Por LUIS PÉREZ-ORAMAS
a Gustavo Buntinx, buen instigador
Uno: revolución
Desde que Thomas Kuhn escribió su libro referencial sobre el concepto de revolución en la ciencia, la vulgata sobre el tema parece haber aceptado, sin mayores consideraciones críticas, la validez de esta idea: a saber que el conocimiento científico «avanza» a través de rupturas que hacen de una nueva teoría algo inconmensurable en relación con aquella (teoría) que supera.
Más recientemente Carlo Rovelli, un extraordinario físico cuántico dotado de una escritura poética y de una claridad superior para la divulgación de los abstrusos meandros de la teoría cuántica ha venido a poner el dedo en la llaga de lo que parece ser, en verdad, (otro) mito moderno: a saber que el tiempo —que en rigor no existe a nivel de las ecuaciones elementales del universo sino como manifestación de entropía— se produzca en estadios de inconmensurabilidad absoluta que solemos llamar con esa palabra-amuleto, con esa idea-fetiche: revolución.
Si por una parte, según Rovelli, el énfasis puesto en las rupturas por intelectuales como Kuhn o Karl Popper ha ofrecido claridad sobre aspectos de la evolución del conocimiento científico, por otra parte ha contribuído también a una “absurda devaluación de la dimensión acumulativa del conocimiento (1)”.
Cito a Carlo Rovelli: «Aún peor es la falla en reconocer las relaciones lógicas e históricas entre teorías, antes y después de esas rupturas. La física de Newton es perfectamente reconocible como aproximación de la relatividad general de Einstein; la teoría de Aristóteles es perfectamente reconocible como una aproximación contenida en la teoría de Newton. (…) Los científicos no avanzan ni como resultado de una mera acumulación de conocimiento ni gracias a revoluciones absolutas en las cuales todo es descartado y se comienza desde cero. Avanzan, en vez, según una maravillosa analogía esbozada primero por Otto Neurath y frecuentemente citada por Quine, ‘como los marineros quienes deben reconstruir su barco en altamar, y por ello nunca pueden comenzar todo de nuevo, desde cero. Allí donde un mástil es eliminado, uno nuevo debe reemplazarlo, y para ello el resto del barco debe ser el soporte. De esta forma el barco pudiera ser reformulado como algo enteramente nuevo, pero sólo en términos de una reconstrucción gradual” (2).
LLama la atención que el concepto de revolución pretenda aún seguir teniendo algún valor de cambio. En el siglo de las fluideces, de los pensamientos líquidos, del anti-binarismo radical, de la deconstrucción, en este tiempo nuestro necesitado de reconocer en sus peores heridas y holocaustos la realidad de una situación post-dialéctica, la revolución sigue teniendo cabida en el bazar de los discursos cotidianos, en la vulgata de la inteligencia de segunda mano.
Pero no: la historia no es ni una mecánica, ni el espacio de la política una geometría euclidiana de proporciones controlables, ni siquiera el resultado de una voluntad señalable, de un voluntarismo. Luego la revolución es o bien una estafa o bien una tiranía, y más frecuentemente ambas. Como las palabras ‘salvación’ o ‘pecado’, la palabra ‘revolución’ (apenas mejor vestidilla) es la excrecencia nominal de una teología ficticia: aquella que, muerto Dios, lo sustituye por una temporalidad única, dominante y excluyente.
La política moderna ha hecho del tiempo y de la historia —de la mano de fabulaciones como el Zeitgeist— el sustituto de un Dios ausente. De allí su fallida teología —de Hegel y Marx a Carl Schmitt, pasando por sus engendros: Stalin y Hitler, Mao y Mussolini, Castro, Polpot y Chávez, hasta Viktor Orban y Nicolás Maduro. De allí su frecuente impulso inquisitorial, genocida.
La política moderna, esa que baila al danzón con la vestidilla revolución —mientras asesina, tortura y pauperiza— es hechura de ese simulacro de la religión. Y como tal, en su pasodoble mortal con la revolución, se traduce por su cáncer, en su peor metástasis: el mesianismo. Cuando se establece —como ha sucedido en Cuba o en Venezuela, y se acepta como normal— una relación de dependencia entre la ley y cualquier manifestación mesiánica del poder entonces es la ley misma la que se des-obra, porque lo propio de todo mesías —incluso y aún más en situación de simulacro— es precisamente la suspensión de la ley; todo mesías —incluso y especialmente el espectro barbudo de un mesías disimulado en la filogénesis del Tirano Aguirre, como fué Fidel Castro— conlleva la inoperancia de la ley —y por lo tanto la inoperancia de la comunidad a través de un régimen antilibertario de control. Entonces la desolación social se inicia, irremediable e interminable.
La fatalidad del mesianismo en la historia, es decir el efecto devastador que genera entre los humanos el simulacro de esta teología en el funcionamiento de la sociedad consiste, como lo ha visto Giorgio Agamben con lucidez sistémica, al proyectarse esta sombra mesiánica sobre la relación entre ley y soberano, en el advenimiento de un estado de excepción permanente (cuyo enunciado más breve y cruel es aquella frasecita infame: dentro de la revolución todo, contra la revolución nada.)
Dos: sobrevivir a la revolución
La revolución ha sido la vía letal y moderna del mesianismo: en su nombre, como si llevaran carnestolendos monstruos el estandarte de la Parca, se ha ido acometiendo la destrucción de tantas vidas humanas. No podemos seguir reivindicando, entonces, bajo ninguna circunstancia, esa falacia, ese espejismo ideológico, esa palabra maldita que esconde una monumental falsedad sobre nuestra relación con el tiempo.
