Por ANA MARÍA DEL RE
La constante labor de Francisco Rivera como traductor, ensayista, crítico literario y profesor es por muchos conocida y reconocida. Entre sus últimas publicaciones bastaría recordar los Cien poemas de Cavafy (Monte Ávila, 1978), considerada una de las mejores traducciones del poeta griego realizadas hasta el momento; Tierra de diamante (Fundarte, 1982), selección de textos del poeta escocés Kenneth White, e Inscripciones (Fundarte, 1981). La reciente aparición del segundo libro de ensayos de Rivera, Ulises y el laberinto (Fundarte, 1983), ha sido el pretexto, a la vez que el motivo central, para iniciar este diálogo.
—ADR: Me gustaría que habláramos, si es posible, sobre algunos temas que me han llamado la atención en tu último libro, conformado por siete ensayos, los cuales me han parecido de gran interés. Encuentro que en cada uno de ellos hay elementos en común con los demás, líneas que los unifican y que desembocan en el título del libro: Ulises y el laberinto. Y justamente uno de esos temas es el del laberinto, sus variantes, sus vertientes. Me parece que ese tema ha sido, entre otros, uno de los de tu predilección.
—FR: Es verdad. Cuando me propuse seleccionar los textos que aparecen en Ulises y el laberinto me di cuenta de que tenía toda una serie de cuartillas que estaban relacionadas entre sí. Había, en particular, ese texto sobre Ulises y el laberinto escrito a raíz de la lectura de un libro de entrevistas con Mircea Eliade. Fue el “azar controlado” de que hablan los orientales, personificado por mi amigo el poeta Eugenio Montejo, el que me sugirió que le pusiera a la colección ese título.
—ADR: ¿Por qué pensó Montejo que ése debía ser el título? ¿Había él leído todos los textos, encontrándoles también ese tema en común?
—FR: Sí, Montejo tiene, además –interés compartido conmigo- cierta predilección por lo rumano (Eliade, la poesía de Blaga, los aforismos de Cioran) y Eliade es realmente una figura clave que ha reinventado la historia de las religiones. Estas búsquedas son absolutamente imprescindibles para personas como nosotros que trabajamos con símbolos, con la psicología de Jung. Una vez encontrado el título (o, si quieres, el símbolo), mi tarea se redujo a encontrar un epígrafe que resumiera todo el proceso de la escritura, pues este libro es, dicho de la manera más sencilla, un viaje al otro mundo. El epígrafe de Marcel Brion también se lo debo al azar, ya que lo encontré en el transcurso de una serie de lecturas para un trabajo sobre Leonardo que estoy planeando escribir.
—ADR: El epígrafe es esencial porque habla del laberinto, de ese viaje a los infiernos después del cual se sale transfigurado una vez que se ha tocado un centro. ¿Podría decirse que tu libro trata de un proceso iniciático y de una purificación de cierta manera?
—FR: Se trata, definitivamente, de una purificación o, más bien, de una integración de lo impuro. Para mí cada texto es entrar en un dédalo y salir de él cambiado.
—ADR: Es un viaje lleno de peligros, de vicisitudes y a la vez de encuentros y de regreso, como el del propio Ulises, que también es una figura mítica que te atrae.
—FR: Efectivamente, el laberinto y Ulises son dos símbolos que me interesaron en las conversaciones de Eliade y que, al mismo tiempo, constituyen reflejos de actitudes mías ante la vida y la escritura. De modo que el trabajo de ensamblar el libro, una vez constatado el proceso de coincidencias, fue relativamente fácil.
—ADR: ¿Y qué dirías con respecto a la dedicatoria? ¿Por qué está en latín?
—FR: La dedicatoria es muy importante para la lectura de un libro, pues forma parte de lo que Genette denomina la paratextualidad. La pongo en latín quizá por mi pasión por las lenguas. Últimamente me ha resultado muy importante el descubrimiento de lo que significa el principio femenino creador, o el inconsciente creador, como dice Erich Neumann. Y, en este caso, lo femenino creador está personificado por la mujer con quien vivo. No es secreto para nadie que la creación artística es como un proceso de gestación y pienso que una de las mujeres que más me ha ayudado en ese proceso es mi esposa, a quien comparo con un manantial de aguas vivas. La imagen es del Cantar de los cantares y Fray Luis la traduce “pozo de aguas vivas”. No sé realmente por qué la pongo en latín, pero sí sé que tiene que ver con esa inmersión en el inconsciente de la que el artista sale con vida porque está acompañado por esos poderes creadores.
