Papel Literario

Sorolla y Estados Unidos

por Avatar Papel Literario

Por MARINA VALCÁRCEL

«Yo lo que quisiera es no emocionarme tanto,

porque después de una hora como hoy me siento deshecho,

agotado, no puedo con tanto placer, no lo resisto como antes…

Es que la pintura, cuando se siente, es superior a todo;

he dicho mal: es el natural lo que es hermoso» (Joaquín Sorolla)

A veces ocurre. Algunas exposiciones son como golpes de emoción. Como las más profundas experiencias amorosas: irracionales.

Y esta vez nos sucede. Dejamos atrás el tráfico del paseo de Recoletos, subimos las escaleras del antiguo palacete madrileño sede hoy de las salas de la Fundación MapfreSorolla y Estados Unidos.

Sala 1. Oscura, pequeña, interior: El Algarrobo nos recibe, solo él iluminado. Cuadro de formato medio, apaisado, lejos de la monumentalidad de Sorolla. Recordamos el modo de entrar, directos en el azul de un mar que reconocemos, el azul zafiro del Mediterráneo, a la luz del mediodía. Azul ultramar, brillante, con su golpe mínimo de espátula blanca formando una de sus velas al viento, características en Sorolla. Es el mar de Javea en 1898. Con su costa suave y rosada al fondo. El protagonista es un algarrobo viejo, árbol cercano, del Mediterráneo oriental, con connotaciones de escasez, que nos lleva hasta los niños de la posguerra cuando, a falta de chocolate, disfrutaban al chupar sus vainas dulces a modo de golosina.

En su tronco retorcido se concentra el despliegue de la paleta de sombras de Sorolla, pinceladas cortas y matéricas de ocres, grises y negros que contrastan con las hojas carnosas en verdes azulados, de la fila de chumberas que queda detrás, al sol. Y que remata en una tapia encalada de un blanco tan hiriente como alegre.

La sombra del algarrobo da cobijo a varias decenas de ovejas y cabras, algunas echadas. La siesta. Zonas de sombra y agujeros de sol. La luz radiante de ese mar. Anticipamos casi el zumbido de alguna mosca, el cascabel de las ovejas, el olor del mar mezclado con el del rebaño y el del árbol, la temperatura casi exacta y cálida de este paisaje levantino que nos transporta hasta una miríada de sensaciones.

Nos acercamos para leer el rótulo de este cuadro. Bajo el título y la fecha, la procedencia: colección particular, Estados Unidos.

Giramos la cabeza hacia su cuadro compañero de pared: Puerto de Valencia, esta vez del Cincinnati Art Museum. Rara vez hemos visto esa audacia en un pintor para captar la luz sobre una cesta o sobre el sombrero blanco. Tanto es así que los elementos, en este caso la cesta, o el sombrero de ala ancha, no son más que la excusa, el escudo del que emana la luz. Diríase que se forman con la luz. Es una escena clásica en Sorolla: el mar en actividad, el puerto, la pesca. Los barcos, los niños saltando al agua desde ellos. Pensamos rápidamente en otros muchos blancos: los de Zurbarán, más místicos y conventuales, en sus telas de manteles o casullas de hilo denso, también en las pinceladas espesas de Rembrandt que iluminan como bombillas la oscuridad, incluso en Velázquez o en algunos pintores venecianos del XVI. Nada tienen que ver con el mensaje de estos blancos que salen del sol, de la luz, del aire cálido y que giran hacia tonos que casi nos transportan a olores: del vainilla al barquillo, al verano, a la costa, al poniente, a la alegría…

¿Qué tienen en común estos dos cuadros junto a los otros dos —¡¡Otra Margarita!! y Los pimientos que cuelgan en las paredes de esta primera sala? Sorolla se sintió siempre un pintor transnacional. Estos cuatro cuadros muestran cómo antes de la llegada del pintor a Estados Unidos, para sus grandes exposiciones de 1909 y 1911, algunas de sus obras ya pertenecían a colecciones americanas. Puerto de Valencia o El algarrobo fueron compradas a través de dealers europeos que adquirieron obras en la exposiciones de París, Múnich, Berlín o Londres y son el preámbulo de lo que Blanca Pons-Sorolla, comisaria de la muestra, viene a anunciarnos como temática de esta exposición.

