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Sobre La Casa de Agua (1984) de Jacobo Penzo

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Por ALFONSO L. TUSA

Desde que alquilé por primera vez el cartucho de betamax para apreciar esta película, supe que estaba un paso más allá, que trascendía, que por fin una película venezolana rompía con los esquemas de la grosería, de la recurrencia, de la fijación con el asunto de la guerrilla urbana, el resentimiento, y la justificación y alimentación de esa mirada hipócrita de quienes dicen estar dispuestos a dejar a un lado la soberbia  y el personalismo y en la espalda empuñan la garra de las aristas más oscuras del ser humano. Lo primero que me impactó de esta película fue el enfoque intimista y profundo con el paisaje, sobre todo con ese entorno árido, corrosivo y punzante de la península de Araya, específicamente en el pueblo de Manicuare. Hay que disponer de una laboriosidad, de una voluntad y una disposición bien obstinada, como las que se necesitan para sacar a flote a un país hundido en la miseria y la corrupción desbocada, para dibujar y plasmar los matices y los trazos más positivos de un ambiente difícil.

El transcurso de la experiencia vital de Cruz María Salmerón Acosta, uno de los integrantes junto a Andrés Eloy Blanco y José Antonio Ramos Sucre del espacio poético de un triángulo con dos vértices en Cumaná y otro en Manicuare. De los tres, quizás Salmerón Acosta sea el más romántico, con visiones laberínticas del espacio atmosférico, con iniciativas enigmáticas de cómo afrontar la violencia. Hay una escena en la película donde una mujer lee las cartas del niño Cruz María y siempre aparece la figura de una carta considerada portadora de oscuros presagios por los expertos. Aunque hay escenas universitarias de Caracas y teatrales de Cumaná, más de las tres cuartas partes de la película transcurren en las arenas calcinantes de Araya, en el mar engañoso de Manicuare, en la obstinación de las tunas ante el salitre del suelo. Tal vez ese ambiente xerófito fue una preparación apropiada para los tormentos que debió resistir el poeta ante el oscurantismo de la dictadura gomecista. Nunca dejó de observar el mar.

El actor Franklin Virgüez logra retratar con mucha precisión y claridad cada uno de los aspectos esenciales de la personalidad del poeta, su tranquilidad profunda, su pertinencia excesiva, su solidaridad extrema, una capacidad analítica casi automática, infatigable. Se presiente en ese diálogo de sala cinematográfica entre el espectador y el actor o el director, que tanto Virgüez como Penzo debieron al menos leer toda la poesía, revisar todos los artículos o reseñas, observar todas las fotografías y desmenuzar muy detenidamente cada conversación o entrevista que hubiesen desarrollado con familiares, conocidos o expertos del tema. Es muy probable que también hayan pasado varios días reconociendo, acostumbrándose, apreciando las particularidades del ambiente, la naturaleza, la brisa, la intensidad solar, la inmensa gama de azules desplegados sobre la cúpula celeste de la península de Araya, la vegetación xerófita y las arenas inorgánicas de los cerros, hasta plasmar la pintura apropiada de esta entrañable película.

La dictadura arremete contra los intentos estudiantiles por abrir espacios para la libertad en una universidad cada vez más acorralada. Ante la agudización del asedio, Salmerón se refugia en Manicuare y hasta allá lo persigue la dictadura. Pronto forjan un expediente de “fechorías” y lo llevan a la cárcel. Entonces empieza el calvario de la tortura y la ausencia de contacto humano, pasaba buena parte del tiempo en una especie de calabozo donde había un tanque de aguas verdosas, contaminadas, allí terminaba derrumbado cada vez que lo perseguían los fantasmas de la dictadura, la sensación de vacío, el espectro de la violencia. Los signos inequívocos de la lepra asomaron en su piel, ellos fueron los únicos que pudieron librarlo de esa prisión, para regresar a su entrañable Manicuare a agonizar en otra casa de agua, esta más amplia, rodeado por las montañas anaranjadas de Araya, el aire seco y el azul refulgente del golfo de Cariaco, allí conversaba a solas con el viento desde una casita de bahareque y zinc.

El tono narrativo y elocuente del personaje de Doris Wells le da una dimensión íntima a la película, hasta ubicar al espectador en el medio del laberinto emocional más profuso propio de la desesperación de una familia que sufre las torturas y la ausencia parcial de uno de sus hijos más queridos. Tal vez había mucho de la dureza y la intensidad que esgrimió en aquel celebrado unitario de RCTV donde compartió protagonismo con Marina Baura, La Hora Menguada. O de la creatividad y naturalidad que mostró en la adaptación de La Trepadora, de Rómulo Gallegos, para la televisión. O de la serenidad y la sabiduría ejecutadas en la película Oriana de la directora Fina Torres. Su voz ronca de cadencia oxidada y matices intensos templaba la pantalla de la sala de cine o retumbaba en las cornetas de los televisores. Es toda una oda a la desesperación el tono a medio camino entre la súplica y el reclamo del personaje de Wells ante el estoicismo del poeta a mantenerse indoblegable frente a la oferta del dictador de concederle indulto luego de largos años en la oscuridad espectral de la más tétrica noche totalitaria.

Tal vez la escena más significativa, la más contundente, la que define la diferencia entre esta película y todas aquellas que caen en el estereotipo de las guerrillas y el resentimiento de la lucha de clases sociales, reside en la cotidianidad perversa de los días interminables, donde Salmerón recurría a su sentido del humor más ácido para retar la abyección de sus carceleros, como cuando en un ataque de risas incontrolable les dijo a voz en cuello que “el General Gómez es maricón…”. Entonces recibía culatazos de escopeta en las mejillas y la boca y se lo llevaban a empujones bestiales hacia el calabozo del estanque de aguas verdosas, y aunque escupía sangre y fragmentos de piezas dentales, seguía riendo, con el espectro de la calavera emergiendo de la delgadez de su tez.

No he tenido oportunidad de apreciar las otras películas dirigidas por Jacobo Penzo. Sé de la calidad de En Territorio Extranjero (1991), entiendo que sus otros proyectos, Música Nocturna (1988) y Borrador (2006), fueron productos bien acabados con temáticas atrayentes, estructuras firmes y gran intensidad narrativa. Aún así será muy difícil que alguna de esas películas llegue al nivel narrativo, fuerza descriptiva y ambientación de La Casa de Agua. Para mí está entre las cinco mejores películas venezolanas de todos los tiempos. Hay dos imágenes que aún permanecen troqueladas a cincel en algún compartimiento de la memoria, la primera cuando Salmerón  intenta enseñarle a leer a otro preso y le dice algo como que las palabras son como las partes de una larga caravana de hormigas donde cada una de estas representa una letra; en la segunda Salmerón está encaramado en un paredón y observa cuando llega un carcelero con una tabla colmada de puntas de clavos con la cual lastima inmisericorde el muñón del brazo de un leproso, desde la altura de la pared, Salmerón le grita “suéltalo coño e’ tu madre”, de inmediato lo persiguen y lo vuelven a lanzar al estanque de aguas verdosas.

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