Papel Literario

Sotanas en la selva, diccionarios en guayuco

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Por GERARDO VIVAS PINEDA

Finalizando los años 60 tropecé sin querer, cuando la adolescencia imponía su mandato disperso­, con el Catálogo razonado de los libros de los siglos XV, XVI y XVII de la Academia Nacional de la Historia. Su autor, Agustín Millares Carlo, publicaba un repertorio con 90 títulos raros que ofrecía radiografías librescas incomprensibles para el muchacho lector. Al punto aparté de mis ojos aquella revelación oscura, pero tres detalles ocuparon un resquicio de mi memoria y allí permanecieron hasta hoy: a) el primer libro inventariado era una rarísima Biblia publicada en Venecia el año colombino y antimorisco de 1492, incunable cuyo concepto era desconocido en mis predios juveniles; b) el latín que me enseñaban los jesuitas en el Colegio San Ignacio, pero yo despreciaba por culpa de los Beatles, cruzaba de cabo a rabo la mayoría de las descripciones catalográficas; y c) Mario Briceño Perozo, el prologuista, emitía el siguiente elogio sobre Millares Carlo: “La ciencia del libro no sólo debe al egregio profesor su inapreciable contribución a robustecerla con sus investigaciones y publicaciones; le es deudora, en gran manera, de la pasión por la enseñanza, de ese apostolado que tan sólo realizan los altos espíritus”. La última oración, más una sentencia existencial que una meta bibliográfica alcanzada, ocupó desde entonces un rincón oculto por la puerta de atrás del cuarto año de humanidades ignaciano cursado entre desganos y bicicletas, donde la lengua latina me fastidiaba mientras la literatura me extendía una invitación irresistible. Jamás pensé conocer al catalógrafo en ejercicio del apostolado extra bíblico mencionado por Briceño Perozo, mas dejé guardado ese enaltecimiento inalcanzable en una gaveta memorística. No imaginaba quién podría merecerlo a futuro con el paso de un tiempo todavía desocupado por un prójimo desconocido.

Vocación de historiar la lengua

Ese latín incómodo quizás tiraba una carnada antojadiza a un muchachito de primaria que venía detrás de mí, pero pasaba desapercibido. No obtenía galardones de conducta ni aprovechamiento en las premiaciones colegiales. Aunque detentaba un bajo perfil personal, seguramente el niño vestido de blanco puro con el escudo bicolor del Colegio en la franela ya sazonaba palabras en su tentativa vocación lingüista. Décadas después ese ánimo lo disparó a las cumbres filológicas de la lengua española. Sus nombres y apellidos, comunes y corrientes hasta el colmo, constituían lo contrario de las rarezas bibliográficas catalogadas por Millares Carlo. Sin embargo, el producto rico de su obra lexicográfica e histórica merece compartir el encomio dicho por Briceño Perozo: Francisco Javier Pérez Hernández, así nombrado el hombre no aplaudido cuando chamo, ha ejercido como apóstol de alto espíritu entre sabios dedicados durante siglos al rescate de hablas antiguas venezolanas, epopeyas misionales entremezcladas por aventureros con sotana y aborígenes con arco y flecha. Hoy ejerce la secretaría de la Asociación de Academias de la Lengua Española en Madrid, mientras viste el traje espiritual de la ciencia hablante y escribiente. Su último libro Los jesuitas y el lenguaje: estudios venezolanos, siglos XVII y XVIII, recién nacido en las prensas digitales, representa un compendio de erudición y cultura hispanoamericanas. Francisco Javier comparte esa condición de abolengo vasco, mirando desde la barrera el ruedo jesuítico de la lidia idiomática. Trece años escolares en el Loyola más otros cinco en la Universidad Católica Andrés Bello totalizan 18 años de formación en los planteles de la Compañía de Jesús, optando finalmente por una laicidad justificada en su proyección académica, profesional y humana. Hablemos de la obra, evadiendo por restricciones espaciales una cobertura que merecería al menos un dossier completo, saltándonos la biografía escrituraria del autor, por sí misma una hazaña del humanismo contemporáneo. En esta primera entrega, de una obra programada hasta el siglo XXI, se ocupa de las contribuciones al lenguaje por parte de Pierre Pelleprat, generador de la lingüística aborigen; José Gumilla, primer ordenador de las lenguas del Orinoco; José Cassani, jesuita original, académico, lexicógrafo indigenista y escritor-historiador; Alonso de Neira y Juan Rivero, primarios paleolexicógrafos sistemáticos; Felipe Salvador Gilij, iniciador de la lingüística americana; y Lorenzo Hervás, adelantado de la filología comparada y figura suprema del enciclopedismo lingüístico.