Después de la antológica de Sorolla en el Museo del Prado en 2009, es ahora la Fundación Mapfre la que nos acerca al momento del triunfo, en mitad de la plenitud de su obra. Sorolla en Estados Unidos. Para ello reúne, por primera vez en España, un grupo de obras, muchas de ellas nunca vistas aquí, que fueron expuestas por el pintor en sus muestras americanas y adquiridas por coleccionistas y museos de Estados Unidos.

Joaquín Sorolla nace en 1863 y muere en 1923, 60 años y cinco meses. Es preciso entender cuál es el contexto político y cultural en el que transcurre la vida del pintor para valorar justamente el mérito de su triunfo americano.

Sorolla: El algarrobo, 1898

La vida de Sorolla abarca la época de la Restauración y la de la monarquía parlamentaria de Alfonso XIII. Es una etapa de estabilidad política en España, también lo es en el terreno económico. Sin embargo, una escisión profunda divide el país: la España política de una parte y la España real por otra. El campo sigue anclado en el inmovilismo, mientras una burguesía oligárquica se consolida. Ambas son fielmente retratadas por Sorolla.

Por otro lado, en 1898 se produce la liquidación del imperio ultramarino. El país queda reducido prácticamente a sus límites actuales. Esto tiene una repercusión directa sobre el movimiento intelectual que desemboca en una polémica surgida tanto en el terreno de la literatura como en el de la pintura y otras artes plásticas. Esa fractura dividió a España en lo que vino a llamarse la España negra (término acuñado por el libro homónimo de Émile Verhaeren y Darío de Regoyos, 1899) fiel a una nación en la encrucijada, anclada en sus raíces medievales y oscuras. Una España guiada por artistas desde Ignacio Zuloaga a Julio Romero de Torres, también por los grandes autores del 98, UnamunoValle-InclánBaroja… Frente a aquella España oscurecida, brillaba una España blanca y luminosa, nacida de la alegría de vivir el presente. Del lado de esta España estaban además de Sorolla otros pintores como Hermen Anglada-Camarasa o José Pinazo.

En el terreno de la pintura, que es el que nos ocupa, es curioso conocer que esta polémica afectó incluso al mundo de los colores. En Sorolla, toda su energía se manifestaba en la potencia de la materia cromática, en las pinceladas densas llenas de miles de combinaciones de tonos que adelantaban la alegría de la vida. Mientras que Zuloaga y Romero de Torres pertenecían a la corriente de Unamuno quien, en su negación de toda sensorialidad como sustancia del arte, rechazaba todos los elementos que conferían mayor corporeidad a un cuadro, bien fuera la pintura al óleo o los colores. Para él solo cabían los grises: «Porque el gris tiende a comportarse como un vampiro de los colores, pues al mezclarse con ellos se encarga de succionarles la sangre, la fuerza vital, hasta llegar a vaciarlos de sí mismos». Es en este contexto en el que, por ejemplo, hay que imaginar a nuestro pintor valenciano, caballete en mano, recorriendo España, pintándola en lienzos gigantescos, llenos de brochazos y manchas de color, ruido y optimismo para ser colgados en una Hispanic Society lo más lejos posible del pesimismo noventayochista.

Nada más salir de esta primera sala de iniciación nos encontramos al fin con el descomunal ¡Triste Herencia! (1899). Enviado a la Exposición Universal de París junto a otros cinco lienzos, el jurado concedió a Sorolla el Grand Prix por el conjunto, pero en especial, por esta obra que aquí, entre estas paredes, parece ciertamente ahogada entre un suelo y un techo demasiado próximos para ella. Pensamos que es el único cuadro de mar de Sorolla en el que la playa es pura melancolía. No es la luz brillante y alegre de julio o agosto, ni siquiera la dorada de septiembre, es una luz fría, como de principios de junio. El mar, incluso las olas y la arena, los azules y los blancos, parecen haberse mezclado en exceso en la paleta con la enorme mancha de color betún de la sotana del cura, de la que también parece salir su duro perfil. El resto, esos jóvenes escuálidos son los únicos cuerpos de niños que Sorolla pinta en el mar cuya piel no está recubierta por esa película transparente, alegre y resbaladiza que es el brillo del agua salada y que los convierte en algo parecido a peces de reflejos metálicos.

