las hay casadas —la mayoría—, viudas y divorciadas. Conocí a San Josemaría Escrivá en Roma en 1964, me concedió una inolvidable entrevista privada. Lo volví a ver en Caracas, en 1975, pocos meses antes de su muerte el 26 de junio.

En la Obra, la formación doctrinal de sus miembros es básica y constante para poder llevar a Cristo hasta las entrañas del mundo. Es mucho lo que he recibido, proporcionalmente muy inferior a lo que he dado. Un día una señora, asidua asistente a retiros y charlas, me dijo que ella era fanática del Opus Dei. Le comenté, para su asombro, que yo no: El día en que sea fanática del Opus Dei dejaré de ser del Opus Dei. En la Obra no puede haber fanáticos, tenemos absoluta libertad en materias y actividades opinables, como la política, la ciencia, la economía, la educación, el arte, la cultura, el deporte… Nuestros intereses y afanes son tan universales como lo es Cristo mismo.

Remate

Respeto mucho la jerarquía eclesiástica y me someto a la jurisdicción que tienen sobre mí el obispo de la diócesis y el párroco de mi parroquia, pero no soy ratón de sacristía. Me molesta tanto el clericalismo de los laicos como el laicismo del clero. Cada Estado tiene su ámbito de apostolado y son complementarios. A los seglares no nos es lícito administrar los sacramentos, salvo el bautismo en caso de emergencia, sin embargo, podemos llegar a rincones del mundo donde el clérigo no puede sin escandalizar.

Sí, soy católica, ¿alguien lo duda?

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