Entre repertorios, almas y demonios

Siete capítulos enmarcados en preliminar y postliminar comprenden y anuncian sin descanso el determinante papel filológico desempeñado por la comunidad jesuítica al ocupar la Venezuela hispánica en proceso de criollización. No extraña el encabezamiento del texto con fragmentos epistolares del año 1783 por el padre Felipe Salvador Gilij al padre Lorenzo Hervás, dos de los religiosos estudiados: “Estoy lo suficientemente persuadido de que la gran empresa de dar su justo valor a las lenguas no puede esperarse sino de los hijos de San Ignacio”. El primer capítulo recurre a un vuelo metafórico para titular los intentos de comprensión de la lingüística venezolana y su recorrido histórico: “Fabricar la tradición”. Insufla así una perspectiva diacrónica en el diálogo constante y necesario desde tiempos antiguos entre los estudios de las lenguas indígenas y la lengua peninsular, tomando como base analítica y descriptiva la gramática de Nebrija y la intención comparatista irrenunciable, anuncio preliminar de la modernidad lexicográfica y lingüística por venir. Acompaña este enunciado temático y metodológico un lamento final debido al extravío de muchas obras producidas por lexicógrafos, traductores y filólogos coloniales. Tal dolor intramuscular se comprende en quien ha vivido elaborando sueños y diccionarios; lo atenúa el nuevo libro publicado.

El siguiente apartado retrata la labor abnegadísima del padre Pierre Pellepratt, entregado al entendimiento arduo de la lengua gálibi, aun padeciendo una enfermedad incapacitante, “dándome una hinchazón tremenda en las piernas y en los pies… para poner en orden mis notas, hacer un diccionario para mi uso particular y para los Padres que serían enviados a convertir a los Salvajes”. Las palabras directas del misionero ofrecen el significado más auténtico de la palabra “abnegación”: era necesario inventariar dialectos para salvar almas sembradas dentro de una prehistoria natural en el culmen de lo básico, codificando y decodificando valores en los cuales “hablar” y “entender” conformaban doble necesidad clasificatoria plasmada en dos diccionarios interdependientes. Así refleja Pellepratt el cartesianismo heredado y proyectado hacia el valor universal del gálibi, lengua matriz en el escenario lingüístico de Tierra Firme “como la latina en Europa”. Sólo los cumanagotos encuentran dificultad para comprenderla, pero los paria, arotes, cores, chaimagotos y hasta los caribes “venidos desde las islas a visitar a sus amigos, me comprendían perfectamente todo lo que les quería decir”, expresa orgulloso el misionero, “ya sea para adquirir coronas en el cielo con la conversión de esos pueblos infieles”. Agrega nuestro autor Francisco Javier, en referencia al humanismo lingüístico inconfundiblemente desprendido desde la labor reconstructiva de una cultura americana en ciernes: “La comprensión del valor de lo sagrado depositado en el conocimiento de la lengua es, aquí, muy notoria. La lingüística venidera no haría sino confirmar el impulso de Pelleprat”. Hacía poco más de un siglo España vertía su huella evangelizadora en la tierra caribeña donde agresiones naturales y endémicas se cernían sobre hombres forrados con hábitos calcinantes empeñados en civilizar posibles antropofagias y enseñar buenas costumbres junto con la lengua. Justo entonces a “Sanz Escudero en Coro, después de riguroso examen ante el deán don Bartolomé Gómez y el franciscano Antonio de Gama, le fueron concedidos el exorcistado y el acolitado por septiembre de 1607”. Los jesuitas combatían plagas y curare al recopilar dialectos nativos, pero también creían impugnar influencias demoníacas en el atragantamiento de unas tribus por otras; de allí la necesidad para recurrir al exorcismo, en el cual confiaban abiertamente desde que San Ignacio de Loyola rezara aquella oración al crucificado, insustituible para ellos: “del maligno enemigo defiéndeme”. Almas en taparrabo pronunciando sílabas nasales rellenaban los diccionarios recién nacidos como meta final de los curas lexicógrafos. Había que defenderlas contra el dueño del infierno, y contabilizar las almas por su número en los estados generales de las misiones, en consonancia con las extremas dificultades comunicacionales entre unos y otros, como hacían los colegas franciscanos y capuchinos. Lo expuso en su momento, con rigor prospectivo, el tetracadémico don Blas Bruni Celli al referir el testimonio del capuchino aragonés Francisco de Tauste en 1680 sobre la ineptitud del indio para captar nociones abstractas: “antes de que los capuchinos entráramos a sus tierras a catequizarlos e instruirlos en la Divina Ley, no sabían que había Dios, ni quien había creado el Cielo y las demás criaturas visibles, ni apetecían ir al Cielo, ni temían al Infierno, por ignorarle, ni aun al mismo Demonio”. Los alegatos de los jesuitas no diferían mucho.