Sorolla se vuelve aquí austero, incluso en la cantidad de materia que usa en la pincelada: prescinde de toda sensualidad en el abuso de las manchas espesas de color limitándose casi al raspado de la espátula. Devolviendo a esos pobres niños de cabezas gachas, pelo rapado y a los que no pinta ojos, a la miseria de lo efímero en su momento de alegría. Zambulléndolos en un agua más fría que nunca. En un mar que casi se torna Atlántico.

Sorolla y la Hispanic Society

La planta baja de la exposición está dedicada a los dos grandes mecenas de Sorolla en Estados Unidos: Archer Milton Huntington y Thomas Fortune Ryan.

Huntington fundó la Hispanic Society en 1904, con el fin de promover los estudios hispánicos y acercar el público norteamericano a la cultura española. No solo en lo relacionado con la pintura sino también con la literatura.

En 1909 organizó la primera gran exposición de Sorolla en Estados Unidos, en las salas de la Hispanic Society de Nueva York. Fue un éxito rotundo, tanto de asistentes como de ventas, además del apoyo de una crítica entusiasta. Esta primera exposición viajó después hacia Buffalo y Boston donde fueron recibidas con parecido entusiasmo. El segundo triunfo de Sorolla llegó dos años después, en 1911, en Chicago y Saint-Louis.

Como resultado, Huntington le encarga «la obra de su vida»: catorce paneles para decorar la biblioteca de su sede en Nueva York. Sorolla tardó solo ocho años en hacer este encargo: de 1912 a 1919. Poco después de terminar el último lienzo, y probablemente, debido al esfuerzo sobrehumano que realizó, sufrió una hemiplejía y en 1923, tres años después, murió.

Cuando en 1926 los lienzos fueron, por fin, colgados en las paredes para las que fueron concebidos, tanto en Estados Unidos como en España este hecho pasó casi desapercibido, difuminándose entre la prensa y la crítica tan lejos del triunfo arrollador de Sorolla pocos años antes.

¿Qué es lo que había cambiado a lo largo de esos ocho años en los que Sorolla había recorrido la geografía española pintándola aún bajo la estela del triunfo de las exposiciones de 1909 y 1911?

Sorolla: Saliendo del baño, 1908

Son dos los hechos que hicieron girar la sensibilidad de las sociedades americana y europea. En primer lugar la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo, un acontecimiento determinante en el desarrollo de las artes plásticas: en Nueva York había tenido lugar la Armory Show y con ella se abría paso, haciendo saltar todos los cerrojos de todas las puertas, el espíritu de vanguardia.

Armory Show, denominación en inglés de las exhibiciones artísticas que tuvieron lugar en la armería del 69 regimiento de la Guardia Nacional en Nueva York, es el término que se refiere a la Exposición Internacional de Arte Moderno que tuvo lugar entre el 17 de febrero y el 15 de marzo de 1913. Esta exposición fue un punto de inflexión para el arte de Estados Unidos, enfocándolo hacia la modernidad y distanciándolo del hasta entonces dominante academicismo. Agrupó unas 1.300 piezas que recorrían el desarrollo del arte contemporáneo con obras representativas del impresionismo, el simbolismo, el postimpresionismo, el cubismo y el fauvismo.

A pesar de la densidad en ideas que caracterizaba a este movimiento, hay una que la resume bien: la vanguardia es la priorización del discurso sobre la figura.

Los artistas que se movieron en torno a los años 1900, diríamos entre el último cuarto del siglo XIX y hasta 1914, lo hicieron barajando la dialéctica entre el discurso y la figura, buscando una comunicación entre ambos. Pero a partir de 1914, el discurso, el significado, pretendió independizarse de la materia que lo constituía, del cuerpo: el alma intentó hacerse independiente del cuerpo que le daba vida y consiguientemente las artes plásticas quisieron separarse de la materia que las conformaba. La idea básica de la que partían fue sustituida por la voluntad de trascendencia: de significado inmaterial.

El centro de este huracán vanguardista fue Marcel Duchamp y su obsesión por apartarse de la sensorialidad plástica.

En síntesis, interesaban las ideas, la pintura se veía ahora al servicio de la mente y este discurso antisensorial que lideraba la vanguardia chocaba de frente con la pintura de Sorolla, esencialmente sensorial y sensual. Sorolla había quedado anticuado.

No es hasta que el siglo XXI despliega toda su carga de antivanguardismo cuando la figura y la fama de Sorolla son devueltas al lugar que merecen. 20 lienzos en la colección del Museo del Prado.