—ADR: Hay otro tema que tú tratas en el último ensayo, justamente a propósito de la creación y de la idea, aún válida para muchos, de que todo artista es un neurótico que sublima su enfermedad en la obra de arte. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
—FR: Este es un tema que me toca muy de cerca. Hay dos teorías al respecto: la freudiana, que sostiene la idea del arte como sublimación, y la jungiana, para la que la creación no puede ser considerada como producto de una neurosis. La neurosis es un deseo frustrado de crear. Al empezar a crear, se deja de ser neurótico.
—ADR: Hay entonces un impulso vital, que existe en todos los seres humanos, hacia la creación.
—FR: Desde luego. La neurosis no es un “menos”, sino un “más” no realizado. Me resultaría difícil pensar que la iglesia de Notre Dame o la Divina comedia son sublimaciones de una enfermedad.
—ADR: Lo que predomina es, entonces, el impulso vital plasmado en una obra de arte, en un cuadro, una escultura, un texto literario.
—FR: O simplemente en una nueva actitud ante la vida. Todo es creación o puede serlo. Sin darnos cuenta de ello, creamos todos los días. Ahora bien, toda creación implica también una destrucción, la destrucción de una etapa anterior.
—ADR: Estamos hechos de vidas, muertes, resurrecciones; es un proceso dialéctico.
—FR: Sí, dialéctico: un diálogo entre la conciencia y el inconsciente, entre la luz y la oscuridad.
—ADR: Pero al final debe haber una integración de esos elementos aparentemente contradictorios, ¿verdad?
—FR: Sí. Pienso que, a medida que avanzamos tanto en nuestra vida como en nuestra creación, es preciso que tendamos hacia la armonía de contrarios.
—ADR: Me gustaría ahora tratar un poco el tema de las traducciones. Tú has traducido de manera singular a Cavafy, White y a otros poetas. ¿Cuáles han sido tus mayores dificultades al enfrentarte con una traducción?
—FR: Cuando traduzco poemas como los de Cavafy, Seferis, White, primero tengo que sentir irresistiblemente la atracción de la obra. Si no se da ese fenómeno de atracción, no puedo realizar el trabajo. Trato de identificarme con el poeta, ver qué está diciendo y de dónde sale ese decir. Una vez hecho eso, vienen las dificultades técnicas que suscita toda traducción.
—ADR: Debe haber, además, una gran parte de intuición, unida a un dominio de la lengua, ¿no?
—FR: Cierto. Se debe conocer muy bien la lengua del autor, pero hay un imponderable que sale por haberse uno identificado con el autor. Volvemos a la coincidentia oppositorum. Es necesario trabajar con ambas cosas: el conocimiento y la intuición.
—ADR: Tú consideras la traducción como una forma de creación. Cada traductor, como es sabido, da una versión diferente de un mismo texto original. ¿Qué criterio podríamos aplicar para decir que una traducción es mejor que otra?
—FR: Hay un criterio absoluto: no meter trampas. Trabajar con el original. La versión de Cavafy realizada por José María Álvarez está hecha a partir de traducciones francesas e inglesas. Claro que hay otras traducciones de Cavafy hechas por personas que sí saben griego pero que, desde el punto de vista de la intuición poética, no valen nada tampoco.
—ADR: Todo lo cual se relaciona directamente con esa pasión tuya por las lenguas. ¿Cómo aprendiste el griego, por ejemplo?
—FR: El griego fue para mí una lengua tardía. La estudié a fondo un año que estuve en Mérida, en 1965, para ser preciso. Me compré un par de buenas gramáticas —la de Mirambel y la de Moser Philtsou— y me puse a estudiar griego para leer a Cavafy en el original. Es una lengua tardía. No como el francés o el inglés, que aprendí desde muy joven.
—ADR: Tú lees también el alemán, el catalán, el italiano…
—FR: Sí. Y alguna vez supe bastante bien el noruego. Pero te diré que hay diversos grados de compenetración con las lenguas. Los dos idiomas que están más profundamente arraigados en mí (poniendo aparte el español, desde luego) son el francés y el inglés. Luego vienen otros de adquisición más reciente, como el alemán y el italiano. Luego otros más recientes aún, como el catalán y el griego. Te digo sinceramente que me resulta imposible hacer ninguna diferencia entre un poema escrito en español, en francés o en inglés, mientras que un poema escrito en griego es un texto “extranjero” que tengo que trabajar más. Hago esta aclaratoria porque quiero decirte algo paradójico: los poemas de Cavafy me costaron más trabajo desde el punto de vista lingüístico, pero, al mismo tiempo, me resultaron más fáciles, porque yo estaba más distanciado del texto; mientras que los de Kenneth White –parece mentira– me resultaron, globalmente, como poemas, muchísimo más arduos, sencillamente porque no veía la necesidad de traducirlos.