Historiar lenguas y alcanzar el universo

Capítulos siguientes introducen en una múltiple yunta historiográfica y filológica a los padres José Cavarte y Juan Rivero, de quienes José Gumilla reconstruye sus biografías a partir de 1724, rastreando en paralelo su trabajo lingüístico con la empresa misionera, donde el poliglotismo aterriza para quedarse mientras se aprenden las lenguas sáliva, girara, achagua, airica y betoy. El aprendizaje intensivo y exigente los convierte en anacoretas ante el mundo europeo parcialmente oculto. El mismo Gumilla, según el autor del libro reseñado, aporta la obligación de emprender descripciones idiomáticas sin olvidar el trabajo historiográfico de la lingüística: es la ciencia del lenguaje, tras su conceptualización, su filosofía y la acumulación de conocimiento resultante. La lección epistemológica es admirable.

Con respecto a José Cassani el interés máximo del misionero lingüista se desplaza hacia el plano más literario y no tan diccionariológico. Recurre Pérez Hernández a sus sabrosas descripciones zoológicas y botánicas, por ejemplo, el hedor con que el mapurite, “aunque es raro en su especie, providencia de Dios para que no se apeste el terreno”, devuelve perros atacantes tan hediondos que dejan malolientes pueblos enteros cuando los canes apestados regresan luego de la cacería inútil; o en relación con la yuca y sus variedades, una de las cuales todavía asesina comensales desprevenidos en nuestra Venezuela hambrienta: “De estas raíces hai dos especies, la una suave, que cocida, u assada es de buen sabor, semejante al de nuestras castañas, y de mucho sustento. La otra, que estiman más los Indios, es brava, y si no se prepara, es venenosa, y bebido su zumo, o comida sin exprimirla antes, hace rebentar: como se ha experimentado por nuestros Missioneros, dandola a comer a animales, que a pocas horas han rebentado”. Para Francisco Javier la suma de ejercicio lingüístico y expresión artística en el jesuita escritor lo conduce a una valoración final: “Leer hoy a Cassani es un acto de alta literatura”.

Cierran el volumen capítulos sobre Felipe Salvador Gilij y Lorenzo Hervás. El afán comparatístico protagonizado por Gilij en relación con las lenguas indígenas americanas y la filología europea queda totalmente establecido, gracias a la contemporánea labor entusiasta y erudita de los padres José Del Rey y Jesús Olza Zubiri, iguales en identidad “S.J.” e inspiradores y maestros de Pérez Hernández, tres filólogos actuales coincidentes en la atribución a los jesuitas pioneros del germen de la más pura venezolanidad. Hervás recibe en palabras del autor una calificación envidiable: “Va a creer en el universalismo lingüístico”, mediante “la elaboración de repertorios enciclopédicos multilingües sobre las lenguas del mundo”, de donde se obtiene una «cosmolingüística» para entender el universo. A ciencia cierta, y a lengua comprobada, es el mayor mérito de la obra ahora presentada: señalar confines universales en el cosmos antiguo de las lenguas venezolanas. Su aguda especialización no lo convierte en un libro para todo el mundo; ve la luz sólo para la Venezuela que ame al prójimo como a sí misma.


*Los jesuitas y el lenguaje. Estudios venezolanos, siglos XVII y XVII. Francisco Javier Pérez. España, 2022.