La playa, Valencia, el puerto, los niños al sol, los paisajes y retratos de Clotilde y Elena inundan Nueva York…

«El aire estaba por doquier impregnado del milagro. La gente citaba el número de visitantes y tenía continuamente en la boca las palabras «resplandor del sol». Jamás había sucedido nada por el estilo en Nueva York. Los ¡oh! y ¡ah! empañaban las baldosas del suelo, los automóviles atascaban la calle. Llovieron los encargos de retratos. Se vendieron reproducciones fotográficas en cantidades nunca vistas. Y en medio de todo aquello, allí estaba nuestro pequeño creador. Sentado tan tranquilo, abrumado pero no engreído, mientras yo le traducía las oleadas de entusiasmo de la prensa».

(Carta de Archer Huntington a su madre, Arabella Duval Huntington Nueva York, Marzo de 1909).

Y sí, con esta carta de Huntington a su madre entendemos parte de la revolución que produjo Sorolla en el Nueva York de principios de siglo, inundándolo de luz del Mediterráneo, de la alegría de ese misterioso mar interior.

En una suerte de túnel del tiempo nos imaginamos a nosotros mismos convertidos en espectadores americanos, moviéndonos por primera vez, pasmados entre los lienzos de Sorolla.

¿Cómo reaccionaríamos al vernos rodeados de escenas de mar y de playa, de niñas con trajes rosas y moños sueltos corriendo de la mano, saltando sobre sus reflejos de agua convertidos en torrentes de colores y de luz. Perseguidas por el cuerpo desnudo de un niño, en pleno brinco, tras un mar en azules y violetas atravesados por olas horizontales que más bien parecen sonrisas abiertas, dientes de leche y gritos antes que rizos de espuma? ¿Notaríamos, en el invierno del otro lado del Atlántico, cómo la luz abrillanta los colores hasta su máxima expresión, irradiándolos hasta meterlos dentro de nuestros espesos abrigos cerrados de botones y llenándolos de esa sensación de calor y bienestar que regalan siempre las pinturas de Sorolla? Acompañan a este lienzo, Corriendo por la playa (1908, comprado por E. Huntington en Nueva York en la exposición de 1909) una serie de dibujos preparatorios en papel en los que el espíritu de Sorolla ya se anuncia en el uso del carboncillo y el grafito que esculpen los pliegues de los trajes de las niñas casi como si se tratasen de unas korai de la Grecia clásica, delimitando sus brazos, ordenando su pelo, frente a las extensas manchas de pastel blanco luminoso que son las que insuflan vida a las figuras y los rostros de las niñas.

«Este pintor de Valencia ha encontrado su tesoro en el agua azul. pero el dominio sobre los mares no lo ha conseguido Joaquín Sorolla en una tarde. se dijera que tiene el brazo roto por el remo y el rostro abrasado por el sol»

(Juan Ramón Jiménez)

En el estilo de Sorolla hay mucho de su manera de ser: vital y apasionado, solo concebía la pintura como un vehículo de su sentir y su manera de concebir las cosas. La pintura era su vida y en ese sentido no había disociación entre vida y profesión, entre el hombre y el artista. Sentía las cosas de manera directa, lejos de las profundidades o de las reflexiones pausadas.

Su vida se alargaba como un trazo más de su pintura. Mantenía una comunicación constante con el mundo que habitaba sus cuadros: con él mismo y con las cosas que pintaba, con él y con las gentes a las que pintaba desde Clotilde, su mujer, hasta sus hijos y sus modelos. Pintaba lo que le gustaba, sobre todo el mar y cuanto lo rodeaba. Todo debía ser alegre, fresco, ruidoso, inundado de luz. Pintaba todo lo que tuviera fuerza y brío. Era un hombre temperamental y emotivo y no podía dedicarse a algo que no le atrajera arrolladoramente. En los casos en los que debía dedicarse a un retrato encorsetado por encargo, la calidad de su obra se resentía. Se alejaba de todo cuanto le producía frío. La sobriedad de Castilla le asustaba. Al pintar Castilla comentaba: «He pintado todo el día y no estoy contento del trabajo (…) no sé lo que pasa aquí (…) pero atrae la severidad (…). Estoy menos animado a continuar en Ávila, me fastidia lo castellano, es demasiado bárbaro».

