Apreciados amigos, buenas noches. Lamento mucho no estar presente en este acto que tan generosamente ha preparado César Segnini en el marco de una imponente exposición de artistas internacionales. Y lo lamento doblemente, porque haber tenido un encuentro con una audiencia tan calificada como la vuestra, habría sido para mí un privilegio, y porque no habría existido lugar y momento más propicio que este, para expresarle a mi amigo, César Segnini, mi agradecimiento a la atención y el afecto que siempre ha demostrado hacia mi poesía. Ella le debe dos magistrales publicaciones, como son la edición de mi libro El nuevo reino, diagramado con el arte soberbio de Soledad Mendoza, y ahora esta bella edición que hoy nos reúne y tienen ustedes en sus manos: mi libro Estado de sitio, con el impecable diseño de una excepcional artista como Zilah Rojas.
Confieso que escribir este libro fue un hecho doloroso, porque en el largo proceso de hacerlo, vi cómo un país y su gente estaban siendo lastimados por el verbo engañoso de una autocracia comunista con pretensiones mesiánicas. Cuando se me ocurrió la idea, si bien dudé mucho entre seguir explorando materias como el extravío, mis conversaciones con Dios, los cantos a mis amigos y a mis amores, en fin, mis temas habituales, pudo más una realidad como la nuestra que nos acercaba, cada día más, a ese estado de sitio que imponen las dictaduras, cuando gobierno y estado son una misma cosa, y cuyo único objetivo es controlar la vida total del ciudadano. A mí, como poeta que bebió en las fuentes de Hikmet y Maiakovski, Neruda y Guillén, Dalton y Cardenal, Alberti y Miguel Hernández, para denunciar abusos de dictaduras, tampoco me bastó con escribir cada semana artículos sobre realidad tan funesta y tomé, como ellos, la decisión de recurrir a la poesía para narrar una historia que, a pesar de haberla vivido hasta la saciedad desde México hasta la Patagonia, solemos olvidarla sin aprender de ella.
Hay quienes piensan que la poesía escrita en este libro es poesía política, y probablemente así quedará registrada, sin embargo, en estos poemas no se discute sobre ideologías, no se habla de marxismo, ni de liberalismo salvaje, ni siquiera de ese cáncer social desestabilizador, no solo en nuestro continente, que se llama populismo. Aquí se habla de autoritarismo, de perseguidos y perseguidores, de temores y amenazas, de prisioneros en una torre oscura, y esbirros que les cierran el paso, se habla de sueños destruidos y de libertades imaginadas, se invoca a los juglares de Dios, que son los poetas, para iniciar una vida nueva, libre de odios.
En este libro, quienes hablan son los sitiados, y lo hacen desde una torre oscura, mientras conjugan sus miedos y sus ansias de libertad. Porque, llamemos las cosas por su nombre, un sitiado es eso, un hombre confinado en un espacio que se puede llamar Colonia, Esma, El Chipote, Guasina o La Tumba, el nombre da lo mismo, pero sitiado es también, quien, a pesar de transitar por la calle, lo hace bajo amenaza, rumiando el miedo, irrespetado en sus derechos y tratando de no olvidar la palabra libertad.
En cada verso allí tallado, la única idea que se defiende es la libertad, nuestro derecho a decir NO, a resistir, a mantener la mirada puesta en la justicia y, ante el acoso, el ensañamiento y la sevicia del esbirro que nos apunta con su arma y su odio, poder gritarle con el pecho descubierto, tal como lo dice un poema, “entonces, bajo la estricta protesta de Dios, que disparen pues, que disparen”; que cada vez que alguien nos ponga a decidir “entre estar con él, o estar contra él”, sepamos gritar con todas las fuerzas: “Ese viento que chilla con su mugre espesa y su vaho maloliente, no es de aquí, viene de un lar moribundo o de un infierno enfermo y sombrío”. En este libro lo que se condena es la mentira como estandarte y premisa, haber querido “llevarse las estrellas de la bandera, romper el borde del escudo, azotar el caballo y quemar el trigo”. Este libro denuncia y se rebela contra todo régimen que pretenda “convertir en costumbre que el corazón de la alondra sea el festín permanente del verdugo”.
En los textos de ese libro, están reflejadas todas las dictaduras, con los muertos que dejaron, y siguen dejando, su intolerancia y su ambición de poder en cada uno de nuestros territorios, muertos que todos los días nos recuerdan que la lucha por la libertad nunca termina.
No quiero finalizar este acto de la libertad que César Segnini nos regala en este templo del arte que es la Galería Durban, sin decir que estos poemas son producto del drama profundo que sacude a un país como el nuestro, desfigurado por la intolerancia, lastimado en su espíritu, desangrado por la fuga de su gente, que necesita enfrentar un largo y doloroso proceso para recuperar la armonía de su tejido social, destruida por un discurso que quiso poner en primer plano el resentimiento y la venganza.
La situación tiene visos de tragedia, es cierto, sin embargo, soy optimista porque, pese a la insensatez de una dirigencia extraviada, soy un convencido de la existencia de una inmensa mayoría que se va uniendo para enfrentar toda la perversidad derramada sobre un pueblo que no la merece.
Como poeta siento, pienso y sueño todos los días, “que los verdugos pagarán penitencia, cuando apartemos la piedra y los sepulcros dejen escapar el aroma de la rosa”. Ese día estaremos en presencia del triunfo de una rebelión que decidió ponerle fin a una dolorosa pesadilla. No sé si Dios y mi salud me permitirán verlo, pero ese día llegará.
Concluyo estas palabras citando el fragmento final del último poema de Estado de sitio: “Que cada enemigo pida perdón y cumpla penitencia, que caiga el tiempo hecho herrumbre, que muera la intolerancia, que sucumba todo lo marchito, que matemos a lo abyecto, y apaguemos los infiernos sembrados en nuestro espacio, y que al final del combate, solo nos quede el amor para contarlo”.
Así está escrito y así será in nomine patris. Amén.
Apreciados amigos, muchas gracias.
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