Porque lo que esa palabra-amuleto, ese concepto-fetiche —la revolución— conlleva es una superstición por medio de la cual una forma de dominación injusta es sustituída por una dominación insoportable. Un truco cruel en el que se embozan los nuevos dueños. Pero aún más allá de su teatro, aún develados sus artilugios de deus-ex-machina, lo que la revolución —toda revolución, científica, artística o política— niega es el valor y la realidad de la heterocronía, la temporalidad múltiple; el hecho de que la experiencia individual y colectiva de la temporalidad es inexorablemente diversa, y a menudo conflictiva, además de surgente —y resurgente—, multiplicada en el presente desde las reservas del olvido, sobreviviente desde lo Anterior, providencial y súbito desde el Otrora, y siempre potencial, no solo en cuanto lo que puede ser, sino también en cuanto que puede-no-ser: el pudiera ser como identidad infinita que Lezama Lima decía, con razón para domar los abismos, existente en lo histórico no como potencia sino como acto (3).
Es por esa voluntad inevitable de subyugar a todo precio, por esa negación obtusa de la complejidad del tiempo y de la heterocronía que todo no puede estar nunca dentro de la revolución. La revolución es siempre, por principio y lógica, la madre de todas las intolerancias porque implica la absurda tentativa de imponer al conjunto del organismo social la ilusión de un sólo tiempo.
No hay ecuación elemental del universo en la que el tiempo como entidad única y no fractal aparezca. El futuro, que no existe aún, sólo existirá como paso de calor entre los cuerpos, como entropía, es decir como ubícuo y familiar incremento de desorden (4). La frase de un revolucionario histórico, Saint Just, tallada en la piedra de un jardín arcádico por el poeta Ian Hamilton Finlay, viene al caso: ‘El orden del presente es el desorden del futuro.’
La historia convertida en cuento de hadas —o en fábula de horror— es aquella que supone la inconmensurabilidad entre lo moderno —lo que está por venir— y lo que antecede; aquella que niega la verdad porosa, creolizante, no atávica, heteróclita de lo humano: la figurabilidad que acontece a pesar de voluntades y manifiestos, la resurgencia en la deriva de las formas, la teratología simbólica, la sobrevivencia siempre antitética como lo vió Aby Warburg en ese modesto laboratorio de la existencia humana que puede ser la historia del arte.
Quisiera volver a la imagen de aquellos argonautas de Neurath que reconstruyendo el barco —la navicella— en altamar, evitan el naufragio absoluto. Desde antiguo existe una metáfora del Estado como navecilla atormentada, a punto de ser sumida en la profundidad del mar por el furor de las olas. Giotto la representó en un perdido e inmenso mosaico. También la imaginaron Goya y Géricault. Somos los sobrevivientes de esos naufragios. Esa lección parece haber sido olvidada por la política de la revolución —de cualquiera y todo signo— haciéndose entonces, incesantemente, política de los naufragios.
La incapacidad de dolernos en el dolor del otro es el peor resultado de esa política, como ejercicio inhumano del poder. Ese engendro moderno, la revolución, esa muñeca tiesa, ese espantapájaros a menudo letal y siempre criminal, es la manifestación fundamentalista de una religión de la historia como divinidad operática, una religión formalista que ignora, para salvarse de cada uno de sus zarpazos, los dolores que produce. Se alimenta, necesariamente, como Saturno, de los cuerpos humanos que desgarran.
Deberíamos rechazar, para vencer por una vez la ideología mesiánica, y su trompeta apocalíptica, la revolución, cualquier principio, cualquier teoría o utopía que no coloque al dolor del otro como límite absoluto e irrenunciable de su legitimidad; es decir deberíamos rechazar toda política que para ser tenga que hacerse indiferente al dolor del otro, al dolor concreto, a la singularidad sufriente y ordinaria.
Con la revolución nada, fuera de la revolución, todo.
¿Y qué es todo? Todo es lo que no cabe en el manifiesto ni en el plan, y los desborda. Todo son los insospechables que el ejercicio de las libertades va a inventar. Todo es el pueblo —su raíz analfabeta— y el pueblo es, como lo recordaba José Bergamín, siempre lo que queda del pueblo, siempre minoría, siempre un resto, una división, de forma tal que no puede ser de nadie ni dejar de ser, y que nunca puede coincidir, totalmente, consigo mismo. Límite ético del dolor y principio generador de tolerancia ante lo insospechable de su propia potencia, el pueblo es ese todo que no puede nunca estar dentro de la revolución, porque la revolución —en su empeño dogmático de excluir ambos las heterocronías y los heteróclitos, también lo excluye. Pero el pueblo también es, o así yo lo espero —y hablo aquí como venezolano en la hora más difícil— aquello que en su pudiera ser, en su siempre resto, pueda un día sobrevivir a la revolución.
Referencias
1 Carlo Rovelli: Aristotle the Scientist in: There Are Places in the World Where Rules Are
Less Important Than Kindness [London: Penguin, 2018],3
2 Ibidem,4
3 José Lezama Lima: Paralelos (la pintura y la poesía en Cuba, siglos XVIII y XIX) in La cantidad hechizada [La Habana: UNEAC, 1970), 166.
4 Carlo Rovelli: The Order of Time [Riverhead Books, 2018], 59.