Y sin embargo se entusiasmaba con Andalucía, con la fiesta y los toros…

Analizando esta postura —vitalidad frente a intelectualidad— descubrimos cómo el arte solo le conmovía y apasionaba. Y así vemos también cómo Sorolla nunca mostrara interés alguno por los bodegones; se mantenía alejado de cualquier arte analítico como era el cubismo, que se desarrollaba tan cerca de él. Entre 1907 y 1914, BraquePicasso y Gris convierten el bodegón en uno de sus géneros favoritos: pretendían reducir la naturaleza a formas geométricas esenciales y simples. Nada tan alejado de la pintura de Sorolla.

La característica fundamental de su pintura es la búsqueda de lo natural. Es cierto que en sus lienzos pueden verse restos de naturalismo, de impresionismo, incluso de fauvismo, pero siempre a su aire.

Compartía muchos rasgos con el impresionismo: el plenairismo, la paleta clara, la tendencia al boceto, el debilitamiento del tema en favor de los ambientes… Sin embargo, a diferencia de sus colegas impresionistas, no se acercaba a la ciencia en busca de la descomposición de la luz y las propiedades de los colores. Esa búsqueda intelectual a Sorolla le disgustaba y se dedicaba por entero a la pura emoción y a lo que él entendía como natural. «¿Para qué? Si el ojo normal ve el color unido ¿por qué, pues, separarlo?».

«Tengo hambre por pintar (…) me lo trago, me desbordo, es ya una locura»

(Sorolla)

Esta exposición nos muestra también una cualidad arrolladora de Sorolla: la del trabajador infatigable, suerte de bestia incapaz de parar.

Son magníficas las salas, también oscuras, pequeñas, abarrotadas, ciertamente convertidas en studioli o gabinetes de joyas, en las que el espectador disfruta de los apuntes de Sorolla, bien en sus pequeñas tablas al óleo con paisajes y bocetos, bien con sus dibujos realizados desde los hoteles de Estados Unidos o en el anverso de los menús de los restaurantes parisinos.

«¿Que cuándo pinto? Siempre. Estoy pintando ahora, mientras lo miro y hablo con usted».

Sorolla realizó a lo largo de su vida más de dos mil pinturas en pequeño formato. No excedían de 20 o 30 centímetros. Los llamaba «apuntes» o «manchas de color». Y los pintaba para sí mismo, por puro placer, como esbozos o ensayos que transmite el alma del artista. Eran un escáner de cómo miraba o sentía el pintor. Su vertiente más íntima y más libre.

Sorolla: Baile en el Café Novedades de Sevilla, 1914

Eran la inmediatez de la mirada: aquella que mira y pinta al mismo tiempo. Hambre del pintor por dejar que su mano, lo mismo que un escritor prolonga sus pulsaciones alargándolas en un esbozo de lo que está viendo o sintiendo: por pura necesidad de vomitar aquello que explotaba incontenidamente dentro de sí.

Esa lava incontrolable en la que Sorolla avanzaba en sus estudios de la naturaleza, captando las instantáneas, los cambios de luz, da igual que fuera el trozo de una tapia y su blanco encalado, el reflejo de un árbol en el agua de un estanque, los brazos de los niños reducidos a diminutas pinceladas, alternadas con toques de espátula, para captar sus saltos entre las olas… Esta costumbre de los apuntes, de pintar para sí mismo y del pequeño formato, era conocida ya desde Goya y desarrollada por los pintores que sacaban sus cajas de pinturas al aire libre, ya fueran Fortuny o PinazoSargent o Boudin. Parecía que Fortuny había inventado una ingeniosa caja de apuntes que facilitaba la comodidad de los estudios al aire libre. Se trataba de una caja con dos partes unidas por bisagras: la inferior hacia las veces de paleta y en ella se conservaban los tubos de color y los pinceles; en la superior, se apoyaba la tablita de manera que al quedarse de pie podía recibir la creación del pintor.

Estos apuntes se vuelven especialmente interesantes al final, cuando la libertad y sobre todo la seguridad en sí mismo es ya total. Se convierten en pruebas en el avance de la técnica y en la búsqueda de la luz, mientras las sombras se fuerzan hasta el límite y la pintura agudiza su modernidad para recordarnos que Sorolla trabaja en la época de la fotografía y de la pasión por la estampa japonesa.

«Ahora es cuando mi mano obedece por completo a mi retina y mi sentimiento. ¡Veinte años después!», afirma el pintor al final de su vida.