Por SANTOS DOMÍNGUEZ
En su último libro publicado hasta ahora, Poemas del cuerpo, incluía Alejandro Oliveros (Valencia, Venezuela, 1948) este texto que delimita su concepto de la poesía, el último sentido de su mundo poético:
Sobre la poesía
Siempre he creído que la poesía
es un don mezquino. No hay mayores razones
para sentirse orgulloso. No se trata
de los estigmas de San Francisco,
esa prueba irrefutable de la condición
de elegidos. Deberíamos ser humildes
pero nuestro castigo es la vanidad.
Una vez escribí que nuestro oficio
era solo aproximativo y nunca alcanzaríamos
la fijeza de las estrellas. Quería decir,
me parece, que no llegamos a lo que sentimos.
Lo que sentimos es un círculo y el poema
es otro, más pequeño y hambriento.
La distancia entre ellos es el naufragio.
Treinta años más tarde, sigo pensando
que no es la poesía el mayor de los dones.
Pero, después de tantas líneas y borrones,
y las resmas de papel que han alimentado
mis cestos de basura, puedo decir
que ha servido para registrar las noches
y los días, Constanza y mi paisaje. No más.
Coetáneo del malogrado José Barroeta y posterior a la brillante generación de poetas a la que pertenecen Rafael Cadenas y Eugenio Montejo, Oliveros es una isla en el mapa de la poesía venezolana actual.
Lo destacaba Antonio López Ortega en el prólogo de Espacios en fuga, el volumen que editó Pre-Textos con la poesía reunida de Alejandro Oliveros entre 1974 y 2010.
Ese prólogo —“Fragmentos de un discurso terrenal”— sitúa la obra poética del venezolano en un contexto que resalta la excepcionalidad de su voz, tanto por la tendencia a la narratividad como por la asimilación explícita de una serie de influencias literarias —de la poesía clásica grecolatina en Tristia o Magna Grecia a la anglosajona de El sonido de la casa— inusuales en una tradición poética venezolana que ha bebido fundamentalmente en fuentes francesas.
Oliveros es en ese sentido un raro ajeno al canon, una voz personal que construye un mundo propio con el potente paisaje vegetal de Venezuela, con la ciudad evocada —Valencia— o la vivida —Nueva York—, con la noche y la sonoridad del lenguaje poético, con el homenaje a los escritores que han marcado su escritura y con la conciencia del paso del tiempo.
Porque la mirada de Oliveros no se queda en el paisaje ni en el acontecimiento, sino en su rastro, en la huella que dejan los hechos y el entorno. Por eso en su poesía, de profunda raíz elegíaca, los espacios —íntimos o públicos— contienen siempre una alusión al tiempo en que se contemplan o se evocan.
Eliot y Tibulo, Pound y Ausonio, H.D. y Virgilio, Esquilo y Robert Lowell, Ovidio y John Donne conviven y reviven en los textos de Espacios en fuga, el título que reúne toda la obra poética de Alejandro Oliveros.
Dejo aquí un ejemplo: el poema “Ars”, que abría El sonido de la casa, un libro de 1983:
Con los mismos pronombres y adjetivos,
todos los poemas deben estar escritos
en alguna parte. Tal vez nuestra derrota
sea lo puramente aproximativo, la cercanía
máxima del ave a la rareza de los cuerpos fijos.
A menos que el círculo cuadre y se encierre
en el techo convexo de su doble, que la palabra
resista y se reconozca en el horizonte.
Reconocer los confines del canto, su extensión,
no frente a la muerte en la rama del árbol
sino ante el mismo centro que nos evade.
Desde Espacios hasta Poemas del cuerpo, pasando por dos libros centrales como Tristia y Magna Grecia, esta edición en Pre-Textos de la poesía de Oliveros, poco conocida aún en España, debería servir para consolidar y difundir una obra de enorme calidad y de inusual fuerza expresiva.
Que juzgue el lector con estas muestras, extraídas de Espacios en fuga (Poesía reunida 1974-2010). Edición al cuidado de Antonio López Ortega. Pre-Textos. Valencia, 2012.
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