Por CARLOS ÁVILA
Soñé contigo: no podía entender nuestra conversación en WhatsApp porque estaba escrita en caracteres chinos. Yo trataba de descifrarlos, pero acababa angustiándome y salía a la calle en busca de alguien que me ayudara a traducirlos. Avanzaba con la espalda pegada a las paredes, me detenía en las esquinas y asomaba un ojo. De pronto dos policías me daban la voz de alto: querían saber si había salido de mi casa a escuchar una canción. La pregunta me tranquilizaba y por un segundo sentía que estaba en compañía de un par de amigos: les mostraba el teléfono y los tres pegábamos las cabezas ante una pantalla invadida por sinogramas y glitches. Al cabo de un rato, uno de los agentes retrocedía y concluía que mi celular tenía un virus. El anuncio hacía que me invadiera nuevamente una sensación de zozobra.
Una de las pocas reflexiones, si no la única, que Marlow hace acerca de la forma que tiene su propia narración en El corazón de las tinieblas es justamente aquella en la que supone estar contando el relato de un sueño: “Me parece que estoy haciendo un vano esfuerzo…”. Concentrado en narrar nada menos que una travesía hacia el horror, Marlow se preocupa por “transmitir la noción de ser capturado por lo increíble”, esto es, “la misma esencia de los sueños”. Cuando me cuentan un sueño, dice Piglia en el texto de recepción del Premio José Donoso, trato de ver si estoy yo en él, porque eso haría al sueño un poco más interesante: la garantía de una narración depende de la implicación de quien lo recibe. En ese sentido, al involucrarnos a todos, cabría preguntarse por las maniobras que operarían con efectividad en la construcción del relato de la pandemia.
Más que la de una novela de ciencia ficción, la pandemia evoca la atmósfera de un sueño: la uniformidad de los días, las horas en silencio, la distancia entre humanos, constituyen fenómenos que nos han ido distanciando de la realidad al tiempo que la han ido cargando de contenidos que componen el centro de la literatura fantástica. La monotonía, la repetición, la impresión de estar dando vueltas en torno a un mismo día, ha generado efectos nuevos: anoche llovió y por un momento sentí que estaba teniendo una conversación. Esta expectativa nerviosa, además, envuelta por cierto halo melancólico, no remite en lo más mínimo a la paz: los días conservan un estado de ánimo intranquilo, propio de los paisajes oníricos. Nos ha capturado, a decir de Marlow, “la misma esencia de los sueños”.
Nos hallamos en un punto intermedio entre el mundo tal y como lo conocemos y uno que está por venir del cual no sabemos nada en absoluto: habitamos una suerte de espacio indecible, que separa y articula al mismo tiempo, muy parecido a aquel que habitamos cuando dormimos. A dicha vacilación responde nuestra ansiedad: aterra no saber a qué temerle. Por eso hablamos de tiempo detenido, momento de suspensión o limbo: bajo el umbral no podemos afirmar a qué lugar correspondemos. “No habrá nunca una puerta. Estás adentro”, apunta Borges en el primer verso de un poema que lleva el insinuante título de “Laberinto”.
Desde luego, me doy cuenta de lo inútil que es pensar en el ambiente de un relato en medio de semejante descalabro. No obstante, seré yo o será el silencio. De momento, seguiré optando por imaginar que, en un par de semanas, cuando despertemos del todo y tengamos oportunidad de ponernos al día, la puesta en común alcanzará la forma de un largo sueño en colectivo, a la manera en la que lo pensaba Jung, para quien los sueños no eran del todo individuales, sino que hacían parte, como un río interminable, de una gran red comunitaria. No dejo de preguntarme, por supuesto, qué punto de aquel sueño comunal atravesamos.
Me desperté cuando los policías procedían a esposarme. Estaba despavorido: con una energía particularmente poderosa, me había traído una sensación angustiante que insistió durante un rato en la vigilia. En seguida busqué el celular para contarte. Tenía un mensaje tuyo que decía: “Soñé con un hombre murciélago”.