—ADR: ¿Por qué sentías que el inglés era tu propia lengua? Recuerdo, a propósito de esto, que una vez me hablaste de que habías vivido muchos años en Estados Unidos y te habías identificado plenamente con el inglés y la cultura anglo-americana. Hubo en ti un cambio de personalidad y el inglés llegó a convertirse en tu primera lengua, ¿no? Recuerdo que Canetti, en La lengua salvada (y no La lengua absuelta, como bien corriges en uno de tus ensayos), dice, con respecto al alemán, algo similar.
—FR: No. En realidad, no hubo un cambio de personalidad. Fue, más bien, como un sacrificio al dios Hermes que quise hacer en un momento dado. No un cambio de personalidad, sino una ampliación de la personalidad.
—ADR: Hablas de sacrificio: ¿de penitencia?
—FR: No. Diría simplemente que se trató de una exploración: Ulises, el individuo astuto que llega a hablar una lengua extranjera tan bien que parece nativo del país.
—ADR: Se trata, entonces, de ampliar la personalidad –de perderla y no perderla, al mismo tiempo–, lo cual se relaciona también con todo este proceso escritural, ¿verdad? Borges, Valéry, el autor que es todos los autores, el libro que es todos los libros. El tema de la estética del lector que aflora constantemente en tus ensayos y que se relaciona también con el tema que estamos tratando, es decir, no sólo el del dominio de otros idiomas, sino el del lenguaje como objeto de reflexión; reflexión sobre el texto mismo, sobre cómo se va tramando, cómo se va conformando, cómo se va leyendo y modificando a medida que cada lector va reescribiéndolo. “Versiones, perversiones”, dice Borges; la historia de la humanidad está hecha de unas cuantas metáforas.
—FR: Exactamente. Y me parece que la gran metáfora es el hecho de que exista la posibilidad de escribir. La gran metáfora es el texto mismo. ¿Y quién escribe ese texto? En el último ensayo de Ulises, me sirvo de una conversación entre Mircea Eliade y Claude-Henri Rocquet para hablar de mí mismo. De mí mismo hablo también al comentar un libro de Canetti.
—ADR: Pero al mismo tiempo te velas, al hablar a través de otros autores. Y tocamos aquí el tema de las “máscaras” que aparece más claramente en El cuaderno de Blas Coll.
—FR: Así es. Por lo que tiene de juego inquietante con las “máscaras” me interesó tanto ese libro de Montejo. El de Osman Lins me fascinó porque vuelve a plantear el problema de los géneros contra un fondo narrativo. No se sabe si es un ensayo o una novela, una novela sobre otra novela o un ensayo sobre una novela aún no escrita.
—ADR: Resulta todo muy laberíntico, vertiginoso. Asumes todas esas escrituras. Hablas de ti mismo, pero a la vez te identificas con otros autores, te pones sus “máscaras”.
—FR: El peligro está en que uno llegue a identificarse con esas “máscaras”. Uno tiene que ser suficientemente astuto, siguiendo la metáfora de Ulises, para ponerse y quitarse “máscaras” sin perder su centro.
—ADR: Es muy paradójico. Se trata, por una parte, de esconder la identidad, de ser “otros” y, por otra, de afirmar la identidad, de defender un centro. Sales más “yo” mirándote y reflejándote en “otros”: tus textos, en este sentido son como reflejos especulares, ¿no?
—FR: Sí; que, al mismo tiempo, me permiten crearme como personaje de ficción. En el texto sobre Montejo, me convierto en un ente de ficción dividido en dos: hay una parte de mí mismo que me dice “esto es la locura total” y otra que dice “quisiera poder decir estas locuras”. Me encanta que alguien las diga por mí. Me presto al juego y Montejo se contenta de que alguien se muestre dispuesto a jugar a su juego.
—ADR: Volvamos al número siete. ¿Por qué hiciste un libro con siete ensayos solamente, cuando nos consta que tienes varios más relacionados con el tema de lo laberíntico?
—FR: El número siete es producto del azar. Del azar controlado, digamos. (Se ríe) Después de haber entregado el libro a la imprenta (y este tipo de fenómeno me ocurre siempre), empecé a encontrar explicaciones sincronísticas de toda su hechura. Puedo decirte ahora que el siete es un número de transición. Un número importante y sagrado. Dios creó el mundo en siete días. Siete son los días de la semana. Hay siete planetas y siete metales. La escala musical tiene siete notas y la séptima nota, llamada la nota “sensible”, es la que lucha por la octava, que es la que nos da la sensación de totalidad. Pienso ahora que estos siete textos constituyen los siete peldaños de los que habla Jung en Psicología y alquimia, que simbolizan la “transformación”. La transformación y, por tanto, la necesidad, profundamente sentida por mí, de seguir avanzando.